Al mismo tiempo se cubrió la tierra de gentes feroces y salvajes, de hombres todos de alta estatura y de tez negra (no de tanta pureza como la de los indios, sino como podría ser la de un mestizo etíope), con cabezas rapadas, pies menudos y gruesos cuerpos. Y todos hablaban una lengua extraña. Con un <<¡estamos perdidos!>> el piloto detuvo el barco, pues el río se estrechaba en aquel punto, y subiendo a bordo cuatro de los piratas se apoderan de cuanto había en la nave, se llevan nuestro oro y, atándonos y encerrándonos en un camarote, se marchan luego de dejarnos unos vigilantes con el propósito de conducirnos al día siguiente ante su rey, título con el que nombraban al bandido de más categoría. Se trataba de un camino de dos días, según escuchamos de boca de los que habían sido apresados con nosotros.
A la llegada de la noche, echado allí, según estábamos cargados de cadenas, y dormidos los guardianes, entonces, cuando ya me fue posible, rompí a llorar por Luecipa. reflexionando en cuántos infortunios le había acarreado por mi culpa, gemía en lo profundo de mi alma, aunque soterraba en mi el sonido de mis sollozos.
<<¡Dioses y espíritus divinos!, exclamaba, si es que existís y me prestáis oído, ¿qué falta tan grave hemos cometido para vernos sumergidos en pocos días en tan gran número de males? Y ahora, además, nos ponéis en manos de unos bandidos de Egipto, para que ni aun compasión hallemos. Pues a un bandido griego nuestra voz lo hubiera conmovido y el ruego ablandado, ya que con harta frecuencia la palabra es procuradora de la compasión: que la lengua, al prestar sus servicios a los dolores que el alma que así se vierten en una súplica, amansa la cólera del corazón de sus oyentes.
A la llegada de la noche, echado allí, según estábamos cargados de cadenas, y dormidos los guardianes, entonces, cuando ya me fue posible, rompí a llorar por Luecipa. reflexionando en cuántos infortunios le había acarreado por mi culpa, gemía en lo profundo de mi alma, aunque soterraba en mi el sonido de mis sollozos.
<<¡Dioses y espíritus divinos!, exclamaba, si es que existís y me prestáis oído, ¿qué falta tan grave hemos cometido para vernos sumergidos en pocos días en tan gran número de males? Y ahora, además, nos ponéis en manos de unos bandidos de Egipto, para que ni aun compasión hallemos. Pues a un bandido griego nuestra voz lo hubiera conmovido y el ruego ablandado, ya que con harta frecuencia la palabra es procuradora de la compasión: que la lengua, al prestar sus servicios a los dolores que el alma que así se vierten en una súplica, amansa la cólera del corazón de sus oyentes.
Longo, Dafnis y Cloe. Madrid, Editorial Gredos, 2002, página 183.
Seleccionado por Gustavo Velasco Yavita. Primero de bachillerato, curso 2016-2017
Seleccionado por Gustavo Velasco Yavita. Primero de bachillerato, curso 2016-2017
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