Esto sólo podía haber ocurrido en Inglaterra, donde los hombres y el mar se compenetran, por decirlo así: el mar influye en la vida de la mayoría de los hombres, y los hombres saben algo o todo acerca del mar, sea como sea lugar de diversión o de viaje, o como medio de ganarse el sustento.
Estábamos sentados, apoyados en los codos, en torno a una mesa de caoba que reflejaba la botella, los vasos de clarete y nuestros rostros. Eramos el director de una compañía, un contable, un abogado, Marlow y yo. El director había sido grumete en el
Conway, el contable había servido cuatro años en el mar, el abogado- un curtido
tory, un
high churchman, el mejor de los camaradas, la esencia del honor- había servido como oficial en la P. & O. , en los viejos tiempos, cuando los barcos correo llevaban aparejo redondo al menos en dos palos, y solían cruzar el Mar de China, aprovechando el monzón favorable, con todo el velamen desplegado. Todos habíamos empezado nuestra vida en la marina mercante. A las cinco nos unía el fuerte vínculo del mar, y también esa camaradería del oficio que la afición a las regatas y a los cruceros no puede proporcionar, ya que una cosa es la diversión de la vida y otra la vida misma.
Marlow, al menos así es como creo que escribía su nombre, refirió la historia, o más bien la crónica, de un viaje: Sí , conozco algo de los mares de Oriente, pero lo que mejor recuerdo es mi primer viaje hasta allí. Ya sabéis que hay cientos viajes que parecen concebidos para ilustrar la vida, que se erigen como símbolos de la existencia. Luchas, trabajas, sudas, casi te matas, y a veces te matas realmente, intentando conseguir algo, y no puedes. No por culpa tuya. Simplemente no puedes hacer nada, ni grande ni pequeño, nada en la vida, ni siquiera casarte con una solterona o llevar a su puerto de destino una condenada cargar de 600 toneladas de carbón.
En conjunto fue un episodio memorable. Era mi primer viaje a Oriente y mi primer viaje como segundo oficial; también era la primera vez que mi patrón tomaba el mando. Admitiréis que ya era hora. Tendría poco más o menos sesenta años; un hombre pequeño, de espaldas anchas y no muy rectas, hombros caídos y una pierna más zamba que la otra, con ese curioso aspecto retorcido que se ve a menudo en los hombres que trabajan los campos.
Su cara parecía un cascanueces -la barbilla y la nariz intentaban juntarse sobre una boca hundida-, y estaba enmarcada por una pelusa gris como el hierro, que le rodeaba la cara como una bufanda de algodón y lana manchada de carbón. Y esa vieja cara mostraba, sorprendentemente, unos ojos azules propios de un muchacho, con esa expresión cándida que algunos hombres sencillos conservan hasta el fin de sus días, gracias a un raro don interno de simplicidad de corazón y rectitud de espíritu. Qué le indujo a aceptarme, es un misterio. Yo procedía de un renombrado clíper australiano, donde había sido tercer oficial, y él parecía tener prejuicios contra aquellos renombrados clípers, aristocráticos y de gran tonelaje. Me dijo:
-Sabes, en este barco tendrás que trabajar.
Le contesté que había tenido que trabajar en todos los barcos donde había servido.
-Ah, pero éste es diferente, y más para vosotros, los que procedéis de los grandes barcos... ¡Puedo asegurarte que aquí tendrás que hacerlo! Incorpórate mañana.
Me incorporé a la mañana siguiente. Hace veintidós años; tenía sólo veinte. ¡Cómo pasa el tiempo! Fue uno de los días más felices de mi vida. ¡Imaginaos! Segundo oficial por primera vez. ¡Un oficial realmente responsable! No hubiese cambiado mi puesto por nada en el mundo. El primer oficial me examinó cuidadosamente. También era un tipo viejo, pero de otro calibre. Una nariz romana, una barba larga y blanca como la nieve; se llamaba Mahon, aunque insistía en que debía pronunciarse Mann. Estaba bien relacionado, pero tenía la suerte en contra, y no había ascendido.
En cuanto al capitán, había navegado durante años en barcos de cabotaje, luego en el Mediterráneo y finalmente en la ruta de las Indias Orientales. Nunca había doblado los Cabos. Apenas sabía escribir, pero no le preocupaba en absoluto. Ambos eran buenos marineros, por supuesto, y entre aquellos dos viejos camaradas me sentía como un niño entre dos abuelos.
También el barco era viejo. Se llamaba
judea. Curioso nombre, ¿verdad? Había pertenecido a un tal Wilmer, Wilcox o algo y cuyo nombre no importa. Había estado anclado en el fondeadero de Shadwell durante todo ese tiempo. Podéis imaginaros su estado. Todo era herrumbre, polvo, mugre: manchado de hollín por arriba, sucia la cubierta. Para mí era como salir de un palacio para entrar en una choza en ruinas.
Desplazaba unas 400 toneladas, tenía un molinete primitivo, picaportes de madera en las puertas, ni el más leve rastro de bronce, y una gran popa cuadrada.
Conrad Joseph,
Juventud, Madrid, ed. Anaya, año 1999, pág 11-13. Seleccionado por Olga Domínguez Martín, curso 2011-2012, segundo de Bachillerato.