lunes, 5 de mayo de 2014

Las aventuras de Huckleberry Finn, Mark Twain

                                                           CAPÍTULO XV

      Calculamos que en tres noches llegaríamos al Cairo, al sur de Illinois, en la confluencia con el río Ohio, y ésa era nuestra meta. Una vez allí pensábamos vender la balsa y con ello comprar un pasaje para el vapor y remontar Ohio hasta llegar a los Estados libres, donde ya no tendríamos problema.
       Bien, pues a la segunda noche vimos acercarse una espesa niebla y buscamos una ensenada para amarrar la balsa, porque con niebla no es bueno navegar. Me adelanté yo en la canoa con la amarra en la mano, pero no encontraba más que pequeños serpollos para fijarla. Al fin me decidí y amarré la cuerda a uno de ellos, pero la corriente era muy fuerte, y vino una violenta sacudida que se llevó a la balsa, arrancando el arbusto de raíz. Vi cómo la niebla esperaba y me cercaba, y me entró tal pánico que estuve como medio minuto inmóvil, sin capacidad para reaccionar, y entre tanto la balsa se esfumó en la niebla. No se podía ver a más de veinte metros de distancia. Salté a la canoa, me fui a la popa, empuñé el remo, y quise separarla de la orilla apoyándome en él, pero la canoa no cedía. Me di cuenta de que con las prisas me había olvidado de soltar la amarra. Volví a saltar a tierra e intenté desatarla, pero estaba tan nervioso y me temblaban tanto las manos que no daba pie con bola.
       En cuento pude soltarla, me lancé con toda mi alma a la persecución de la balsa, siguiendo en línea recta desde el serpollo donde la había atado. Mientras navegué por la pequeña ensenada en que nos habíamos refugiado, todo fue bien porque lograba orientarme algo, pero ésta no tenía más de sesenta metros de largo, y en el momento en que la dejé atrás me vi sumergido en una espesa capa blanca, y perdí totalmente la noción de hacia dónde me dirigía.
       Pensé que era más prudente no remar, porque podía chocar contra una orilla o algo; lo mejor era quedarse quieto y dejarse llevar por la corriente; aunque me costaba Dios y ayuda eso de dejar las manos quietas en un momento así. Di una voz y escuché. De algún punto lejano, río abajo, me llegó débilmente la respuesta y eso me levantó los ánimos. Me lancé hacia donde me había parecido oír la voz, escuchando con todos mis sentidos. La segunda vez que oí la llamada me di cuenta de que en vez de ir hacia ella me estaba desviando a la derecha. Y a  la siguiente vez me había pasado demasiado a la izquierda. Me daba cuenta e que no ganaba mucho terreno, pues yo iba tanto tumbos de un lado a otro, mientras la balsa seguía en línea recta hacia delante. <<¿Cómo no se le ocurrirá al tonto ese dar golpes sin parar con una sartén o con algo?>>, pensaba. Pero no se le ocurrió y lo que a mí más me desorientaba eran esos espacios vacíos entre llamada me llegó esta vez por la espalda. Estaba hecho un lío. O era la voz de otra persona que  llamaba esta vez, o había girado yo en redondo sin advertirlo.




Mark Twain, Las aventuras de Huckleberry Finn. Editorial Magisterio Español, S.A., páginas 104 y 105. Seleccionado por Paula Sánchez Gómez. Segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

El libro de la selva, Rudyard Kipling

LA CANCIÓN DE MOWGLI
       La que cantó en el Roquedal del Consejo cuando bailó sobre la piel de Shere Khan.
       
       La canción de Mowgli, yo, Mowgli, la canto. Que la selva escuche las cosas que he hecho.
       Dijo Shere Khan que me mataría...¡Que me mataría! ¡Que en el umbral del crepúsculo mataría a Mowgli, la Rana!
       Pero comió y bebió. ¡Bebe mucho, Shere Khan! ¿Pues cuándo volverás a beber? Duerme y sueña con la muerte.

