jueves, 16 de febrero de 2012

Nana, Émile Zola

A las nueve estaba aún vacía la sala del teatro Variétes. En el anfiteatro y en la platea, perdidas entre las butacas de terciopelo granate, aguardaban algunas personas bajo la mortecina luz de la araña a medio encender. Una sombra invadía la gran mancha roja del telón; no se oía ningún ruido en el escenario; estaban apagadas las candilejas y en piso, bajo la rotonda del techo, con un cielo teñido de verde por el gas y hacia el que alzaban el vuelo unas mujeres y unos chiquillos desnudos, sonaban llamadas y risas, destacándose en medio de un guirigay continuo de voces, y escalonábanse cabezas cubiertas con gorros y gorras, debajo de escalonábanse cabezas cubiertas con gorros y gorras, debajo de los amplios ventanales circulares enmarcados de oro. De vez en cuando, véase una acomodadora, apresurada, con unas entradas en la mano, detrás de un caballero y una dama que se sentaban, el caballero de Frac, la dama delgada y eslbelta, tras echar una ojeada en torno.
Aparecieron dos jóvenes en el patio de butacas. Quudáronse de pie, mirando.
-¿Que te decía yo, Hector? -exclamó el mayor, un mozo alto con bigotillo negro-. Llegamos demasiado temprano. Ya podías dejar que acabara de fumarme el puro.
Pasó una acomodadora.
-¡Oh, señor Fauchery! -dijo con familiaridad-. Si todavía tardrá media hora en empezar.
-Pues, ¿por qué ponen a las nueve? -murmuró Hector, cuya cara, larga y flaca, cobró una expresión de enfado-. Clarisse, que sale en la obra, me ha jurado esta misma mañana que empezaban a las ocho en punto.
Estuvieron un rato callados, levantando la cabeza e intentando escrutar la sombra de los palcos. Pero el papel verde que los tapizaba los hacía más oscuros aún. Los de platea, debajo del anfiteatro, estaban sumidos en una noche absoluta. En los del primer piso, no había más que una señora gorda, recostada sobre el tercio pelo de la barandilla.

Émile Zola, Nana,Barcelona. Editorial Planeta S.A. Año 1985. Página 3.
Seleccionado por Javier Muñoz Castaño, segundo de bachillerato curso 2011-2012.

