lunes, 28 de octubre de 2013

Cuentos II, Edgar Allan Poe

EL ALCE 

       Con frecuencia se ha opuesto el escenario natural de Norteamérica, tanto en sus líneas generales como en sus detalles, al paisaje del Viejo Mundo -en especial de Europa-, y no ha sido más profundo el entusiasmo que mayor la disensión entre los defensores de cada parte. No es probable que la discusión se cierre pronto, pues aunque se ha dicho mucho por ambos lados, aun queda por decir un mundo de cosas.
       Los turistas ingleses más distinguidos que han intentado una comparación, parecen considerar nuestro litoral norte y este, comparativamente hablando, así como todo el de Norteamérica o, por lo menos, el de Estados Unidos, digno de consideración. Poco dicen, porque han visto menos, del magnífico paisaje de algunos de nuestros distrititos occidentales y meridionales -del dilatado valle de Luisiana, por ejemplo-, realización del más exaltado sueño del paraíso. En se mayor parte estos viajeros se conformancon una apresurada inspección de los lugares más espectáculares de la zona: el Hudson, el Niágara, las Catskills, Harper's Ferry, los lagos de Nueva York, las praderas y el Mississippi. Son estos, en verdad, objetos muy dignos de contemplación, aun para aquel a las encastilladas riberas del Rin, o ha errado

Junto al azul torrente del Ródano veloz


Edgar Allan Poe, Cuentos II. Capítulo décimo, "El Alce", Alianza Editorial, Madrid, 1970, páginas  186-187.
Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín, segundo de bachillerato, curso 2013-2014

Romeo y Julieta, William Shakespeare

       ROMEO. Si lo haré, a fe. Voy a examinar este rostro: ¡el pariente de Mercurio, el noble conde Paris! ¿Qué dijo mi criado mientras mi agitada alma no le hacía caso cuando cabalgábamos? Creo que me dijo que Paris se había de casar con Julieta: ¿lo dijo, o no? ¿Lo he soñado? ¿O estoy loco, al oírle hablar de Julieta, pensando que era así? ¿Ah, dame la mano, tú, inscrito conmigo en el triste libro de la desgracia! Te enterraré en tumba de triunfo: ¿tumba? Ah no, un faro, joven sucumbido; pues aquí yace Julieta, y su belleza hace que esta bóveda sea una festiva aparición llena de luz. Muerte, yace aquí, enterrada por un muerto. (Pone a Paris en la tumba.) ¡Cuántas veces los hombres en punto de muerte se sienten alegres! Sus guardianes suelen llamarlo en relámpago antes de la muerte: ¡ah! ¿Cómo puedo llamarlo el relámpago? ¡Ah mi amor, mi esposa! La muerte que ha libado la miel de tu aliento, no ha tenido poder sobre tu belleza: no estás vencida; aún la enseñanza de la belleza es carmesí en tus labios y tus mejillas, sin que haya avanzado hasta allí la pálida bandera de la muerte. Tebaldo, ¿yaces ahí tu en tu sangriento sudario? ¡Ah! ¿Qué más favor puedo hacerte, sino, con esta mano que quebró en dos tu juventud, romper la de quien fue tu enemigo? ¡Perdóname primo! Querida Julieta, ¿por qué sigues siendo tan bella? ¿He  de creer que el incorpóreo genio de la Muerte esté enamorado, y que ese flaco monstruo aborrecido te guarde aquí en lo oscuro para que seas su amante?  Por miedo de eso,  quiero quedarme siempre contigo, sin volver jamás a marchar de este palacio de noche sombría: aquí, aquí, me he de quedar con gusanos que son tus camareras: ah, aquí pondré mi descanso eterno, y sacudiré el yugo de las estrellas enemigas quitándolo de esta carne harta del mundo. ¡Ojos, mirad por última vez! ¡Brazos dad vuestro último abrazo! ¡Y vosotros, labios, puertas del aliento, sellad con legítimo beso una concesión sin término a la muerte rapaz! Vamos, amargo conductor, vamos, repugnante guía! ¡Piloto desesperado, estrella contra las destructoras rocas tu barca fatigada y mareada! ¡Brindo por mi amor! (Bebe) ¡Ah veraz boticario! Tu droga es rápida: así muero con un beso. (Muere.)


