Mujer: ser mujer era para Sabina un sino que no había elegido. Aquello que no ha sido elegido por nosotros no podemos considerarlo ni como un mérito ni como un fracaso. Sabina opina que hay que tener una relación correcta con el sino que nos ha caído en suerte. Rebelarse contra el hecho de haber nacido mujer le parece igual de necio que enorgullecerse de ello.
Una vez, durante uno de sus primeros encuentros, Franz le dijo con especial énfasis: "Sabina, es usted una mujer". No comprendía por qué se lo anunciaba con el gesto jubiloso de Crsitobal Colón viendo por primera vez las costas de América. Más tarde comprendió que la palabra mujer, en la que había puesto un énfasis particular, no significaba para él la denominación de uno de los dos sexos humanos, sino un valor. No todas las mujeres son dignas de ser llamadas mujeres.
Milan Kundera, Palabras incombrendidas, tercera parte, La insoportable levedad del ser, editorial RBA, Barcelona 1992, seleccionado por Cristina Iglesias Jiménez, segundo de bachillerato, curso 2006-2007.
Un lugar común de los estudiantes de Literatura Universal donde publicamos una antología de textos seleccionados por nosotros mismos con el fin de aprender a conocernos mejor a través de los más variados personajes que pueblan el universo literario.
viernes, 26 de febrero de 2010
Don Quijote de la Mancha, parte I, cap. 19
- Si acaso quisieren saber esos señores quién ha sido el valeroso que tales los puso, diráles vuestra merced que es el famoso don Quijote de la Mancha, que por otro nombre se llama el Caballero de la Triste Figura.
Con esto se fue el bachiller, y don Quijote preguntó a Sancho que qué le había movido a llamarle el Caballero de la Triste Figura, má entonces que nunca.
- Yo se lo diré- respondió Sancho-; porque le he estado mirando un rato a la luz de aquella hacha que lleva aquel mal andante, y verdaderamente tiene vuestra merced la más mala figura de poco acá que jamás he visto; y débelo de haber causado, o ya el cansancio deste combate, o ya la falta de muelas y dientes.
- No es eso- respondió don Quijote-, sino el sabio a cuyo cargo debe de star escribir la historia de mis hazañas, le habrá parecido que será bien que yo tome algún nombre apelativo, como lo tomaban todos los caballeros pasados [...], y así digo que el sabio ya dicho te habrá puesto en la lengua y en el pensamiento ahora que me llamases el Caballero de la Triste Figura [...]
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, colección Millenium 1999, págs 134-135.
Seleccionado por Cristina Iglesias Jiménez.
Con esto se fue el bachiller, y don Quijote preguntó a Sancho que qué le había movido a llamarle el Caballero de la Triste Figura, má entonces que nunca.
- Yo se lo diré- respondió Sancho-; porque le he estado mirando un rato a la luz de aquella hacha que lleva aquel mal andante, y verdaderamente tiene vuestra merced la más mala figura de poco acá que jamás he visto; y débelo de haber causado, o ya el cansancio deste combate, o ya la falta de muelas y dientes.
- No es eso- respondió don Quijote-, sino el sabio a cuyo cargo debe de star escribir la historia de mis hazañas, le habrá parecido que será bien que yo tome algún nombre apelativo, como lo tomaban todos los caballeros pasados [...], y así digo que el sabio ya dicho te habrá puesto en la lengua y en el pensamiento ahora que me llamases el Caballero de la Triste Figura [...]
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, colección Millenium 1999, págs 134-135.
Seleccionado por Cristina Iglesias Jiménez.
Etiquetas:
Cervantes_Miguel de,
Don Quijote de la Mancha
viernes, 19 de febrero de 2010
La Metamorfosis, Ovidio.
No tomes la vida que no puedes dar;
pues todas las cosas tienen el mismo derecho de vivir,
mata criaturas nocivas donde sea pecado salvar;
esta única prerrogativa tenemos;
pero alimenta la vida con comida vegetal,
y rehuye el sabor sacrílego de la sangre.
Ovidio, La Metamorfosis, http://www.epdlp.com/escritor.php?id=2110.
Texto seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo de Bachilerato, curso 2009-2010.
pues todas las cosas tienen el mismo derecho de vivir,
mata criaturas nocivas donde sea pecado salvar;
esta única prerrogativa tenemos;
pero alimenta la vida con comida vegetal,
y rehuye el sabor sacrílego de la sangre.
