viernes, 15 de enero de 2016

El barón rampante, Italo Calvino

El modo en que los caracoles excitaban la macabra fantasía de nuestra hermana, nos empujó, a mi hermano y a mí, a una rebelión, que era, al mismo tiempo, de solidaridad con los pobres animales atormentados, de desagrado por el sabor de los caracoles cocidos y de exasperación por todos y todo, hasta el punto que no hay que sorprenderse que a partir de ese momento madurase Cósimo su gesto y todo lo que le siguió. Habíamos urdido un plan. Cuando el caballero abogado traía a casa un cesto lleno de caracoles comestibles, los metían en un tonel de la bodega, para que ayunaran, y comiendo sólo salvado se purgasen. Al desplazar la tapa de tablas de este tonel aparecía una especie de infierno, en el que los caracoles subían por las duelas con una lentitud que ya era un presagio de agonía, entre restos de salvado, estrías de opaca baba agrumada y coloreados excrementos, recuerdo de los buenos tiempos de las hierbas al aire libre. Algunos estaban fuera del caparazón, con la cabeza extendida y los cuernos separados, otros encogidos, dejando asomar solamente desconfiadas antenas, otros de tertulia como comadres, otros adormecidos y encerrados, otros muertos, vueltos al revés. Para salvarlos del encuentro con aquella siniestra cocinera, y para salvarnos a nosotros de sus opíparas comidas, practicamos un agujero en el fondo del tonel, y desde allí trazamos con briznas de hierba picada y miel, un camino lo más escondido posible, detrás de barriles y aparejos de la bodega, para incitar a los caracoles a la fuga, hasta un ventanuco que daba a un bancal inculto y lleno de maleza.

Calvino, El barón rampante, http://hermanotemblon.com/biblioteca/Literatura%20en%20General%20/Nabokov,%20Vladimir-Lolita.pdf. Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.

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