William Shakespeare, Romeo y Julieta, Acto V, ed. Planeta, col. Clásicos Universales Planeta, Barcelona, 1981, pag 89-90. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

La línea de sombra, Joseph Conrad

Capítulo IV

Se hallaba colocado en tal forma que inmediatamente vi que no estaba cerrado. Al cogerlo y volverlo entre mis manos comprobé que estaba dirigido a mí. Contenía medio pliego de papel, que desdoblé con la extraña sensación de encontrarme en presencia de un hecho singular, pero sin experimentar más asombro que el que producen las cosas extraordinarias en un sueño.
       La carta comenzaba: << Mi querido capitán >>, pero, antes de leerla, mis ojos buscaron la firma. Era la firma del doctor. La fecha, la que el día en que, regresamos de visitar al señor Burns en el hospital, encontré al excelente doctor esperándome en aquella misma habitación, para decirme que había pasado revista al botiquín. Curioso. Al tiempo que esperaba mi regreso de un momento a otro, se había divertido escribiéndome una carta que, al oírme llegar, se había apresurado a meter en aquel cajón. Procedimiento verdaderamente increíble. Recorrí con asombro el contenido de la carta.
       Con una letra grande, rápida, pero legible, aquel hombre excelente, por una razón cualquiera, ya por amistad, ya -más verosímilmente- empujado por el irresistible deseo de expresar una opinión con la que no había querido antes matar mis ilusiones, me aconsejaba que no contase demasiado con los efectos benéficos de un cambio, una vez en el mar.
       << No he querido aumentar sus preocupaciones desanimándole >>, me decía. << Hablando como médico, temo que sus dificultades no hayan llegado a su término. >>
       En resumen, según su parecer, debía preverse un probable retorno de la fiebre tropical. Afortunadamente, tenía una buena provisión de quinina. En ella debía poner toda mi confianza, administrándola con perseverancia; y de seguro el estado sanitario del barco no dejaría de mejorar.
       Doblé la carta y la guardé en mi bolsillo. Ransome llevó dos fuertes dosis de quinina a los hombres que se hallaban a proa. En cuanto a mí, no subí en seguida a cubierta. Fui a la puerta del camarote del señor Burns, y le comuniqué la noticia.
       Es imposible decir el efecto que le produjeron. En un principio creí que había perdido el uso de la palabra. Su cabeza estaba hundida en la almohada. No obstante, movió los labios lo suficiente para asegurarme que recuperaba sus fuerzas, cosa increíble a poco que se mirase su rostro.
       Por la tarde hice mi cuarto de guardia como de costumbre. Una calma chica envolvía el barco y parecía mantenerlo inmóvil en una llameante atmósfera compuesta de dos tonos de azul. Ráfagas breves y calientes caían sin fuerza de lo alto de las velas. A pesar de todo, el barco avanzaba. Había debido avanzar, pues en el momento de la puesta del sol pasamos frente al cabo Liant y al poco tiempo lo dejábamos atrás: siniestra forma fugitiva bajo las últimas luces del crepúsculo.



       Joseph Conrad, La línea de sombra, capítulo IV, Catedra, Coleción Letras Universales, páginas 148-149.
       Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, Segundo de Bachillerato, Curso 2013/2014

lunes, 21 de octubre de 2013

La metamorfosis, Kafka_Franz

       Cuando una mañana Gregor Samsa despertó de sueños intranquilos se encontró en su cama transformado en un enorme insecto. Estaba tumbado sobre su espalda, dura como un caparazón, y al levantar un poco la cabeza veía su vientre abombado, marrón, dividido por segmentos rígidos arqueados, sobre los cuales la manta, dispuesta a escurrirse del todo, apenas se podía mantener. Sus numerosas patas, penosamente delgadas en comparación con el resto del cuerpo, vibraban desvalidas delante de sus ojos.
      "¿Qué ha ocurrido conmigo?", pensó. Aquello no era un sueño. Su habitación, una habitación humana normal, tal vez un poco pequeña, seguía allí tranquilamente entre las cuatro paredes de siempre. Por encima de la mesa, sobre la que estaba extendida un muestrario de paños desempaquetados-Samsa era viajante-, colgaba el retrato que había recortado hacía poco de una revista y colgado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama que, provista de un sombrero de piel y una boa el mismo material, estaba sentada muy derecha alzando hacia el espectador un pesado manguito, también de piel, donde había desaparecido por completo su antebrazo.
       La mirada de Gregor se dirigió entonces hacía la ventana, y el tiempo desapacible -se oían golpear gotas de lluvia sobre la chapa la ventana- le puso muy melancólico."¿Y si siguiese durmiendo un rato y olvidase todas estas locuras?", pensó, pero eso era todo imposible, pues estaba acostumbrado a dormir sobre el lado derecho y en su actual estado no podía adoptar esa postura.