Ovidio, La Metamorfosis, http://www.epdlp.com/escritor.php?id=2110.
Texto seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo de Bachilerato, curso 2009-2010.
Muerte accidental de un anarquista, Dario Fo
¿Y quién defiende lo contrario? Lo admito, nuestra sociedad se divide en clases, incluso en lo tocante a testigos: los hay de primera, segunda y tercera categoría. No tiene que ver con la edad... puedes ser más viejo que Matusalén, y estar completamente gagá, pero si vienes de la sauna, ducha caliente y fría, masaje, rayos UVA, camisa de seda, Mercedes con chófer... a ver qué juez no te considera fiable. Incluso te besa la mano, "¡Super fiable extra!" Por ejemplo, en el famoso proceso por la rotura del embalse del Vaiont, los ingenieros acusados -los pocos que se dejaron pillar, porque los demás se esfumaron... a saber quién les pondría sobre aviso...-, esos cinco o seis, que para embolsarse unos cuantos millones, ahogaron a unas dos mil personas en una sola noche, esos, aún siendo más viejos que nuestros jubilados, no fueron considerados poco de fiar, sino todo lo contrario, ¡máxima fiabilidad! Porque, vamos, ¿para qué estudia uno una carrera? ¿Para qué se hace accionista mayoritario, para que le traten igual que a un jubilado muerto de hambre? Dicen que antes de su declaración, a esos accionistas no se les exigió que pronunciaran la fórmula clásica de "Juro decir la verdad, toda la verdad". Parece ser que el secretario dijo: "Tomen asiento señor ingeniero jefe, director de las construcciones hidráulicas X, y usted también, señor ingeniero y asesor ministerial, ambos accionistas con capital de 160 millones, siéntense, les escuchamos y les creemos". Después, con gran solemnidad, los jueces se pusieron en pie, y todos a coro, la mano en la Biblia, declamaron: "Juramos que dirán la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. ¡Lo juramos!"
Dario Fo, Muerte accidental de un anarquista, http://cinosargo.bligoo.com/content/view/320292/Dario_Fo_Fragmento_de_Muerte_accidental_de_un_anarquista.html. Seleccionado por Susana Sánchez Custodio,segundo de Bachillerato, curso 2009- 2010.
Dario Fo, Muerte accidental de un anarquista, http://cinosargo.bligoo.com/content/view/320292/Dario_Fo_Fragmento_de_Muerte_accidental_de_un_anarquista.html. Seleccionado por Susana Sánchez Custodio,segundo de Bachillerato, curso 2009- 2010.
El caballo y el jabalí, Fedro
Todos los días el caballo salvaje saciaba su sed en un río poco profundo.
Allí también acudía un jabalí que, al remover el barro del fondo con la trompa y las patas, enturbiaba el agua.
El caballo le pidió que tuviera más cuidado, pero el jabalí se ofendió y lo trató de loco.
Terminaron mirándose con odio, como los peores enemigos.
Entonces el caballo salvaje, lleno de ira, fue a buscar al hombre y le pidió ayuda.
-Yo enfrentaré a esa bestia -dijo el hombre- pero debes permitirme montar sobre tu lomo.
El caballo estuvo de acuerdo y allá fueron, en busca del enemigo.
Lo encontraron cerca del bosque y, antes de que pudiera ocultarse en la espesura, el hombre lanzó su jabalina y le dio muerte.
Libre ya del jabalí, el caballo enfiló hacia el río para beber en sus aguas claras, seguro de que no volvería a ser molestado.
Pero el hombre no pensaba desmontar.
-Me alegro de haberte ayudado -le dijo-. No sólo maté a esa bestia, sino que capturé a un espléndido caballo.
Y, aunque el animal se resistió, lo obligó a hacer su voluntad y le puso rienda y montura.
Él, que siempre había sido libre como el viento, por primera vez en su vida tuvo que obedecer a un amo.
Aunque su suerte estaba echada, desde entonces se lamentó noche y día:
-¡Tonto de mí! ¡Las molestias que me causaba el jabalí no eran nada comparadas con esto! ¡Por magnificar un asunto sin importancia, terminé siendo esclavo!
A veces, con el afán de castigar el daño que nos hacen, nos aliamos con quien sólo tiene interés en dominarnos.
