viernes, 11 de marzo de 2016

El conde de Montecristo, Alexandre Dumas

                                                            Capítulo II
     Y dejando que Danglars diera rienda suelta a su odio inventando alguna calumnia contra su camarada, sigamos a Dantés, que después de haber recorrido la Cannebière en toda su longitud, se dirigió a la calle de Noailles, entró en una casita situada al lado izquierdo de las alamedas de Meillán, subió de prisa los cuatro tramos de una escalera oscurísima, y comprimiendo con una mano los latidos de su corazón se detuvo delante de una puerta entreabierta que dejaba ver hasta el fondo de aquella estancia; allí era donde vivía el padre de Dantés.
      La noticia de la arribada de El Faraón no había llegado aún hasta el anciano, que encaramado en una silla, se ocupaba en clavar estacas con mano temblorosa para unas capuchinas y enredaderas que trepaban hasta la ventana. De pronto sintió que le abrazaban por la espalda, y oyó una voz que exclamaba:
 -¡Padre! ..., ¡padre mío!
      El anciano, dando un grito, volvió la cabeza; pero al ver a su hijo se dejó caer en sus brazos pálido y tembloroso. 
-¿Qué tienes, padre? -exclamó el joven lleno de inquietud-. ¿Te encuentras mal? 
-No, no, querido Edmundo, hijo mío, hijo de mi alma, no; pero no lo esperaba, y la alegría... la alegría de verte así..., tan de repente... ¡Dios mío!, me parece que voy a morir... 
-Cálmate, padre: yo soy, no lo dudes; entré sin prepararte, porque dicen que la alegría no mata. Ea, sonríe, y no me mires con esos ojos tan asustados. Ya me tienes de vuelta y vamos a ser felices. 
   

     Alexandre Dumas, El conde de Montecristo, Barcelona, Vicens Vives, ed. 3, pág. 49                                  
     Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, segundo de bachillerato,curso 2015-2016.

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