Franz Kafka, La metamorfosis. Capítulo 1,  Acento editorial , Madrid , 1998, páginas 5-6.
Seleccionado por: Laura Tovar García, curso segundo de bachillerato.

Cuentos de Navidad, Charles Dickens "Quinta estrofa: El final"

       ¡Era cierto! Y la columna era de su cama. La cama era la suya, la habitación era la suya. Pero lo mejor y lo más feliz de todo era que el tiempo que le quedaba era todo suyo, ¡para corregir su vida!
      -Viviré en el pasado, en e presente y ne el futuro- repetía Scrooge, al salir de la cama-. Los tres espíritus vivirán en mí. ¡Oh, Jacob Marley! ¡Benditosea el cielo, y la fiesta de Navidad, por todo esto! Lo digo de rodillas, viejo Jacob, de rodllas.
      Estaba tan agitado y tan ferviente debido a sus buenas intenciones que su voz cascada apenas si podía responder a sus deseos. Había estado llorando copiosamente, en su lucha con el espíritu y su rostro estaba húmedo.
      -¡No me las han quitado!- gritó Scrooge, agarrando con sus brazos una de las cortinas de su cama-. ¡No me las han quitado, con anillas y todo! Están aqui; Las sombras de lo que hubiera ocurrido han desaparecido. Y así permanecerán ¡Seguro que nunca volverán a aparecer!
Sus manos se ocupaban en coger la ropa, dándole la vuelta, poniendo todo boca abajo, desgarrándola, poniéndosela mal, haciendo de ella el cómplice de todo tipo de extravagancias.
      -¡No sé lo que estoy haciendo!- gritó Scrooge, riendo y llorando al mismo tiempo, convertido gracias a sus medias, en un perfecto Laoconte-. Me siento tan ligero como una pluma, tan feliz como un ángel, tan alegre como un estudiante. Y estoytan aturdido como un borracho. ¡Feliz Navidad a todos! ¡Feliz año nuevo al mundo entero! ¡Hola! ¡Viva! ¡Hola!
Había entrado, a saltos, en la sala y se encontraba alli en pie, resoplando perfectamente.
      -¡Aquí está la cacerola de las gachas!- gritó Scrooge, comenzando de nuevo sus cabriolas y dando saltos alrededor de la chimenea-. ¡Esa es la puerta por donde entró el espectro de Jacob Marley! ¡En ese rincón estaba sentado el espectro de las Navidades actuales! ¡Esa es la ventana por dnde vi todos aquellos espíritus revoloteando! Todo es cierto. Todo es verdad. Todo ha sucedido. ¡Ja, ja, ja!
      ¡En verdad, para alguien que no lo había practicado durante tantos años, resultó una risa espléndida, una risa ilustre, la madre de una larga descendencia de risotadas brillantes!
      Fue interrumpido en sus transportes de alegría por el sonido de las campanas, con los repiques más alegres que jamás hubiera oído. ¡Tin, ton! ¡Tin, ton! ¡Tin, ton! ¡Tin, ton! ¡Oh! ¡Que maravilla! ¡Que maravilla!
      Corriendo hacia la ventana llegó a ella, la abrió y sacó la cabeza. No había niebla ni bruma; el tiempo era claro, brillante, jubiloso, punzante, frio, pidiendo a la sangre que bullera, dorada luz de sol, cielo celestial, culce aire fresco, campanas alegres, ¡Oh! ¡Glorioso todo! ¡Glorioso!