Robinson Crusoe. Capítulo 3, Daniel Defoe

CAPITULO III
LA ISLA DESIERTA

      Estaba, pues, en tierra firme y a salvo, y empecé por levantar los ojos y dar gracias a Dios por haberme salvado la vida en una situación en la que pocos minutos antes apenas había lugar para la esperanza. Creo que es imposible encontrar palabras para expresar lo que son los éxtasis y transportes del espíritu cuando, como en mi caso, podía decirse que me había salvado cuando ya tenía un pie en la misma tumba; y no me extraña ya aquella costumbre de que, cuando un malhechor que tiene la cuerda al cuello, está atado y a punto de ser ejecutado, y que le traen el indulto; digo que no me extraña de que le traigan con el indulto un cirujano que le sangre en el mismo momento en que le dan la noticia, para que la sorpresa no le arranque del corazón los espíritus vitales y le abata:
Pues las alegrías súbitas confunden al principio, como las [penas.
Eché a andar por la playa, alzando las manos y todo mi ser, si así puede decirse, absorto en la idea de mi salvación, haciendo mil gestos y ademanes que no sabría describir, pensando en todos mis compañeros que se habían ahogado, y en que yo debía de ser el único que había salvado la vida; porque, en cuanto a ellos, nunca volví a verles, ni descubrí ningún rastro suyo, excepto tres de sus sombreros, una gorra y dos zapatos desparejados.
Dirigí mis ojos hacia el navío encallado, mientras el oleaje era tan violento y tanta la espuma que apenas podía verlo, tan lejos se hallaba. Y pensé:
<¡ Señor! ¿ Cómo ha sido posible que llegase a tierra?>
Tras haberme confortado el espíritu con el aspecto consolador de mi situación, empecé a mirar a mi alrededor para ver en qué clase de lugar estaba, y qué es lo que debía hacer después, y pronto sentí abatirse mi ánimo y pensé que a fin de cuentas mi salvación había sido horrible: estaba empapado de agua, no tenía ropa para cambiarme, ni nada de comer ni beber para recuperar fuerzas, ni veía ante mí más perspectiva que la de perecer de hambre o la de ser devorado por las fieras; y lo que más me preocupaba era que no tenía ninguna arma para cazar y matar algún animal para mi sustento, o para defenderme contra cualquier otro animal que pudiera desear matarme para el suyo. En una palabra, que no llevaba encima más que una navaja, una pipa y un poco de tabaco en una cajita; éstas eran todas mis provisiones, y ello me sumió en una angustia tan terrible que durante un rato no hice más que correr de un lado a otro como un loco. Al acercarse la noche, empecé, en medio de un gran abatimiento, a considerar cuál sería mi suerte si había bestias feroces en aquella región, sabiendo que de noche siempre salen en busca de sus presas.
La única solución que se ofreció a mi mente en estos momentos fue la de encaramarme a un árbol grueso y frondoso como un abeto, pero con espinas, y en el que decidí instalarme para pasar toda la noche, y considerar al día siguiente de qué muerte debía morir, porque yo aún no veía la posibilidad de vivir; me alejé del mar algo más de unas doscientas yardas para ver si podía encontrar agua dulce para beber, como encontré, con gran júbilo; y después de beber y de haberme metido en la boca un poco de tabaco para acallar el hambre, fui hacia el árbol y, habiéndome encaramado en él, procuré ponerme de modo que, si me dormía, no pudiera caerme; y habiéndome desgajado una rama corta, a modo de garrote, para mí defensa, me aposenté en mi lugar, y con el enorme cansancio que tenía, me dormí profundamente, y dormí tan apaciblemente como creo yo que pocos hubieran podido hacerlo en mi caso, encontrándome al despertar más repuesto de lo que creo que jamás me habría sentido en una ocasión así.
Cuando desperté era ya pleno día, el tiempo despejado y la tormenta apaciguada, con lo que el mar no estaba enfurecido y alborotado como antes; pero lo que más me sorprendió fue que el barco, durante la noche, se había liberado del banco de arena donde encalló, con la subida de la marea, y había sido arrastrado casi hasta la roca que antes mencioné, y que me había dejado tan malparado cuando me estrellé contra ella; y como distaba alrededor de una milla de la playa en la que yo estaba, y el barco parecía poder mantenerse a flote aún, quise subir a bordo para, al menos, salvar lo más necesario para mi uso.
Cuando bajé del árbol en que me había instalado, miré de nuevo a mi alrededor y lo primero que descubrí fue el bote, que, al parecer, el viento y el mar habían arrojado a tierra, a unas dos millas a mi derecha. Eché a andar por la playa lo más lejos que pude, para hacerme con el bote, pero resultó que me separaba de él un brazo de mar o recodo de la costa que tenía una media milla de ancho, y así, por el momento, volví atrás, estando más interesado en llegar hasta el barco, donde esperaba encontrar algo de que servirme para mi sustento inmediato.
