Hace unos años —no importa
cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún
dinero en el bolsillo, y nada en particular que
me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar
un poco por ahí, para ver la parte acuática del
mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y
arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo
una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin
querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez
que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un
recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda
deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes,
entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a
la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y
la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada;
yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente
en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en
una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los
míos respecto al océano.
Ahí tenéis la ciudad insular de los Manhattos, ceñida en
torno por los muelles como las islas indias por los arrecifes de
coral: el comercio la rodea con su resaca. A derecha y a izquierda,
las calles os llevan al agua. Su extremo inferior es la Batería,
donde esa noble mole es bañada por olas y refrescada por brisas
que pocas horas antes no habían llegado a avistar tierra. Mirad
allí las turbas de contempladores del agua.
Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas de una
soñadora tarde de día sabático. Id desde Corlears Hook a Coenties
Slip, y desde allí, hacia el norte, por Whitehall. ¿Qué veis?
Apostados como silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad,
hay millares y millares de seres mortales absortos en ensueños
oceánicos. Unos apoyados contra las empalizadas; otros
sentados en las cabezas de los atracaderos; otros mirando por
encima de las amuradas de barcos arribados de la China; algunos,
en lo alto de los aparejos, como esforzándose por obtener
una visión aún mejor hacia la mar. Pero ésos son todos ellos
hombres de tierra; los días de entre semana, encerrados entre
tablas y yeso, atados a los mostradores, clavados a los bancos,
sujetos a los escritorios. Entonces ¿cómo es eso? ¿Dónde están
los campos verdes? ¿Qué hacen éstos aquí?
Melville, Moby Dick, Barcelona, Vicens Vives, ed. 9, pág. 89
Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.
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