Charles Dickens, Cuentos de Navidad, Quinta estrofa, León, Evergráficas,2005, páginas 91-92.
Seleccionado por: Adrián Hernández García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014

Germinal, Zola_Émile

       En la llanura lisa, bajo la noche sin estrellas, de una oscuridad y un espesor de tinta, un hombre avanzaba solo por la carretera de Marchiennes a Montsou, diez kilómetros de empedrado que cortaba todo recto a través de los campos de remolacha. Delante de él no veía siquiera el suelo negro ni tenía la sensación del inmenso horizonte llano más que por el soplo del viento de marzo, ráfagas amplias como las que se producen sobre un mar, heladas por haber barrido leguas de marismas y de tierras desnudas. Ninguna sombra de árbol manchaba el cielo, el empedrado se extendía con la rectitud de una escollera, en medio de la bruma cegadora de las tinieblas.
       El hombre había salido de Marchiennes hacia las dos. Caminaba con paso largo, tiritando bajo el delgado algodón de su chaqueta y de su pantalón de veludillo. Anudado en un pañuelo de cuadros, un paquete pequeño le molestaba, y lo apretaba contra sus costados, ahora con un codo, luego con el otro, para meter hasta el fondo de sus bolsillos las dos manos a la vez, manos entumecidas que los latigazos del viento de Este hacían sangrar. Una sola idea llenaba su cabeza vacía de obrero sin trabajo y sin techo, la esperanza de que el frío sería menos vivo tras el alba. Hacía una hora que caminaba así cuando a la izquierda, a dos kilómetros de Montsou, divisó unas fogatas rojas, tras braseros ardiendo en pleno aire, y como colgados. Al principio vaciló, asaltado por el miedo; luego no pudo resistir a la necesidad dolorosa de calentarse un momento las manos.




     Émile Zola, Germinal. Parte primera, Alianza Editorial, Madrid, 2005, páginas 7-8.
     Seleccionado por: Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.




Cuentos de Canterbury. "Cuento de la mujer de Bath", Geoffrey Chaucer

       En los antiguos tiempos del rey Arturo, de quien los bretones hablan con gran reverencia, toda esta tierra se hallaba llena de huestes de hadas. La reina de ellas, con su alegre acompañamiento, danzaba muy a menudo en las verdes praderas. Tal era la creencia antigua, según he leído. Hablo de muchos cientos de años ha; mas ahora ya no puede ver nadie ningún hada, pues en estos tiempos la gran caridad y las oraciones de los mendicantes y otros santos frailes, que recorren todas las tierras y todos los ríos con tanta frecuencia como motas de polvo en el rayo de sol, bendiciendo salones, cámaras, cocinas, alcobas, ciudades, pueblos, castillos, altas torres, aldeas, granjas, establos y lecherías son causa de que no haya hadas. Porque allí donde acostumbraban pasear las hadas, va ahora el mendicante, mañana, y tarde, rezando sus maitines y sus santas preces mientras visita su demarcación. Pueden las mujeres caminar con seguridad en todas direcciones, por todos los matorrales, o bajo cualquier arboleda; que allí no hay otro ser sino el fraile, quien no les hará afrenta alguna.
       Sucedió, pues, que el rey Arturo alojaba en su mansión a un alegre caballero. Éste, cierto día, volviendo a caballo desde el río, vio a una muchacha que caminaba delante de él tan sola como había nacido. Y, asaltando a la doncella inmediatamente, y a pesar de todo cuanto ella hizo, la despojó de su virginidad a viva fuerza. Por cuya violación levantose tal clamor y tales instancias cerca del rey Arturo, que el caballero fue condenado a muerte según las leyes. En virtud de las reglas de entonces, hubiera perdido la cabeza si no fuese porque la reina y otras damas pidieron de tal modo gracia al rey, que éste, en aquel punto, perdonó al ofensor la vida, sometiéndole por completo a la voluntad de la reina, para que ella eligiera si quería salvarle o hacerle perecer.


Geoffrey Chaucer, Cuentos de Canterbury, ed. Planeta, col. Clásicos Universales Planeta, Barcelona, 1984, página 200. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.


Cartas de mi molino, Alphonse Daudet

       
 LAS NARANJAS.


