jueves, 11 de marzo de 2010

La isla del hada, Edgar Allan Poe

Marmontel, en esos "Contes Moraux" (cuentos de costumbres) que nuestros traductores se obstinan en llamar "Moral Tales" (cuentos morales), como si nos burlásemos de su verdadero espíritu, dice: "La rnusique est le seul des talents qui jouissent de lui meme; tous les autres, veulent des témoins".

("La música es la única habilidad que se disfruta por sí misma; les demás necesitan testigos").

Marmontel confunde aquí el placer que se deriva de oír sonidos agradables con la capacidad de crearlos. La música, como ningún otro talento, no es capaz de producir un goce completo si no existe otra persona para apreciar su ejecución. Este arte sólo tiene de común con los demás artes la propiedad de producir "efectos", que pueden ser gozados plenamente en la soledad. La idea que el "raconteur" no ha podido concebir claramente o que ha sacrificado su expresión a la afición nacional del rasgo de ingenio, es, sin duda, la muy sostenible de que el orden más alto de la música es el que de modo más absoluto se siente cuando estamos completamente solos.

La proposición, formulada de esta forma, será inmediatamente admitida por aquellos que aman la lira por sí misma y por sus valores espirituales. Pero existe todavía un placer al alcance de la humanidad doliente (y quizá sea éste el único) que debe aún más que la música al disfrute paralelo de la sensación de soledad. Quiero decir la felicidad que proporciona la contemplación de un paisaje natural.

En verdad, el hombre que desea contemplar cara a cara la gloria de Dios sobre la Tierra debe contemplar en soledad esta gloria. A mí, al menos, la presencia no de la vida humana únicamente, sino de la vida en cualquier otra forma que no sea la de los elementos vegetales que crecen sobre el suelo y no tienen voz, es un borrón para el paisaje y está en contraposición con el genio del mismo. Me gusta, en efecto, contemplar los oscuros valles y las rocas grises, y las aguas que silenciosamente sonríen, y los bosques que suspiran en intranquilos ensueños, y las orgullosas y vigilantes montañas que nos miran desde lo alto.

Me gusta contemplar estas cosas por sí mismas, pero no aisladamente, sino como colosales miembros de un vasto conjunto animado y consciente, como un todo, cuya forma (la de la esfera) es la más perfecta y comprensiva de todas las estructuras; cuya ruta transcurre entre otros planetas; cuya dócil servidora es la Luna; cuyo soberano inmediato es el Sol; cuya vida es la eternidad; cuyo pensamiento es Dios; cuyo placer es el conocimiento; cuyos destinos se pierden en la inmensidad, y cuyo conocimiento de nosotros mismos es semejante al que nosotros tenemos de los animálculos que infectan el cerebro...; un conjunto que, en consecuencia, consideramos tan animado y material como estos animálculos deben consideramos a nosotros.

Nuestros telescopios e investigaciones matemáticas aseguran en todos sentidos, y a pesar del confusionismo de la más ignorante clerecía, que el espacio, y, por consiguiente, el volumen, constituye una importante consideración a los ojos del Todopoderoso. Las órbitas por las que se mueven los astros son las más adaptadas para la evolución sin choque del mayor número posible de cuerpos.

Las formas de estos cuerpos están exactamente dispuestas de manera que una superficie determinada pueda contener la mayor cantidad de materia, y están dispuestas para acomodar una población más densa de la que hubiesen podido acomodar si hubiesen estado dispuestas de otro modo. No existe argumento contra la idea, aunque el espacio sea infinito, de que el volumen tiene valor a los ojos de Dios, porque puede haber una infinita materia para llenarlo. Y puesto que vemos claramente que el dotar a la materia de vitalidad es un principio y, por lo que podemos juzgar, el principal de todos en las operaciones de la Divinidad, carecería de toda lógica el imaginar a Dios confinado en las regiones de lo minúsculo, donde diariamente se nos revela, y no extenderse a las regiones de lo augusto.

Cuando describimos círculos dentro de círculos sin fin, evolucionando todos alrededor de uno, único y distante, que es la cabeza de Dios, ¿no podemos suponer analógicamente que del mismo modo, hay una vida dentro de otra, la menor dentro de la mayor, y todo dentro del Espíritu Divino? En resumen: que erramos fatalmente por un efecto de autoestimación, cuando creemos que el hombre, en sus destinos temporales o futuros, es más importante que el Universo, que aquel enorme "légamo del valle" que cultiva y desprecia y al que niega la existencia de un alma por la sola razón, y sin que tenga otra más profunda, que la de no verla en acción.

Estas fantasías, y otras del mismo estilo, siempre han dado a mis meditaciones entre las montañas y las selvas, por los ríos y el océano, un tinte de lo que la gente corriente no dejaría de considerar fantástico. Mis vagabundeos por tales escenarios naturales han sido muchos, de largo alcance y de ordinario solitarios. Y el interés con que he errado por un valle profundo, o contemplado el cielo reflejado en numerosos y brillantes lagos, ha sido un interés grandemente aumentado por el pensamiento de que yo estaba perdido y lo observaba solo. ¿Qué charlatán francés fue el que dijo, refiriéndose al conocido trabajo de Zimmerman, que "La solitude est une belle chose; mais it faut quelqu'un pour vous dore que la solitude es une belle chase"? ("Ya verdad es muy bonita; pero es preciso que haya alguien que pueda decíroslo"). El epigrama no se puede contradecir; pero tal necesidad es una cosa que no existe.

Durante uno de mis paseos solitarios, en medio de una región muy distante, encerrada entre montañas, con tristes ríos y lagos melancólicos que serpenteaban o dormían, me hallé por casualidad ante un río en el que había una isla. Corría el frondoso mes de junio, y me tumbé sobre el césped, debajo de las ramas de un oloroso y desconocido arbusto, quedándome adormecido mientras contemplaba el paisaje. Sentí que aquélla era la única forma en que podía hacerlo; tal era el carácter fantasmagórico que ofrecía.

Por todos lados —salvo en el oeste, donde el sol estaba casi a punto de ocultarse— se elevaban las murallas verdes del bosque. El pequeño río, que describía una curva muy cerrada en su curso y de este modo se ocultaba inmediatamente a mi vista hacía el este, parecía que no podía salir de su prisión sino para ser absorbido por el follaje de los árboles, mientras que por el lado opuesto (así me pareció mientras yacía en el suelo, con la mirada hacia arriba) caía en el valle silenciosamente y de forma continua una rica cascada dorada y purpúrea, lanzada por las fuentes del cielo, allí por donde se pone el sol.

A mitad del camino, dentro de la pequeña perspectiva que alcanzaba mi mirada, reposaba en el seno de la corriente una pequeña isla circular, profundamente llena de verdor.

"Tan fundidas las riberas y las sombras que todo parecía suspendido en el aire".

El agua cristalina era tan semejante a un espejo que era casi imposible decir en qué punto de la orilla esmeralda comenzaba su transparente dominio. Mi posición me permitía abarcar de una sola mirada las extremidades este y oeste de la isla, y observé en sus aspectos una diferencia singularmente marcada.


Edgar Allan Poe, La isla del hada, seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.

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