El modo en que los caracoles excitaban la macabra fantasía de nuestra hermana, nos
empujó, a mi hermano y a mí, a una rebelión, que era, al mismo tiempo, de solidaridad
con los pobres animales atormentados, de desagrado por el sabor de los caracoles
cocidos y de exasperación por todos y todo, hasta el punto que no hay que sorprenderse
que a partir de ese momento madurase Cósimo su gesto y todo lo que le siguió.
Habíamos urdido un plan. Cuando el caballero abogado traía a casa un cesto lleno de
caracoles comestibles, los metían en un tonel de la bodega, para que ayunaran, y
comiendo sólo salvado se purgasen. Al desplazar la tapa de tablas de este tonel aparecía
una especie de infierno, en el que los caracoles subían por las duelas con una lentitud
que ya era un presagio de agonía, entre restos de salvado, estrías de opaca baba
agrumada y coloreados excrementos, recuerdo de los buenos tiempos de las hierbas al
aire libre. Algunos estaban fuera del caparazón, con la cabeza extendida y los cuernos
separados, otros encogidos, dejando asomar solamente desconfiadas antenas, otros de
tertulia como comadres, otros adormecidos y encerrados, otros muertos, vueltos al revés.
Para salvarlos del encuentro con aquella siniestra cocinera, y para salvarnos a nosotros
de sus opíparas comidas, practicamos un agujero en el fondo del tonel, y desde allí
trazamos con briznas de hierba picada y miel, un camino lo más escondido posible, detrás
de barriles y aparejos de la bodega, para incitar a los caracoles a la fuga, hasta un
ventanuco que daba a un bancal inculto y lleno de maleza.
Calvino, El barón rampante, http://hermanotemblon.com/biblioteca/Literatura%20en%20General%20/Nabokov,%20Vladimir-Lolita.pdf. Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.
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