       Solo estoy en los campos de pasto. ¡Ven conmigo, Hermano Gris! ¡Ven tú también, Lobo Solitario! Que hay caza mayor.
       Subid a los grandes búfalos machos, a los  toros de piel azul y ojos coléricos. Llevadlos de aquí para allá como os ordeno.
       ¿Aún duermes todavía, Shere Khan? ¡Pues despierta, hey despierta! Que aquí vengo yo, y los toros vienen detrás.
       Rama, el  rey de los búfalos, el suelo golpeó con sus patas. Decidme, aguas de Waingunga, ¿adónde se fue Shere Khan?
       No es él Ikki, para cavar agujeros, ni Mao, el pavo real, para salir volando. Tampoco es Mang, el murciélago , para colgarse de las ramas. Pequeños bambúes, que juntos crujís, decidme adónde escapó.
       ¡Oh! Allí está. ¡Hey! Allí esta. ¡Bajo las patas de Rama está el cojo! ¡Arriba, Shere Khan! ¡Levántate y mata! Que aquí tienes carne; rompe los huesos de los toros.
       ¡Chiss!, que está dormido. Cuidad de no despertarlo, que es mucha su fuerza. Los milanos han bajado a verlo. Las hormigas negras se le han subido para conocerlo.¡Qué reunión tan grande en su honor!
       ¡Pero ay! No tengo ropa para envolverme. Los milanos van a verme desudo. Qué vergüenza delante de tanta gente.
       Déjame tu abrigo, Shere Khan. Déjame tu bonito abrigo rayado para que pueda acudir al Roquedal del Consejo.
       Por el toro que se compró mi vida, hice una promesa... una promesa sin importancia. Sólo tu abrigo me falta para cumplir mi palabra.
       Con el cuchillo, con el cuchillo del cazador, del hombre, me agacharé a por mi regalo.
       Aguas del Waingunga, sois testigos de que Shere Khan me da su abrigo,por el amor que me tiene. ¡Tira, Hermano Gris! ¡Akela, tira! Como pesa la piel de Shere Khan.

       Enfadada está la manada de hombres. Me tiraron piedras y hablaban con lengua de niños. Mi boca sangraba. Escapemos.
       Cruzando la noche, cruzando la calurosa noche, corred veloces conmigo, hermanos míos. Nos despediremos de las luces del pueblo y nos iremos cuando la luna está aún baja.
       Aguas del Waingunga, la manada de los hombres me ha arrojado fuera. Yo no les hice daño, pero ellos me tuvieron miedo. ¿Por qué?
       Manada de lobos, también vosotros me expulsasteis. La selva se me ha cerrado, lo mismo que las puertas de la aldea. ¿Por qué?
       Como Mang vuela entre las fieras y las aves, así vuelo yo entre la selva y el pueblo. ¿Por qué? Bailo sobre la piel de Shere Khan, pero mi corazón es pesado. Mi boca está cortada y herida por las piedras de los aldeanos,pero siento el corazón ligero por haber vuelto a la selva. ¿Por qué?
       Ambas cosas luchan en mí, como luchaban las serpientes en la primavera.
       Brota el agua de mis ojos; y río mientras cae. ¿Por qué?
       Dos Mowglis hay en mí, mientras la piel de Shere Khan está bajo mis pies.
       Toda la selva sabe que he matado a Shere Khan. ¡Mirad!... ¡Mirad bien, lobos!
       ¡Ahae! Me pesa el corazón por las cosas que no entiendo.




Rudyard Kipling, El libro de la selva, ed. Akal, col. Akal Literaturas, Madrid, 2003, página 152, 153, 154. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez. Segundo de bachillerato, curso 2013/2014.

       

El aeródromo, Rex Warner

     

      En lo alto del prado, adonde conducía el camino de tablas, estaban el estrado y las tribunas para los concursos de equitación y salto, a punto de empezar; y allí cerca, en las largas tiendas con cortinas de yute, toros, ovejas y cabras aguardaban a los jueces. Por invitación de la hermana del hacendado nos acercamos a una de esas tiendas; estaba ansiosa por ver al toro premiado, Slazenger, propiedad de su hermano, que ya había sido expuesto ese año.
     Entramos en la fila apartando la cortina de cáñamo y recorrimos el estrecho pasadizo que corría a los largo de los establos donde estaban los animales atados. Había un olor caliente a paja, estiércol y carne; íbamos palmeando los húmedos flancos de las bestias recostadas. La hermana del hacendado conocía los nombres de los propietarios de muchos de los animales exhibidos; y me señalaba, lo recuerdo, un ejemplar especialmente hermoso, de color castaño claro,que, tendido sobre el macizo flanco, en la paja, respiraba pesadamente, cuando oímos una exclamación frente a nosotros y volviéndonos hacia el origen del sonido vimos al teniente de aviación que se nos acervaba tendiéndonos la mano.
      Llevaba uniforme y lucía una amplia sonrisa. En su hermoso rostro no se veía señal de turbación; en realidad la sentíamos todos. Porque quizás hubiéramos decidido en secreto no darnos por enterados de su presencia en caso de encontrarlo. Pero en aquel estrecho espacio era imposible disimular la vista de una persona que obstruía el pasadizo entero y que además parecía resuelto a hablar primero. Y cualquier franco desaire bien podía terminar en altercado. Las señoras sonrieron de un modo distante, y el rector, si bien no se mostró contento de ver al joven, fingió interés por lo que éste tenía que decir.
    El teniente nos saludó animadamente.
    -Esperaba encontrarme con ustedes -dijo-; me parece que anoche les agüé la fiesta.
    Se detuvo y miró inquisitivamente las caras una por una.
    -Oh, sí - continuó, aunque nadie mostrara intención de contradecirlo-. En cierto modo di un espectáculo desagradable.




   Rex Warner, El aeródromo, ed. Edhasa, Barcelona, 1988, páginas 50-51. Seleccionado por Laura Tovar García, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.