No había más que hablar; su suerte estaba echada. Se escaparía de casa y emprendería una vida nueva. Empezaría a la mañana siguiente sin falta. Así que tenía que comenzar los preparativos. Reuniría todos sus recursos. Se acercó a un tronco podrido que había allí cerca y empezó a cavar debajo de un extremo con su navaja Barlow. Pronto chocó con madera que sonaba a hueco. Metió la mano allí y con voz solemne pronunció este conjuro:
-¡Lo que no ha venido aquí, que venga! ¡Lo que ya está aquí, que se quede!
Entonces raspó la suciedad, y dejó al descubierto una teja de madera de pino... la levantó y apareció un cofrecito muy bien hecho, con el fondo y los laterales de tejas de pino. Dentro había una canica. ¡Tom no salía de su asombro! Se rascó la cabeza, con aire perplejo y dijo:
-Vaya, ¡esto no hay quien lo entienda!
Luego tiró la canica malhumorado y se quedó reflexionando. La verdad es que les había fallado una superstición que él y todos sus compañeros siempre habían considerado infalible. Si entierras una canica diciendo unas palabras mágicas y no la tocas durante dos semanas y luego descubres el escondite con las miasmas palabras que habías pronunciado te encuentras allí juntas todas las canicas que se te hayan perdido, por muy lejos que estuvieran.
Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer, Madrid, Ed. castellana, Editorial Anaya, 1984, página 73 y 74. Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015.
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