Aquella guerra había llegado hasta nosotros por el agua con tanto
sigilo, gradualmente, como las nubes que llenan en silencio el horizonte de
extremo a extremo. Pero no había estallado todavía. Sólo sus rumores
oprimían el corazón con esperanzas y temores contradictorios. Al
principio, se pensó que pronosticaba la caída del mundo civilizado; pero
pronto se vio que esa esperanza era vana. No; sería, como siempre, el fin
de la ternura, de la seguridad, de la temperancia; el fin de las esperanzas
del artista, del desinterés, de la alegría. Fuera de eso, todos los demás
rasgos de la condición humana se verían afirmados y acentuados. Tal vez,
sin embargo, surgía ya, por detrás de las apariencias, alguna verdad,
poraue la muerte eleva todas las tensiones y nos permite unas pocas
semiverdades menos que aquellas de que vivimos en épocas normales.
Eso era todo cuanto sabíamos hasta entonces de aquel dragón
desconocido divas garras se habían clavado ya en el resto del mundo.
¿Todo? Sí, sin duda una vez o dos el alto cielo se había inflamado con el
estigma de invisibles bombarderos, pero sus ruidos no habían podido
ahogar el zumbido familiar de las abejas isleñas, pues no había casa que
no poseyera algunas colmenas enjalbegadas. ¿Qué más? Una vez (esto
tenía ya un carácter más real) un submarino asomó su periscopio en la
bahía y vigiló la costa durante algunos minutos. Acaso nos vio mientras
nos bañábamos en la punta. Saludamos con la mano. Pero un periscopio
no tiene brazos para devolver el saludo. Tal vez en las playas norteñas se
había descubierto algo más extraño: un viejo lobo marino dormitando al sol
como un musulmán sobre su alfombra de oraciones. Pero también esto
tenía poco que ver con la guerra.
No obstante, todo comenzó a cobrar cierta realidad cuando el pequeño
caique enviado por Nessim irrumpió aquella noche en el oscuro muelle,
piloteado por tres marinos de as pecto hosco, armados con pistolas
automáticas. No eran griegos, aunque hablaban la lengua con agresiva
autoridad. Referían historias de ejércitos destrozados y de muertes por
congelación; aunque en un sentido era ya demasiado tarde, pues el vino
había obnubilado la conciencia de los viejos, y sus relatos, no encontrando
eco, se disipaban rápidamente. Pero a mí me impresionaron aquellos tres
especímenes de apergaminados rostros que venían de una civilización
desconocida que se llamaba guerra. Parecían sentirse incómodos en tan
buena compañía. La piel se veía tensa, como gastada, sobre los pómulos
sin afeitar. Fumaban con avidez, arrojando el humo azul por la boca y la
nariz como sibaritas. Cuando bostezaban, aquellos bostezos parecían
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nacer en el mismo escroto. Nos confiamos con recelo a su cuidado, pues
eran los primeros rostros hostiles que veíamos desde hacía mucho tiempo.
Lawrence Durrell, Cuarteto de Alejandría, file:///C:/Documents%20and%20Settings/alumno/Mis%20documentos/Downloads/durrell,_lawrence_-_el_cuarteto_de_alejandria_iv_-_clea.pdf. Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.
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