La mano del muchacho sale de la sombra, planea un instante, blanca,
indolente; luego cae de improviso como un milano y aprieta un naipe contra el
tapete. El gordo colorado salta por el aire:
—¡Mierda! Éste alza.
La silueta del rey de corazones aparece entre dedos crispados después alguien
la vuelve de narices y el juego continúa. Hermoso rey, venido de tan lejos,
preparado por tantas combinaciones, por tantos gestos desaparecidos. Ahora
desaparece a su vez, para que nazcan otras combinaciones y otros gestos,
ataques, réplicas, vueltas de la fortuna, multitud de pequeñas aventuras.
Estoy emocionado, siento mi cuerpo como una máquina de precisión en
reposo. Yo he tenido verdaderas aventuras. No recuerdo ningún detalle, pero
veo el encadenamiento riguroso de las circunstancias. He cruzado mares, he
dejado atrás ciudades y be remontado ríos; me interné en las selvas buscando
siempre nuevas ciudades. He tenido mujeres, he peleado con individuos, y
nunca pude volver atrás, como no puede un disco girar al revés. ¿Y a dónde me
llevaba todo aquello? A este instante, a esta banqueta, a esta burbuja de claridad
rumorosa de música.
Sí, yo que tanto gusté de sentarme en Roma a orillas del Tíber; de bajar y
remontar cien veces las Ramblas de Barcelona, a la noche; yo que cerca de
Angkor, en el islote de Baray de Prah-Kan vi una baniana que anudaba sus raíces
alrededor de la capilla de los nagas, estoy aquí, vivo en el mismo instante que los
jugadores de malilla, escucho a una negra que canta mientras afuera vagabundea
la noche débil.
El disco se ha detenido.
La noche entra dulzona, vacilante. Es invisible, pero está ahí, vela las
lámparas; en el aire se respira algo espeso: es ella. Hace frío. Uno de los
jugadores empuja las cartas en desorden hacia otro que las recoge. Un naipe ha
quedado atrás. ¿No lo ven? Es el nueve de corazones. Por fin alguien lo entrega
al joven de cabeza perruna.
—¡Ah! Es el nueve de corazones.
Está bien. Voy a irme. El viejo violáceo se inclina sobre ana hoja chupando la
punta de un lápiz. Madeleine lo mira con ojos claros y vacíos. El muchacho da
vueltas entre sus dedos al nueve de corazones. ¡Dios mío ...!
Me levanto penosamente; en el espejo, sobre el cráneo del veterinario, veo
deslizarse un rostro inhumano.
Jean-Paul Sartre, La náusea,http://www.infojur.ufsc.br/aires/arquivos/Jean%20Paul%20Sartre%20-%20La%20Nausea.pdf , seleccionado por Paola Moreno Díaz , segundo de bachillerato, curso 2015-2016.
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