Fedro, Fabulas, http://lalupa3.webcindario.com/fabulas/El%20caballo%20y%20el%20jabali.htm) .Texto seleccionado por Cristina Martin, segundo Bachiilerato, curso 2009-2010.
Allí también acudía un jabalí que, al remover el barro del fondo con la trompa y las patas, enturbiaba el agua.
El caballo le pidió que tuviera más cuidado, pero el jabalí se ofendió y lo trató de loco.
Terminaron mirándose con odio, como los peores enemigos.
Entonces el caballo salvaje, lleno de ira, fue a buscar al hombre y le pidió ayuda.
-Yo enfrentaré a esa bestia -dijo el hombre- pero debes permitirme montar sobre tu lomo.
El caballo estuvo de acuerdo y allá fueron, en busca del enemigo.
Lo encontraron cerca del bosque y, antes de que pudiera ocultarse en la espesura, el hombre lanzó su jabalina y le dio muerte.
Libre ya del jabalí, el caballo enfiló hacia el río para beber en sus aguas claras, seguro de que no volvería a ser molestado.
Pero el hombre no pensaba desmontar.
-Me alegro de haberte ayudado -le dijo-. No sólo maté a esa bestia, sino que capturé a un espléndido caballo.
Y, aunque el animal se resistió, lo obligó a hacer su voluntad y le puso rienda y montura.
Él, que siempre había sido libre como el viento, por primera vez en su vida tuvo que obedecer a un amo.
Aunque su suerte estaba echada, desde entonces se lamentó noche y día:
-¡Tonto de mí! ¡Las molestias que me causaba el jabalí no eran nada comparadas con esto! ¡Por magnificar un asunto sin importancia, terminé siendo esclavo!
A veces, con el afán de castigar el daño que nos hacen, nos aliamos con quien sólo tiene interés en dominarnos.
Fedro, Fabulas, http://lalupa3.webcindario.com/fabulas/El%20caballo%20y%20el%20jabali.htm) .Texto seleccionado por Cristina Martin, segundo Bachiilerato, curso 2009-2010.
Muerte Accidental de un Anarquista "Fragmento 2". Dario Fo
¿El pueblo pide una auténtica justicia? Nosotros en cambio conseguimos que se conforme con una menos injusta. Los trabajadores gritan basta ya de la vergüenza de la explotación bestial, y nosotros procuraremos sobre todo que no se avergüencen más; pero que sigan siendo explotados… quieren no morir más en las fábricas, y nosotros pondremos alguna protección complementaria, algún premio para las viudas. Quieren ver como desaparecen las clases… y nosotros haremos que ya no haya tanta diferencia, o mejor aún, ¡qué no se note tanto! Ellos quieren la revolución… y nosotros les daremos reformas, muchas reformas… los ahogaremos en reformas. O mejor aún, los ahogaremos en promesas de reformas, ¡porque tampoco se las daremos nunca!. ”
Dario Fo, Muerte Accidental de un Anarquista, http://www.campanilla.info/muerte-accidental-de-un-anarquista/.
Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010. Segundo de Bachillerato.
Dario Fo, Muerte Accidental de un Anarquista, http://www.campanilla.info/muerte-accidental-de-un-anarquista/.
Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010. Segundo de Bachillerato.
Las dos perras, Fedro
Suelen envolver una asechanza las caricias de los malos, y para no caer en ella, nos conviene tener muy presente lo que diremos a continuación.
Una perra solicitó de otra permiso para echar en su choza la cría, favor que le fue otorgado sin dificultad alguna; pero es el caso que iba pasando el tiempo, y nunca llegaba el momento de abandonar la choza que tan generosamente se le había cedido, alegando, como razón de esta demora, que era preciso esperar a que los cachorrillos tuviesen fuerzas para andar por sí solos.
Como se le hiciesen nuevas instancias, pasado el último plazo que ella misma había fijado, contestó arrogantemente : «Me saldré de aquí, si tienes valor para luchar conmigo y con mi turba.»
Si dais entrada al malo en vuestra casa, os echará de ella.
Fedro, Fábulas, http://lalupa3.webcindario.com/fabulas/las%20dos%20perras.htm. Texto seleccionado por Fabiola Muñoz Hinojal, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.
