viernes, 25 de enero de 2013

La flecha negra, Robert Luis Stevenson.

Sir Daniel paseábase encolerizado ante la lumbre de la sala, en espera de la llegada de Dick. Nadie más había en el estancia, a excepción de sir Oliverio, y aun éste hallábase discretamente sentado de espaldas, hojeando su breviario y musitando.
-¿Me habéis mandado llamar, sir Daniel? -preguntó el joven Shelton.
-En efecto, te he mandado llamar -respondió el caballero-. Porque... ¿qué es lo que ha llegado a mis oídos? ¿Tan mal tutor he sido para ti, que te apresuras a difamarme? ¿O acaso porque me ves, por esta vez, algo derrotado, piensas abandonar mi partido? ¡Por la misa, que no era así tu padre! Si al lado de alguien estaba, allí permanecía contra viento y marea. Pero tú, Dick, paréceme que eres mi amigo de los días bonancibles solamente y bucas ahora el medio de desembarazarte de tu fidelidad.
-Permitidme, sir Daniel: eso no es cierto -repuso Dick con firmeza-. Soy agradecido y allí donde son debidas mi gratitud y fidelidad. Y antes de proseguir he de daros las gracias a vos y a sir Oliverio; los dos tenéis derechos sobre mí...; nadie con más derechos que vos, y sería un ser despreciable si lo olvidase.
-Bien está -dijo sir Daniel, y luego, montando en cólera, exclamó-: Pero gratitud y fidelidad no son más que palabras, Dick Shelton; yo quiero hechos.

Robert Luis Stevenson, La flecha negra, seleccionado por Esther Hernández Calvo, segundo de Bachillerato, curso 2012/2013. 

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