Aquellos años que siguieron a la muerte de Joselito y la retirada de Juan Belmonte fueron los peores que ha conocido el toreo. La plaza había sido dominada por dos figuras que, en su propio arte -sin olvidar, por supuesto, que se trata de un arte efímero y, por tanto, menor- fueron comparables a Velázquez y a Goya o, en literatura, a Cervantes y a Lope de Vega; porque, aunque nunca me ha gustado Lope, tiene la reputación necesaria para establecer la comparación. Y cuando desaparecieron fue como si, en la literatura inglesa, Shakespeare hubiese muerto de repente, Marlowe se hubiera retirado y se hubiera dejado el campo libre a Ronald Firbank, que escribía muy bien, pero que, digámoslo, era un especialista.
Manuel Granero, de Valencia, fue el único torero en quien la afición tenía una gran confianza. Era uno de aquellos tres muchachos que, contando con dinero y protección, entraron en la carrera del toreo con los mejores medios de educación mecánica y de instrucción, practicando con vacas de las fincas de los alrededores de Salamanca.Granero no llevaba en sus venas sangre de torero y sus parientes más cercanos querían que fuese violinista; pero tenía un tío ambicioso y talento natural para la lidia, así como un gran valor; era el mejor de los tres.
Los otros dos eran Manuel Jiménez , llamado Chicuelo, y Juan Luis de La Rosa.
Ernest Hemingway, Muerte en la tarde "Capítulo 8", edit. Debolsillo. Seleccionado por Sara Isabel Miranda Hernández, segundo de Bachillerato, curso 2012/2013.
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