Una perra solicitó de otra permiso para echar en su choza la cría, favor que le fue otorgado sin dificultad alguna; pero es el caso que iba pasando el tiempo, y nunca llegaba el momento de abandonar la choza que tan generosamente se le había cedido, alegando, como razón de esta demora, que era preciso esperar a que los cachorrillos tuviesen fuerzas para andar por sí solos.
Como se le hiciesen nuevas instancias, pasado el último plazo que ella misma había fijado, contestó arrogantemente : «Me saldré de aquí, si tienes valor para luchar conmigo y con mi turba.»
Si dais entrada al malo en vuestra casa, os echará de ella.
Fedro, Fábulas, http://lalupa3.webcindario.com/fabulas/las%20dos%20perras.htm. Texto seleccionado por Fabiola Muñoz Hinojal, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.
Por quién doblan las campanas, Ernest Hemingway
" Después se acomodó lo más cómodamente que pudo, con los codos hundidos entre las agujas de pino y el cañón de la ametralladora apoyando en el tronco del árbol.
Cuando el oficial se acercó al trote, siguiendo las huellas dejadas por los caballos de la banda, pasaría a menos de veinte metros del lugar en que Robert se encontraba. A esa distancia no había problema. El oficial era el teniente Berrendo. Había llegado de La Granja, cumpliendo órdenes de acercarse al desfiladero, después de haber recibido el aviso del ataque al puesto de abajo. Habían galopado a marchas forzadas, y luego tuvieron que volver sobre sus pasos al llegar al puente volado, para atravesar el desfiladero por un punto más arriba y descender a través de los bosques. Los caballos estaban sudorosos y reventados, y había que obligarlos a trotar.
El teniente Berrendo subía siguiendo las huellas de los caballos, y en su rostro había una expresión seria y grave. Su ametralladora reposaba sobre la montura, apoyada en el brazo izquierdo. Robert Jordan estaba de bruces detrás de un árbol, esforzándose porque sus manos no le temblaran. Esperó a que el oficial llegara al lugar alumbrado por el sol, en que los primeros pinos del bosque llegaban a la ladera cubierta de hierba. Podía sentir los latidos de su corazón golpeando contra el suelo, cubierto de agujas de pino. "
Ernest Hemingway, Por quién doblan las campanas, http://www.epdlp.com/texto.php?id2=2649, Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, Segundo de Bachillerato.
Cuando el oficial se acercó al trote, siguiendo las huellas dejadas por los caballos de la banda, pasaría a menos de veinte metros del lugar en que Robert se encontraba. A esa distancia no había problema. El oficial era el teniente Berrendo. Había llegado de La Granja, cumpliendo órdenes de acercarse al desfiladero, después de haber recibido el aviso del ataque al puesto de abajo. Habían galopado a marchas forzadas, y luego tuvieron que volver sobre sus pasos al llegar al puente volado, para atravesar el desfiladero por un punto más arriba y descender a través de los bosques. Los caballos estaban sudorosos y reventados, y había que obligarlos a trotar.
El teniente Berrendo subía siguiendo las huellas de los caballos, y en su rostro había una expresión seria y grave. Su ametralladora reposaba sobre la montura, apoyada en el brazo izquierdo. Robert Jordan estaba de bruces detrás de un árbol, esforzándose porque sus manos no le temblaran. Esperó a que el oficial llegara al lugar alumbrado por el sol, en que los primeros pinos del bosque llegaban a la ladera cubierta de hierba. Podía sentir los latidos de su corazón golpeando contra el suelo, cubierto de agujas de pino. "
Ernest Hemingway, Por quién doblan las campanas, http://www.epdlp.com/texto.php?id2=2649, Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, Segundo de Bachillerato.
Odisea, Homero
Entretanto la sólida nave en su curso ligero
se enfrentó a las Sirenas: un soplo feliz la impelía
mas de pronto cesó aquella brisa, una calma profunda
se sintió alrededor: algún dios alisaba las olas.
Levantáronse entonces mis hombres, plegaron la vela,
la dejaron caer al fondo del barco y, sentándose al remo,
blanqueaban de espumas el mar con las palas pulidas.
Yo entretanto cogí el bronce agudo, corté un pan de cera
y, partiéndolo en trozos pequeños, los fui pellizcando
con mi mano robusta: ablandáronse pronto, que eran
poderosos mis dedos y el fuego del sol de lo alto.
