Pero a la fotografía siguiente, es el delirio. Lanza un grito de gozo.
—¡Segovia! ¡Segovia! Yo he leído un libro sobre Segovia.
Agrega, con cierta nobleza:
—Señor, ya no recuerdo el nombre del autor. A veces tengo distracciones.
Na... No... Nod...
—Imposible —le digo vivamente —, está usted en Lavergne.
Lamento en seguida mis palabras; después de todo nunca me habló de este
método de lectura; ha de ser un delirio secreto. En efecto, queda desconcertado, y
se le hinchan los gruesos labios, con aire llorón. Luego baja la cabeza y mira unas
diez postales sin decir palabra.
Pero al cabo de treinta segundos, veo que un poderoso entusiasmo lo colma y
que va a reventar si no habla:
—Cuando termine mi instrucción (todavía calculo seis años más), me uniré, si
me lo permiten, a los estudiantes y profesores que hacen un crucero anual al
Cercano Oriente. Quisiera aclarar ciertos conocimientos —dice con unción— y
además, me gustaría que me sucedieran cosas inesperadas, nuevas, aventuras,
para decirlo de una vez.
Ha bajado la voz; tiene un gesto pícaro.
—¿Qué clase de aventuras?—le pregunto, asombrado.
—De todas clases, señor. Usted se equivoca de tren. Baja en una ciudad
desconocida. Pierde la valija, lo detienen por error, pasa la noche en la cárcel.
Señor, creo que la aventura puede definirse así: un acontecimiento que sale de lo
ordinario sin ser forzosamente extraordinario. Se habla de la magia de las
aventuras. ¿Le parece justa esta expresión? Quisiera hacerle una pregunta, señor.
—¿Qué?
Se ruboriza y sonríe.
—Tal vez sea indiscreta.
—No importa, diga.
Se inclina hacia mí y pregunta, con los ojos entrecerrados:
—¿Ha tenido usted muchas aventuras, señor?
Respondo maquinalmente:
—Algunas—, echándome hacia atrás, para evitar su aliento pestífero.
Sí, lo dije maquinalmente, sin pensarlo. En efecto, por lo general más bien me
enorgullezco de haber tenido tantas aventuras. Pero hoy, en cuanto pronuncio
estas palabras, siento una gran indignación contra mí mismo: me parece que
miento, que en mi vida he tenido la menor aventura, o mejor, ni siquiera sé qué
quiere decir esa palabra. Al mismo tiempo pesa sobre mis hombros el mismo
desaliento que me asaltó en Hanoi, hace cerca de cuatro años, cuando Mercier me
apremiaba para que me uniera a él, y yo, sin contestar, miraba fijo una estatuita
kmer. Y la IDEA, esa gran masa blanca que tanto me desagradó entonces, está ahí;
no había vuelto a verla durante estos cuatro años.
—¿Podría preguntarle...?—dice el Autodidacto.
¡Diantre! Que le cuente una de esas famosas aventuras. Pero ya no quiero
decir una palabra sobre el tema.
—Ahí —digo inclinado sobre sus hombros estrechos, y apoyando el dedo en
una foto—, ahí está Santillana, el pueblo más lindo de España.
—¿Santillana, el pueblo de Gil Blas? No creí que existiera. ¡Ah, señor, qué
provechosa es su conversación! Bien se ve que usted ha viajado.
J.P. Sartre, La náusea, http://www.infojur.ufsc.br/aires/arquivos/Jean%20Paul%20Sartre%20-%20La%20Nausea.pdf
Seleccionado por Daniel Carrasco Carril. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.
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