En París, las naranjas tienen el desolado aspecto de los frutos caídos, recogidos bajo el árbol. En la época en que llegan, en pleno invierno lluvioso y frío, su deslumbrante cortezay su perfume, que se ve exagerado en estos países de sabores apagados, les dan un aspecto exótico, algo bohemio. En los atardeceres brumosos se extienden tristemente a lo largo de las aceras, apiladas en los carricoches ambulantes, al fulgor mortecino de un farolillo de papel rojo. Un grito monótono y agudo las escolta, perdido entre la circulación de los coches y el fragor de los ómnibus:
       "¡A dos perras la de Valencia!"
       Para las tres cuartas partes de los parisienses ese fruto cosechado lejos, trivial en su redondez, que no conserva del árbol más que un delgado rabillo verde, está estrechamente relacionado con las golosinas y dulces. El papel de seda que le envuelve y las fiestas en las que se le encuentra contribuyen a esta impresión. Al acercarse enero especialmente, los millares de naranjas diseminadas por las calles, todas esas cortezas arrastrándose en el barro de las cunetas, nos sugieren un gigantesco árbol de Navidad que hubiera sacudido sobre París sus ramas cargadas de frutos artificiales. No hay un solo rincón donde no se las encuentre. En las claras vitrinas de los escaparates, seleccionadas y colocadas en orden: en las puertas de las prisiones y hospicios, entre los paquetes de bizcochos y los montones de manzanas; a la entrada de los bailes y espectáculos domingueros. Y su exquisito perfume se mezcla con el olor a gas, el ruido de la charanga y el polvo de las banquetas del gallinero. Acabamos olvidando que son necesarios los naranjos para la producción de naranjas, ya que mientras que el fruto nos llega directamente de las regiones meridionales en remesas de cajas, el árbol, podado, transformado, disfrazado, del tibio invernadero en el que pasa el invierno, no hace más que una fugaz aparición al aire libre de los jardines públicos.
      

  Alphonse Daudet, Cartas a mi molino. Capítulo vigésimo primero, Las Naranjas, Editorial: Magisterio Español, Madrid, 1976, páginas  138-139.
Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín, curso segundo bachillerato

La Metamorfosis, Kafka_Franz

       La grave herida de Gregor, de la que tardó más de un mes en recuperarse -la manzana siguió incrustada en su carne como un recuerdo visible, ya que nadie se atrevía a retirarla-, parecía haber hecho recordar, incluso al padre, que Gregor era, a pesar de su triste y repugnante aspecto actual, un miembro de la familia a quien no se podía tratar como a un enemigo y que era el deber de la familia reprimir la repulsión y tener resignación, nada más que resignación.
       Y aunque Gregor había perdido a causa de su herida, y probablemente para siempre, parte de su movilidad y, de momento, necesitaba largos minutos para atravesar su habitación, como un viejo inválido     -trepar por la pared impensable-, obtuvo por este empeoramiento de su estado un compensación, según él, completamente suficiente, por el hecho de que siempre al anochecer la puerta del cuarto de estar, que él solía observar atentamente una o dos horas antes, se abría, de manera que, echado en la oscuridad de su habitación, podía escuchar sin ser visto, por así decirlo, con el permiso general, es decir, de una manera muy distinta de la de antes, a toda la familia que charlaba alrededor de la mesa iluminada.


Franz Kafka, La Metamorfosis. Capítulo 3, Acento Editorial, Madrid, 1998, páginas 66-67. Seleccionado por: Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.

Robinsón Crusoe. Capítulo 7, Daniel Defoe

CAPÍTULO VII

       Mientras que mi trigo crecía, hice un descubrimiento, que después me fue de mucha utilidad. Tan pronto como pasaron las lluvias y el tiempo comenzó a ser bueno, que fue hacia el mes de noviembre, hice una visita a mi casa de verano. Después de una ausencia de varios meses, lo encontré todo en el mismo estado que lo había dejado. No sólo se conservaba en buen estado la doble empalizada que había formado, sino que las estacas que había cortado de algunos árboles cercanos habían echado largas ramas, como habría podido suceder con los sauces que se hubiesen podado de nuevo. Ignoro el nombre de los árboles de donde había cortado las estacas. Sorprendido y encantado de ver la rapidez con que habían crecido aquellos jóvenes árboles, los podé lo mejor que me fue posible. Es difícil dar idea de su belleza al cabo de tres años: aunque el nuevo cercado tenía cerca de veinticinco varas de diámetro, aquellos árboles, pues ya podía darles este nombre, formaron pronto una sombra bastante espesa para guarecerme en ella durante las épocas de los calores.