Uno a uno a mis hombres con ellos tapé los oídos
y, a su vez, me ataron de piernas y manos
en el mástil, derecho, con fuertes maromas y, luego,
a azotar con los remos volvieron al mar espumante.
Ya distaba la costa no más que el alcance de un grito
y la nave crucera volaba, mas bien percibieron
las Sirenas su paso y alzaron su canto sonoro:
Llega acá, de los dánaos honor, gloriosísimo Ulises,
de tu marcha refrena el ardor para oír nuestro canto,
porque nadie en su negro bajel pasa aquí sin que atienda
a esta voz que en dulzores de miel de los labios nos fluye.
Quien la escucha contento se va conociendo mil cosas:
los trabajos sabemos que allá por la Tróade y sus campos
de los dioses impuso el poder a troyanos y argivos
y aún aquello que ocurre doquier en la tierra fecunda.
Tal decían exhalando dulcísima voz y en mi pecho
yo anhelaba escucharlas. Frunciendo mis cejas mandaba
a mis hombres soltar mi atadura; bogaban doblados
contra el remo y en pie Perimedes y Euríloco, echando
sobre mí nuevas cuerdas, forzaban cruelmente sus nudos.
Cuando al fin las dejamos atrás y no más se escuchaba
voz alguna o canción de Sirenas, mis fieles amigos
se sacaron la cera que yo en sus oídos había
colocado al venir y libráronme a mí de mis lazos.
Homero, Odisea, http://www.epdlp.com/escritor.php?id=1832.
Seleccionado por Cristina Martín, segundo Bachillerato, curso 2009/2010
se enfrentó a las Sirenas: un soplo feliz la impelía
mas de pronto cesó aquella brisa, una calma profunda
se sintió alrededor: algún dios alisaba las olas.
Levantáronse entonces mis hombres, plegaron la vela,
la dejaron caer al fondo del barco y, sentándose al remo,
blanqueaban de espumas el mar con las palas pulidas.
Yo entretanto cogí el bronce agudo, corté un pan de cera
y, partiéndolo en trozos pequeños, los fui pellizcando
con mi mano robusta: ablandáronse pronto, que eran
poderosos mis dedos y el fuego del sol de lo alto.
Uno a uno a mis hombres con ellos tapé los oídos
y, a su vez, me ataron de piernas y manos
en el mástil, derecho, con fuertes maromas y, luego,
a azotar con los remos volvieron al mar espumante.
Ya distaba la costa no más que el alcance de un grito
y la nave crucera volaba, mas bien percibieron
las Sirenas su paso y alzaron su canto sonoro:
Llega acá, de los dánaos honor, gloriosísimo Ulises,
de tu marcha refrena el ardor para oír nuestro canto,
porque nadie en su negro bajel pasa aquí sin que atienda
a esta voz que en dulzores de miel de los labios nos fluye.
Quien la escucha contento se va conociendo mil cosas:
los trabajos sabemos que allá por la Tróade y sus campos
de los dioses impuso el poder a troyanos y argivos
y aún aquello que ocurre doquier en la tierra fecunda.
Tal decían exhalando dulcísima voz y en mi pecho
yo anhelaba escucharlas. Frunciendo mis cejas mandaba
a mis hombres soltar mi atadura; bogaban doblados
contra el remo y en pie Perimedes y Euríloco, echando
sobre mí nuevas cuerdas, forzaban cruelmente sus nudos.
Cuando al fin las dejamos atrás y no más se escuchaba
voz alguna o canción de Sirenas, mis fieles amigos
se sacaron la cera que yo en sus oídos había
colocado al venir y libráronme a mí de mis lazos.
Homero, Odisea, http://www.epdlp.com/escritor.php?id=1832.
Seleccionado por Cristina Martín, segundo Bachillerato, curso 2009/2010
Etiquetas:
Homero (s.VIII a. C.),
Literatura griega,
Odisea
La isla del tesoro "En busca del tesoro: la voz entre los árboles", Robert Louis Stevenson.
Desde que habíamos topado con el esqueleto y habían empezado a dar vueltas en sus cabezas a esos recuerdos, sus voces iban haciéndose un sombrío susurro, de forma que el rumor de las conversaciones apenas rompía el silencio del bosque.Y de pronto, saliendo de entre los árboles que se levantaban ante nosotros, una voz aguda, temblorosa y rota entonó la vieja canción:
"Quince hombres en el cofre del muerto.¡Ja! ¡Ja!¡Ja! ¡Y una botella de ron!"