Poco después del mediodía vi que el mar estaba tan calmado y que la marea había bajado tanto, que podía acercarme hasta a un cuarto de milla del barco; y en este punto sentí renovarse mi pesadumbre porque vi con toda evidencia que si hubiéramos seguido a bordo nos hubiésemos salvado todos, es decir, que todos hubiéramos llegado sanos y salvos a tierra y que yo no estaría ahora en esta situación tan lastimosa de verme desprovisto de toda ayuda y compañía, como me hallaba; esto hizo brotar de nuevo lágrimas de mis ojos, pero como éstas de poco me servían, decidí si era posible, llegar hasta el barco, y así me despojé de mis ropas, ya que el tiempo era extraordinariamente caluroso, y me metí en el agua, pero cuando llegué al barco, la dificultad fue aún mayor para saber cómo subir a bordo, porque al estar encallado se levantaba mucho del nivel del agua, y no tenía nada a mi alcance para agarrarme. Nadando le di la vuelta por dos veces, y la segunda descubrí un pequeño cabo de cuerda, que me extrañó no haber visto la otra vez, colgando de las cadenas de proa, tan bajo que con gran dificultad logré asirlo, y con la ayuda de esta cuerda trepé hasta el castillo de proa del barco. Allí vi que el barco hacía agua y que tenía no poca agua en la bodega, pero que se hallaba tan inclinado sobre un banco de arena dura, o mejor dicho, de tierra, que la popa se levantaba por encima del barco, mientras que la proa bajaba casi hasta el nivel del agua; debido a esto la parte trasera quedaba libre, y todo lo que había en esta parte estaba seco; porque el lector puede estar seguro de que lo primero que hice fue averiguar y ver qué es lo que se había estropeado y qué lo que seguía intacto; y en primer lugar descubrí que todas las provisiones del barco estaban secas y habían sido respetadas por el agua, y sintiéndome muy bien dispuesto para comer, fui hacia el pañol del pan y me llené los bolsillos de galletas, que iba comiéndome mientras me ocupaba de otras cosas, porque no tenía tiempo de perder; en el camarote grande encontré también ron, del que bebí un largo trago, que verdaderamente necesitaba no poco para animarme dado lo que aún me esperaba. Ahora lo único que quería era un bote para proveerme de muchas cosas que preveía me serían muy necesarias.
Era inútil quedarse allí quieto soñando con lo que no se podía conseguir, y esta urgencia me aguzó el ingenio. Llevábamos en el barco varias vergas de repuesto, y dos o tres grandes palos de madera y dos o tres masteleros también de repuesto; me decidí a poner manos a la obra y eché por la borda tantas de estas piezas como pude manejar por su peso, atándolas todas con una cuerda, a fin de que no pudiesen separarse; una vez hecho esto, bajé por el costado del barco, y tirando de ellas hacia mí até cuatro de ellas por las dos puntas, lo mejor que pude, en forma de balsa, y cruzando encima dos o tres tablas cortas, vi que podía andar perfectamente sobre la balsa,aunque no resistiría mucho peso, ya que las piezas eran demasiado ligeras; volví, pues, a mi trabajo , y con la ayuda de la sierra de carpintero, corté en tres, a lo largo, uno de los masteleros, y añadí los tres pedazos a mi balsa, no sin grandes penas y fatigas; pero la esperanza de proveerme de lo que necesitaba me animaba a hacer más de lo que hubiera sido capaz de hacer en otra ocasión.
Mi balsa era ya lo bastante sólida como para transportar cualquier peso razonable; luego, mi preocupación fue pensar en qué es lo que cargaría en ella, y cómo lo preservaría de la resaca del mar, aunque no dediqué mucho tiempo a reflexionar sobre esto. Primero puse todos los tablones o maderas que encontré, y habiendo considerado bien qué es lo que más necesitaba, primero cogí tres baúles de marineros, que había descerrajado y vaciado, y los bajé a la balsa; el primero lo llené de provisiones, es decir, pan, arroz, tres quesos de Holanda, cinco pedazos de carne seca de cabra que era lo que solíamos comer a bordo, y unos escasos restos de trigo europeo que habían sido dejados de lado por unas cuantas gallinas que habíamos embarcado con nosotros, pero las gallinas estaban muertas; llevábamos también cierta cantidad de cebada y de trigo candeal, todo mezclado, pero con gran decepción mía, después descubrí que las ratas se lo habían comido o lo habían echado a perder todo; en cuanto a los licores, encontré varias cajas de botellas pertenecientes a nuestro capitán, en las que había varios cordiales y, en total, unos cinco o seis galones de rack, éstas las coloqué aparte,