Daniel Defoe, Aventuras De Robinsón Crusoe, Capítulo VII, Espasa Calpe S.A., Colección Austral, página 99. Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.




lunes, 14 de octubre de 2013

Germinal, Zola_Émile

       Eran ya las ocho cuando la Maheude apareció, con Estelle en su regazo y seguida por la chiquillería: Alzire, Henri y Lénore. Había ido directamente en busca de su hombre, sin temor a equivocarse. Cenarían más tarde, nadie tenía hambre, los estómagos estaban inundados de café e hinchados de cerveza. Llegaban otras mujeres y empezaron a cuchichear al ver entrar, detrás de la Maheude, a la Levaque, acompañada por Bouteloupm, que traía de la mano a Achille y a Desirée, los hijos de Philomène. Las dos vecinas parecían muy amigas, una se volvía y hablaba con la otra. Durante el camino habían tenido una explicación, la Maheude se había resignado al matrimonio de Zacharie, desolada por perder el sueldo de su hijo mayor mayor , pero convencida de la razón de que no podía conservarlo más tiempo a su lado sin ser injusta. Trataba, por tanto, de poner buena cara, con el corazón lleno de ansiedad, como ama de casa que se pregunta cómo llegar al final de la quincena, ahora que empezaba a írsele lo más claro de sus ingresos.
      -Ponte ahí, vecina-le dijo señalando una mesa cercana aquella en la que Maheu bebía con Étinnee y Pierron.
       -¿No está mi marido con vosotros? -preguntó la Levaque.
       Los compañeros le que volvería enseguida. Todo el mundo se apiñaba, Bouteloup, los críos, y, ante la concurrencia de bebedores, juntaron las dos mesas y pidieron unas jarras. Al ver a su madre y a sus hijos, Philomène se había decidido a acercarse. Aceptó una silla y pareció contenta al enterarse de que por fin la casaban; luego, cuando preguntaron por Zacharie, respondió con su voz blanda:
     -Estoy esperándole, anda por ahí.
     Maheu había cruzado una mirada con su mujer. ¿Consentía, por tanto, la boda? Se puso furioso y fumó en silencio. También a él le preocupaba el futuro, ante la ingratitud de aquellos hijos que irían casándose uno a uno y dejando a sus padres en la miseria.


Émile Zola, Germinal. Tercera parte,capítulo 1, Alianza Editorial, Madrid, 2005, páginas 182-183.
Seleccionado por: Laura Tovar García, curso segundo bachillerato

Anna Karenina, León Tolstói

 Primera Parte. Capítulo VI
       Las familias Lievin y Scherbatski, ambas de antiguo linaje aristocrático en Moscú, habían mantenido siempre excelentes relaciones, las cuales se hicieron aún más estrechas en la época en que Lievin y el joven príncipe Scherbastki, hermano de Dolli y Kiti, se preparaban para el examen de ingreso en la universidad y mientrats estudiaron la carrera en aquella docta institución. Por aquel tiempo, Lievin, que frecuentaba la casa de los Scherbatski, se enamoró de esa casa. Sí, por extraño que parezca, Konstantín Lievin estaba enamorado de la casa, de la familia, y, sobretodo, del elemento femenino de la familia Scherbastki. Como no podía recordar a su madre por haber ésta fallecido siendo él muy niño, y la única hermana que tenía era mayor que él, fue en aquella casa donde aprendió los hábitos honestos y cultivados de nuestra antigua aristocracia, y en donde halló de nuevo el ambiente de que le había privado la muerte de sus padres. Veía a todos los individuos de esa familia, sobre todo a las mujeres, a través de un velo poético y misterioso.



León Tolstoi, Anna Karenina, capítulo VI, ed. Catedra, col. Letras Universales, páginas 78-79, seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.