lunes, 7 de marzo de 2016

La isla del tesoro, Robert L. Stevenson

Capítulo XIX
La guarnición de la empalizada

(Jim Hawkins renauda la narración)

     Tan pronto como Ben Gunn vio la bandera, se paró, me detuvo, cogiéndome del brazo, y se sentó.
     Mira -dijo-, seguro que ésos son tus amigos.
     Mucho más fácil es que sean los amotinados -contesté. 
    ¡Ca! -exclamó-. Fíjate que en un sitio como éste, donde no viene nadie, como no sean caballeros de fortuna, Silver hubiera izado la Jolly Roger, puedes estar seguro. No, ésos son los tuyos. Ha habido refriega, además, y me figuro que han llevado la mejor parte; y aquí están en tierra, en la vieja estacada que hizo Flint hace ya muchos años. ¡Ese Flint sí que era un hombre con cabeza! Quitando el ron, nunca se vio quien pudiera ponerse a su altura. No tenía miedo de nadie; no sabía lo que era el miedo, a no ser de Silver...; Silver era tan cortés y taimado...
    Bueno -contesté, puede ser, y ojalá que así sea. Razón de más para que me dé prisa y me una enseguida a los míos.
     No, compañero -replicó Ben-, no hagas eso. Tú eres un buen chico, si no me engaño; pero un chico nada más, después de todo. Ben Gunn se va a largar. Ni por ron se metería allá dentro, donde tú vas; no, ni siquiera por ron, hasta que yo vea a tu caballero y se comprometa, con su palabra de honor. Y no te olvides de mis palabras: «Muchísima más», eso es lo que le tienes que decir, «muchísima más confianza». Y entonces le pellizcas.
     Y me pellizcó por tercera vez con el mismo aire de perspicaz marrullería.
    Y cuando se necesite a ben Gunn, ya sabes dónde encontrarlo, Jim. En el mismo lugar en que lo encontraste hoy. Y el que venga ha de traer algo blanco en la mano y tiene que venir solo. ¡Ah! Y has de decir esto:«Ben Gunn», les dices, «tiene sus razones».
     Bueno -le dije-, me parece que entiendo. Tienes algo que proponer y quieres ver al squire o al doctor y pueden hallarte donde yo te encontré. ¿Algo más?
     Y, ¿cuándo?, me dirás -añadió-. Pues desde mediodía hasta los seis toques.
     Muy bien -dije-, ¿puedo irme ahora?
    ¿No se te olvidará? -me preguntó, preocupado-. «Muchísima más» y «tiene sus razones», les dices. Razones suyas: ése es el principal estay, de hombre a hombre. Bueno ,pues entonces -continuó, sin soltarme todavía-, me parece que te puedes ir. Y Jim, si te encontraras con Silver, ¿no traicionarías a Ben Gunn? ¿No te harían cantar con la tortura? No, me dirás. Y si esas piratas acampan en tierra, Jim, ¿qué dirías tú si hubiera viudas por la mañana?
     Al llegar allí lo interrumpió una fuerte detonación, y una bala de cañón, abriéndose paso por entre los árboles, se hundió en la arena a menos de cien varas de donde estábamos hablando. Un momento después los dos corrimos en direcciones opuestas.
     Durante una hora larga frecuentes detonaciones hicieron trepidar la isla, y las balas siguieron pasando con grandes chasquidos por entre el boscaje. Fui corriendo de un escondite a otro, perseguido siempre, o tal vez me parecía a mí, por aquellos aterradores proyectiles. Pero hacia el final del bombardeo empecé a recobrar ciertos ánimos, aunque todavía no osaba aventurarme en dirección a la estacada, donde las balas caían con más frecuencia. Dando un gran rodeo hacia el este, fui bajando cautelosamente por entre el arbolado de la costa.

Robert L. Stevenson, La isla del tesoro, Barcelona, Vicens Vives, Aula de Literatura, 2006, págs. 145-147
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez, Primero de Bachillerato, curso 2015-2016.

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