Capítulo I
Yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico Esto-y lo-otro-y-lo- de-más-allá (porque no pienso molestarlos todavía con todos mis títulos), que otrora, no hace mucho, fui conocido de mis parientes, amigos y colaboradores como "Claudio el Idiota", o "Ese Claudio", o "Claudio el Tartamudo" o "Cla-Cla-Claudio", o, cuando mucho, como "El pobre tío Claudio", voy a escribir (AÑO 41 d. De C) ahora esta extraña historia de mi vida. Comenzaré con mi niñez más temprana y seguiré año tras año, hasta llegar al fatídico momento del cambio en que, hace unos ocho años, a la edad de cincuenta y uno, me encontré de pronto en lo que podría denominar "la jaula dorada" de la cual jamás he podido escapar desde entonces.
Este no es en modo alguno mi primer libro; en rigor, la literatura, y en especial la redacción de obras de historia -que de joven estudié aquí en Roma con los mejores maestros contemporáneos-, fue, hasta que
sobrevino el cambio,- mi única profesión e interés durante más de treinta y cinco años. Por lo tanto, mis lectores no han de sorprenderse ante mi consumado estilo: en verdad es el propio Claudio el que escribe este libro, y no un secretario cualquiera, ni tampoco alguno de los cronistas oficiales a quienes los hombres públicos acostumbran a comunicar sus recuerdos, en la esperanza de que una escritura elegante anule la parvedad del tema y la adulación endulce los vicios. En esta obra, lo juro por todos los dioses, soy mi propio secretario y mi propio analista oficial. Escribo por mi propia mano, ¿y qué favor puedo esperar ganar de mí mismo con zalamerías? Permítaseme agregar que ésta no es la primera historia de mi vida que he escrito. En una ocasión escribí otra, en ocho volúmenes, como contribución a los archivos de la ciudad. Fue una cosa bastante anodina, que tuve en muy poco aprecio, y sólo la escribí en respuesta a peticiones públicas. Para ser sincero, durante su composición estuve muy ocupado con otros asuntos -eso fue hace dos años- y la mayor parte de los cuatro primeros volúmenes la dicté a un secretario griego, con la orden de no alterar nada mientras escribía (salvo donde fuese necesario para el equilibrio de las frases, o para eliminar repeticiones o contradicciones). Pero admito que casi toda la segunda mitad de la obra, y por lo menos algunos capítulos de la primera, fueron compuestos por ese mismo individuo, Polibio (a quien yo mismo bauticé, cuando era un joven esclavo, con el nombre del famoso historiador), con materiales que yo le suministré. Y copió con tanta exactitud mi estilo, que en verdad, cuando terminó, nadie habría podido adivinar qué parte había sido escrita por mí y cuál por él.
Era un libro monótono, lo repito. No me encontraba en condiciones de criticar al emperador Augusto, que era mi tío abuelo materno, ni a su tercera y última esposa, Livia Augusta, que era mi abuela, porque ambos habían sido oficialmente deificados y yo estaba vinculado a sus cultos en mi calidad de sacerdote. Y aunque habría podido criticar con acritud a los dos indignos sucesores imperiales de Augusto, no lo hice por respeto a la decencia. Habría sido injusto exculpar a Livia, y al propio Augusto en la medida en que se sometió a la voluntad de esa mujer notable y -quiero decirlo de una vez- abominable, y decir a la vez la verdad sobre los otros dos, cuyos recuerdos no estaban igualmente protegidos por el respeto religioso.
Permití que fuese un libro aburrido, y registré en él sólo hechos tan poco discutibles como, por ejemplo, que Fulano se casó con Zutana, la hija de Mengano, quien tenía a su favor tal y cual cantidad de honores públicos, sin mencionar, sin embargo, los motivos políticos del matrimonio, ni el regateo oculto entre las familias. O si no, escribía que Fulano había muerto de pronto, después de comer un plato de higos africanos, pero no hablaba para nada del veneno, ni de aquellos para quienes la muerte resultaba ventajosa, a menos que los hechos estuviesen respaldados por un veredicto de los tribunales en lo criminal. No decía mentira alguna, pero tampoco decía la verdad en el sentido en que pienso decirla aquí. Hoy, cuando consulté ese libro en la biblioteca de Apolo, en la colina Palatina, para refrescar mi memoria en cuanto a ciertos problemas de fechas, me sentí interesado al tropezar con algunos pasajes de los capítulos públicos que habría podido jurar que fueron escritos o dictados por mí, tan peculiarmente propio parecía el estilo, aunque no recordaba haberlos escrito ni dictado. Si eran obra de Polibio, constituían un trabajo maravillosamente perfecto de imitación (admito que tenía mis otras historias para estudiar), pero si en realidad eran míos, entonces mi memoria es peor aún de lo que afirman mis enemigos. Después de leer lo que acabo de escribir, veo que estoy incitando sospechas, en lugar de desarmarlas, en primer lugar en cuanto a mi paternidad absoluta de lo que sigue, luego en cuanto a mi integridad como historiador y finalmente en relación con mi memoria para los hechos. Pero dejaré las cosas como están; escribo como siento, y a medida que la historia se desarrolle, el lector estará mejor dispuesto a creer que no oculto nada: ése por lo menos es mi mérito.
Robert Graves, Yo, Claudio, www.google.es/url?sa=t&rct=j&q=yo+claudio+robert+graves+pdf&source=web&cd=5&cad=rja&uact=8&ved=0ahUKEwjpiKWYptPJAhVDSBQKHV4QCn8QFghAMAQ&url=http%3A%2F%2Fwww.libroteca.charlottenovus.com%2Fwp-content%2Fplugins%2Fdownload-monitor
Seleccionado por Clara Fuentes Gomez. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.
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