jueves, 15 de diciembre de 2016

Las Etiópicas, Heliodoro.

LIBRO SEGUNDO.
   Ésta era la situación de la isla, envuelta totalmente por el fuego. Teágenes y Cnemón, mientras hubo sol, no pudieron observar el incendio, pues la claridad del fuego se debilita durante el día, gracias a la Iluminosidad de los rayos de dios. Pero cuando el sol se puso y trajo la noche, el resplandor irresistible que cobraron las llamas pudo verse desde muy lejos. Entonces, animados por la noche, se asoman fuera de su escondite en la marisma y ven con manifiesta claridad la isla dominada por el fuego.
   -¡Ojalá quede hoy perdida mi vida! -dijo Teágenes, golpeándose la cabeza y mesándose los cabellos-.
Que se termine, que se dé suelta a todo: temores, peligros, cuidados, esperanzas, amores. Ya no existe Cariclea, Teágenes está perdido. En vano, inafortunado de mí, fui miedoso y emprendí cobarde huída, por salvarme para ti, dulzura mía. De seguro que no voy a sobrevivir, ahora que tú, queridísima yaces, no por la ley común de la naturaleza, ni, lo más terrible, tras haber abandonado la vida en brazos del ser que tú habrías querido, sino que has sido, ¡ay de mí!, pasto del fuego. ¡Éstas son las teas que por ti ha prendido la divinidad, en vez de las nupciales! ¡Se ha consumido la belleza nacida de los hombres, sin dejar, con la pérdida de su cadáver, ni una reliquia de su lozanía sin tacha! ¡Oh crueldad e indecible ojeriza divina! Hasta los postreros abrazos me ha quitado; de los últimos besos de un cuerpo sin alma me ha privado.
 




Heliodoro, Las Etiópicas, Madrid, EDITORIAL GREDOS S.A, Biblioteca básica Gredos. Página 52.
Seleccionado por Marta Talaván González, Primero de Bachillerato, curso 2016-2017.

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