II. De los principados hereditarios.
Dejaré a un lado la cuestión de las repúblicas por haber razonado extensamente sobre ellas en otro lugar. Atenderé solamente solamente al principado y, siguiendo el hilo de las distinciones anteriores, discutiré las formas en que estos principados se pueden gobernar y conservar.
Digo, pues, que en los Estados hereditarios y acostumbrados al linaje de su príncipe la dificultad de conservarlos es bastante menor en el caso de los nuevos, puesto que es suficiente con respetar el orden de sus antepasados y, por lo demás, adaptarse a los acontecimientos; de esta forma, si el príncipe en cuestión es de una habilidad normal, conservará siempre su Estado, a no ser que una fuerza extraordinaria y excesiva le prive de él. Incluso si es privado de él, lo recuperará a la mínima adversidad que sobrevenga al usurpador.
Italia nos proporciona un ejemplo de lo que digo: el duque de Ferrara no ha podido resistir los asaltos de los venecianos en 1484, como tampoco los del papa Julio en 1510, pero por causas distintas a la antigüedad de su autoridad. El príncipe natural tiene motivos y menos necesidad de causar agravios, de donde resulta que es más amado por sus súbditos, y, de no mediar vicios extraordinarios que lo hagan aborrecer, es lógico que sea aceptado y respetado de manera natural. Pues en la antigüedad y en la continuidad de su autoridad se olvidan los recuerdos y las causas de las innovaciones, en tanto que una mutación deja siempre puesta la base para la edificación de otra.
Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, Madrid, Alianza Editorial, página 38.
Seleccionado por Andrea Sánchez Clemente. Primero de Bachillerato. Curso 2016/2017
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