No he visto jamás hombres tan espantados y despavoridos como aquellos filibusteros.El color desapareció como por ensalmo de los seis rostros;algunos pusieron en pie aterrados y otros se cogieron entre sí;Morgan se arrastraba por el suelo.
-¡Es Flint, por todos los...!-chilló Merry.
La canción terminó tan repentinamente como había empezado;cortada a mitad de una nota como si alguien hubiera tapado la boca del cantor.Como venía a través del aire limpio y luminoso, y como de muy lejos, me pareció que tenía algo de dulce balada, y eso hacía aún más extraño su efecto sobre aquellos hombres.
Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro, Ediciones Generales Anaya, Tus libros, Madrid, 1983, pág.220, seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.
"Quince hombres en el cofre del muerto.¡Ja! ¡Ja!¡Ja! ¡Y una botella de ron!"
No he visto jamás hombres tan espantados y despavoridos como aquellos filibusteros.El color desapareció como por ensalmo de los seis rostros;algunos pusieron en pie aterrados y otros se cogieron entre sí;Morgan se arrastraba por el suelo.
-¡Es Flint, por todos los...!-chilló Merry.
La canción terminó tan repentinamente como había empezado;cortada a mitad de una nota como si alguien hubiera tapado la boca del cantor.Como venía a través del aire limpio y luminoso, y como de muy lejos, me pareció que tenía algo de dulce balada, y eso hacía aún más extraño su efecto sobre aquellos hombres.
Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro, Ediciones Generales Anaya, Tus libros, Madrid, 1983, pág.220, seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.
El mito de las sirenas, Anónimo
Las sirenas han sido personajes famosos de la mitología por ser mujeres hermosas que seducen a los hombres con sus hermosas voces para guiarlos a su perdición. Pero originariamente en la mitología griega, las sirenas eran mujeres con cuerpo de pájaro parecidas a las arpías. Hijas del dios río Aquelloo y de la musa de la poesía Calíope, se comenta que eran tres, cinco y hasta ocho.
Como seres fabulosos de las narraciones fantásticas de la literatura occidental, la función de las sirenas ha variado con el paso del tiempo, al igual que su representación. Generalmente se las describe como bellas mujeres con cola de pez que hechizan con sus cantos, aunque anteriormente se las describía con alas. Según la leyenda, eran fieles compañeras de Perséfone, pero cuando ésta fue raptada por Hades, no pudieron salvarla y como castigo la diosa Deméter, madre de Perséfone, las convirtió en estas criaturas híbridas por no haber cuidado bien de su hija.
Las sirenas vivían en la isla de Artemisa, donde descansaban los restos de los marineros que habían sido atraídos por sus cantos, los cuales anunciaban engañosamente los placeres del mundo subterráneo.
La literatura les confirió un lugar especial, comenzando con la leyenda de Jasón y los Argonautas, quienes pudieron eludir el engaño de las sirenas gracias a la habilidad de Orfeo. Éste logró cubrir la melodía con su propio canto y así distraer a los Argonautas.
Por otro lado, en la Odisea de Homero, Ulises tapó los oídos de toda su tripulación con cera y se hizo atar a un mástil para no poder arrojarse a las aguas al oír su música. Él sabía que si un hombre era capaz de oírlas sin sentirse atraído por ellas, una de las sirenas debería morir. Y luego de deleitarse con sus peligrosos cantos, una de las sirenas tuvo que perecer y ésta fue la sirena llamada Parténope. Las olas lanzaron su cuerpo inerte hasta la playa y allí fue enterrada con múltiples honores en un sepulcro que luego devino en un templo y que, a su vez, luego se convirtió en pueblo que llevaba su nombre.
Hoy ese pueblo es la próspera ciudad de Nápoles, llamada antiguamente Parténope.
Anónimo, Mitos griegos, El mito de las sirenas, http://sobreleyendas.com/2008/11/26/el-mito-de-las-sirenas/, Seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo Bachillerato, curso 2009/2010
Como seres fabulosos de las narraciones fantásticas de la literatura occidental, la función de las sirenas ha variado con el paso del tiempo, al igual que su representación. Generalmente se las describe como bellas mujeres con cola de pez que hechizan con sus cantos, aunque anteriormente se las describía con alas. Según la leyenda, eran fieles compañeras de Perséfone, pero cuando ésta fue raptada por Hades, no pudieron salvarla y como castigo la diosa Deméter, madre de Perséfone, las convirtió en estas criaturas híbridas por no haber cuidado bien de su hija.
