Claude corrió raudo a coger su caja de pinturas al pastel y una gran hoja de papel. Luego, acuclillado junto a su silla baja, posó sobre sus rodillas un cartapacio y se puso a dibujar con una gran felicidad pintada en el semblante, Toda su turbación, su curiosidad carnal, su deseo contra el que había lucha desembocaban en aquel deslumbramiento de artista, en aquel entusiasmo por la bellas tonalidades y los bien articulados músculos. Se habían olvidado ya de la muchacha y estaba bajo el hechizo de la nieve de los pechos, que resplandecían entre el delicado color ambarino de los hombros. Una modestia inquieta le empequeñecía ante la naturaleza, apretaba los codos, volviéndose un niño pequeño, muy prudente, atento y respetuoso. Esto duró cerca de un cuarto de hora, se detenía a veces, aguzaba la vista para ver mejor. Pero como temía que ella moviese, se volvía a poner manos a la obra, conteniendo la respiración, por temer a despertarla.
Sin embargo, comenzaban a rondarle de nuevo por la mente vagos razonamientos mientras estaba concentrado en el trabajo. ¿Quién podía ser? Seguro que una pordiosera no, como había creído, porque estaba demasiado lozana. Pero, ¿por qué razón le había contado una historia tan poco creíble? Y se imaginaba otras historias: que era una actriz debutante que había ido a parar a París con un amante, el cual la había plantado; o una pequeña burguesa corrompida por una amiga, que no se atrevía a volver a casa sus padres; o incluso, un drama más complicado, perversiones ingenuas y poco corrientes, cosas espantosas que nunca sabría. Tales hipótesis no hacían sino aumentar su incertidumbre, por lo que pasó al esbozo el rostro, estudiándolo cuidadosamente. La parte superior revelaba la gran bondad y dulzura, con la frente despejada, lisa como un espejo claro, la nariz pequeña, de finas aletas nerviosas; y bajo los párpados se percibía la mirada risueña, una mirada que debía de iluminar el rostro entero. Sólo la parte inferior estropeaba esta irradiación de ternura: la mandíbula era prominente, los labios demasiado carnosos de un color sangre, que mostraban unos dientes blancos y firmes. Era como una pasión imprevista, la pubertad rebosante de vida y que se ignoraba a sí misma en aquellas facciones esfumadas, de una delicadeza infantil.
Émile Zola, La obra, Barcelona, Penguin Clásicos, ed. 20, 2007, pág 65
Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016
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