La metamorfosis. Texto completo, Kafka

Franz Kafka - Metamorfosis (Texto completo)

jueves, 9 de febrero de 2012

Cándido, Voltaire.

De cómo Cándido fue educado en un hermoso castillo y de qué manera fue expulsado de éste
CAPITULO I

Había en Westfalia, en el castillo del señor barón de Thunderten-tronck, un joven a quien su naturaleza había dotado de hábitos modestos y encantadores. Su rostro dejaba adivinar su alma. Quizá por eso y porque hacía gala de un juicio recto y de un espíritu simple, se le llamaba Cándido. Los viejos criados de la casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón y de un honesto y bonachón gentilhombre de la vecindad, a quien esta dama no había querido desposar porque el pobre no había podido demostrar en su haber nada más que sesenta y una aldeas, habiendo perdido asimismo el control de su árbol genealógico, por el correr inevitable del tiempo.
El señor barón era uno de los caballeros más poderosos de la Westfalia porque su castillo tenía una puerta y ventanas. Además, su salón estaba adornado con tapicerías. Todos los perros de sus corrales componían una jauría, en caso de necesidad; sus palafreneros hacían de picadores y el vicario de la aldea era su gran limosnero. Lo llamaban monseñor y todos reían cuando contaba cuentos.
La señora baronesa, que pesaba casi trescientas cincuenta libras, gozaba en toda la vecindad de una gran consideración y hacía los honores de la casa con una dignidad que la hacía aún más respetable. Su hija Cunegunda, de diecisiete años, era coloradota, fresca, gruesa y muy apetecible. El hijo del barón era en un todo digno de su padre. El preceptor Pangloss, oráculo de la casa, daba sus clases y el pequeño Cándido lo escuchaba con una bueno fe acorde con su edad y carácter.
Pangloss enseñaba la metafisicoteologocosmolonigología. Probaba admirablemente que no existe efecto sin causa y que en este maravilloso mundo el más bello de los castillos era el del señor barón, y la señora, la mejor baronesa entre mil.

Cándido escuchaba atentamente y creía todo a pies juntillas porque encontraba que la señorita Cunegunda era bellísima, aunque jamás osó manifestárselo. A veces llegaba a la conclusión de que teniendo la dicha de haber nacido barón de Thunder-ten-tronck, el segundo grado de felicidad debía ser la señorita Cunegunda; el tercero, verla todos los días, y el cuarto, escuchar a su maestro Pangloss, el más grande filósofo de la provincia y, como consecuencia, del mundo entero.
Un día, Cunegunda paseaba cerca del castillo, en el bosque que hacía las veces de parque, cuando vio entre la maleza al doctor Pangloss, dándole una lección de física experimental a la camarera de su madre, que era una morena muy bonita y un tanto dócil. Como la señorita Cunegunda tenía una disposición especialísima hacia todas las ciencias, observó, sin rechistar, las reiteradas experiencias de las que era testigo; fue allí donde vio claramente la razón suficiente del doctor, los efectos y las causas, retirándose agitadísima, pensativa, deseosa de aprender y considerando la posibilidad de ser ella la razón suficiente del joven Cándido y viceversa.
Al encontrarse con Cándido al volver del castillo, se sonrojó violentamente; Cándido enrojeció también; ella le dio los buenos días con voz entrecortada y Cándido le empezó a hablar sin saber a ciencia cierta lo que le decía. Al día siguiente, después de almorzar, se encontraron detrás de un biombo, dejando caer Cunegunda su pañuelo y recogiéndoselo Cándido. Ella le tomó la mano, el joven besó la suya inocentemente, pero con una vivacidad, una sensibilidad y una gracia particularísimas; sus bocas se encontraron, sus ojos se inflamaron, sus rodillas flaquearon y las manos se les entorpecieron. El señor barón de Thunder-ten-tronck, que pasaba cerca, viendo esta causa y ese efecto, expulsó a Cándido del castillo. Cunegunda se desvaneció y fue socorrida por la señora baronesa, quedando todo el mundo consternado por los acontecimientos en el más bello y agradable de los castillos.



Voltaire, Cándido, págs 11-13. Seleccionado por Olga Domínguez Martín, segundo de Bachillerato, curso 2011-2012.