jueves, 18 de mayo de 2017

Crimen y castigo, Dostoievski

                                                               SEXTA PARTE

                                                                          VI

Aquella noche, hasta las diez, anduvo vagando por diversas tabernas y cloacas, de una en otra. Encontró en una de ellas a Katia, la cual estaba cantando otra tonada lacayuna,alusiva a alguien ruin y tirano que

                                                          había osado besar a Katia.

     Svidrigáilov dio de beber a Katia y al chico del organillo y a los cantores y lacayos y a dos escribientillos. Con estos escribientillos había trabado conversación especialmente porque tenían las narices de través: uno torcida hacia la derecha y el otro hacia la izquierda, lo cual hubo de chocarle a Svidrigáilov. Ellos le levaron, finalmente, a cierto jardín divertidísimo, donde él les pagó la entrada. En el referido jardín había, por junto, un abetito muy fino, de unos tres años, y tres arbustos. Había, además, un local titulado vauxhall, pero que, en realidad, era una taberna, donde también se podía tomar té, y había, además, unas cuantas mesitas y velitas pintados de verde. Un coro de cantadoras repulsivas y algún alemán de Munich beodo, por el estilo de un payaso, con la nariz colorada, pero sin saberse porqué sumamente triste, alegraban al público. Los escribientillos hubieron de enredarse en discusiones con otros escribientillos que por allí encontraron, y sobrevino la gresca. Svidrigáilov fue elegido por ellos como árbitro. Los juzgó en un cuarto de hora, pero ellos gritaban tanto, que no había medio alguno de sacar nada en limpio. A la cuenta, uno de ellos había robado algo y vendídoselo a un judío; pero después de haber vendido la cosa, no había querido partir su importe con su compañero. Resultó, finalmente, que el objeto vendido era una cucharilla de té que pertenecía a la casa. Habíala cogido allí, y el asunto empezaba a asumir enojosas proporciones. Svidrigáilov abonó el valor de la cucharilla, levantóse y se fue del jardín. Eran alrededor de las diez. No había bebido en todo aquel tiempo ni una gota de vino, y en el vauxhall tan sólo había tomado té, y más que nada por cumplir. Hacía una noche bochornosa y sombría. A las diez empezaron a levantarse por todas partes en el horizonte unas nubes terribles; retumbó el trueno y empezó a llover a raudales. Caía el agua no a goterones, sino en forma de verdaderos torrentes que se precipitaban sobre la tierra. El relámpago refulgía a cada instante, y se podía contar hasta cinco en el tiempo que duraba cada fogonazo. Calado hasta los huesos, encaminóse a su casa, entró, cerró la puerta, abrió su bureau, sacó de allí todo su dinero y rasgó dos o tres papeles. Luego, metiéndose el dinero en los bolsillos, dispúsose a cambiarse de ropa, pero habiendo mirado por la ventana y oído la tormenta y la lluvia, dejó caer las manos, cogió el sombrero y se fue, sin cerrar la puerta. Encaminóse directamente al cuarto de Sonia. Ésta se hallaba en casa.
     No estaba sola; en torno a ella estaban los cuatro hijitos de la Kapernaúmova. Sofía Semíonovna les había convidado a té. En silencio y respetuosamente vio entrar a Svidrigáilov; fijóse con asombro en su empapado traje, pero no dijo una palabra. Todos los chicos echaron a correr, poseídos de indescriptible espanto.


     Fiodor Mijailovski Dostoievski, Crimen y castigo, RBA Editores, 1994, Historia de la Literatura, páginas 459-460.
     Seleccionado por Rodrigo Perdigón Sánchez, primero de bachillerato. Curso 2016-2017.

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