lunes, 7 de marzo de 2016

La llamada de lo salvaje, Jack London

                                                    Capítulo IV
                                         El que se ganó la supremacía

-¿Eh ?¿Que te decía yo? No me equivoqué cuando dije que ese Buck es dos veces demonio.
Eso es lo que decía François a la mañana siguiente cuando descubrió que Spitz había desaparecido y que Buck estaba cubierto de heridas. Lo acercó al fuego y, a su luz, iba señalándoselas.
-Ese Spitz pelea como un demonio -dijo Perrault, mientras examinaba los desgarrones y las heridas abiertas.
-Y ese Buck pelea como dos demonios- fue la respuesta de François-. Y ahora sí que avanzaremos. Acabado Spitz, acabados los problemas, seguro.
Mientras Perrault recogía el equipo de campamento y lo cargaba en el trineo, el perrero procedió a poner los arreos a los perros. Buck fue hacia el lugar que habría ocupado Spitz como perro-guía; pero François, sin prestarle atención alguna, condujo a Sol-leks furiosamente, haciéndolo retroceder y colocándose en su lugar.
-¡Eh, eh!- gritó alegremente François, dándose unas palmadas en el muslo-. Mira a ese Buck. Mató a Spitz y ahora cree que puede ocupar su puesto- y, dirigiéndose al perro, le gritó-: ¡Largo de ahí, chucho!
    Pero Buck se negó a moverse. Entonces François agarró a Buck por el pescuezo y, aunque el perro gruñía amenazadoramente, se lo llevó a rastras hacia un lado y colocó de nuevo a Sol-leks a la cabeza. Al viejo perro no le gustó nada aquello, y mostró claramente que temía a Buck. François era terco, pero, en cuanto se daba la vuelta, Buck volvía a empujar a Sol-leks, que en modo algunose oponía al cambio.
     François estaba hecho una furia.
-¡Por Dios que ahora te vas a enterar!- gritó al volver con un grueso garrote en la mano.
    Buck recordó al hombre de suéter rojo y se retiró lentamente; y tampoco intentó desplazar a Sol-leks cuando lo volvieron a colocar en cabeza. Pero empezó a dar vueltas fuera del alcance del garrote, gruñendo con rencor y rabia; y mientras daba vueltas, no perdía de vista el garrote para poder esquivarlo en caso de que François se lo tirara, pues se había vuelto prudente en materia de garrotes.

     Jack London, La llamada de lo salvaje, Barcelona, 1998, pág. 154.
     Seleccionado por Jennifer Garrido Gutiérrez, Primero de Bacillerato, curso 2015-2016.

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