jueves, 12 de enero de 2017

El Príncipe, Nicolás Maquiavelo


XV. De aquellas cosas por las que los hombres y sobre todo los príncipes son alabados o censurados.

           Nos queda ahora por ver cuál debe ser el comportamiento y el gobierno de un príncipe con respecto a súbditos y amigos. Y por qué sé que muchos han escrito de esto, temo -al escribir ahora yo- ser considerado presuntuoso, tanto más cuanto que me aparto -sobre todo en el tratamiento del tema que ahora nos ocupa- de los métodos seguidos por los demás. Pero, siendo mi propósito escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido más conveniente ir directamente a la verdad real de la cosa que a la representación imaginaria de la misma. Muchos se han imaginado repúblicas y principados que nadie ha visto jamás ni se ha sabido que existieran realmente; porque hay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debería vivir, que quien deja a un lado lo que se hace por lo que se debería hacer aprende antes se ruina que su preservación: porque un hombre que quiera hacer en todos los puntos profesión de bueno labrará necesariamente su ruina entre tantos que no lo son. Por todo ello es necesario a un príncipe, si se quiere mantener, que aprenda a poder ser no bueno y a usar o no usar de esta capacidad en función de la necesidad.
Dejando, pues, a un lado las cosas imaginadas a propósito de un príncipe, y discurriendo acerca de las que son verdaderas, sostengo que todos los hombres cuando se habla de ellos -y especialmente los príncipes, por estar puestos en un lugar más elevado- son designados con alguno de los rasgos siguientes que les acarrean o censura o alabanza. uno es tenido por liberal, otro por tacaño (me sirvo en este caso de una palabra toscana, porque en nuestra lengua avaro es aquel que rapiña desea acumular, mientras llamamos tacaño a aquel que se abstiene en demasía de usar lo que tiene); uno es considerado leal, otro fiel; uno afeminado y pusilánime, otro fiero y valeroso; el uno humano, el otro soberbio, el uno lascivo, el otro casto; el uno íntegro, el otro astuto; el uno rígido, el otro flexible; el uno ponderado, el otro frívolo; el uno devoto, el otro incrédulo, y así sucesivamente. Yo sé que todo el mundo reconocerá que sería algo digno de los mayores elogios el que un príncipe estuviera en posesión, de entre los rasgos enumerados, de aquellos que son tenidos por buenos. Pero, puesto que no se pueden tener ni observar enteramente, ya que las condiciones humanas no lo permiten, le es necesario ser tan prudente que sepa evitar el ser tachado de aquellos vicios que le arrebatarían el Estado y mantenerse a salvo de los que no se lo quitarían, si le es posible; pero si no lo es, puede incurrir en ellos con menos miramientos. Y todavía más: más que no se preocupe de caer en la fama de aquellos vicios sin los cuales difícilmente podrá salvar su Estado, porque, si se considera todo como es debido, se encontrará alguna cosa que parecerá virtud, pero si se la sigue traería consigo su ruina, y alguna otra que parecerá vicio y si se la sigue garantiza la seguridad y el bienestar suyo.




      Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, Madrid, Alianza Editorial, páginas 95-96.
      Seleccionado por Andrea Sánchez Clemente. Primero de Bachillerato. Curso 2016/2017

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