Las sirenas vivían en la isla de Artemisa, donde descansaban los restos de los marineros que habían sido atraídos por sus cantos, los cuales anunciaban engañosamente los placeres del mundo subterráneo.
La literatura les confirió un lugar especial, comenzando con la leyenda de Jasón y los Argonautas, quienes pudieron eludir el engaño de las sirenas gracias a la habilidad de Orfeo. Éste logró cubrir la melodía con su propio canto y así distraer a los Argonautas.
Por otro lado, en la Odisea de Homero, Ulises tapó los oídos de toda su tripulación con cera y se hizo atar a un mástil para no poder arrojarse a las aguas al oír su música. Él sabía que si un hombre era capaz de oírlas sin sentirse atraído por ellas, una de las sirenas debería morir. Y luego de deleitarse con sus peligrosos cantos, una de las sirenas tuvo que perecer y ésta fue la sirena llamada Parténope. Las olas lanzaron su cuerpo inerte hasta la playa y allí fue enterrada con múltiples honores en un sepulcro que luego devino en un templo y que, a su vez, luego se convirtió en pueblo que llevaba su nombre.
Hoy ese pueblo es la próspera ciudad de Nápoles, llamada antiguamente Parténope.
Anónimo, Mitos griegos, El mito de las sirenas, http://sobreleyendas.com/2008/11/26/el-mito-de-las-sirenas/, Seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo Bachillerato, curso 2009/2010
Etiquetas:
El mito de las sirenas,
Literatura griega,
Mitos griegos
Las Moiras, dueñas del destino.
Siempre que nacía un niño o una niña, las Moiras estaban presentes para asignarle su cuota de vida, de felicidad y de tristeza. Su destino quedaba fijado desde aquel momento, y difícilmente podría escapar a él.
Según la mayor parte de los autores, las Moiras (llamadas Parcas por los romanos) sumaban tres, y eran hijas de Érebo y la Noche. Se las conocía con los nombres de Cloto, Láquesis y Átropo. La primera hilaba el hilo de la vida, que era medido por la segunda y cortado por la tercera, acto con el cual la existencia del sujeto llegaba a su fin. Se las representaba habitualmente vestidas de blanco, viejas y solemnes, acompañadas por sus instrumentos: el huso, la vara de medir y las tijeras.
Las Moiras eran a la vez diosas de la vida y de la muerte. Al conocer el destino de los hombres conocían su futuro, por lo que se les atribuía también la capacidad de hacer profecías, al igual que al dios Apolo.
Además de establecer el destino de cada cual, se encargaban de que se cumpliese. Y en esto resultaban implacables. Cuando un asesinato no previsto truncaba el plan divino, enviaban a las temibles Erinias a castigar al agresor, y en algunas ocasiones podían llegar a restituir la vida al difunto. Un caso especial fue el de Admetos, a quien Apolo consiguió que le concediesen el privilegio de ser librado de la muerte una vez llegara su hora (siempre que algún voluntario ocupase su puesto). Algunos dicen que el dios obtuvo este favor de las Moiras tras emborracharlas.
Aunque, en principio, lo decretado por las Moiras era inflexible, Homero, sin embargo, consideraba que Zeus tenía potestad para salvar a alguien en el último momento si así lo deseaba, y que los hombres podían hasta cierto punto huir de sus designios, con tal de evitar determinadas situaciones. Después de todo, las Moiras no podían intervenir en la vida de los humanos de forma directa sino provocando causas intermedias.
No obstante, la idea generalizada consistía en que ni siquiera los dioses escapaban a las leyes del destino. Las Moiras también los acompañaban a ellos en su nacimiento, momento en el cual les asignaban una función y, a veces, incluso las tierras o países a los que estarían asociados como patronos. Hasta el mismo Zeus se encontraba sujeto a ellas, como él propio dios confesó a la Pitia de Delfos en un oráculo.
(Este texto pertenece a un mito griego, cuyo autor es anonimo, http://sobreleyendas.com/2009/03/13/las-moiras-duenas-del-destino/)
(Texto seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo bachillerato, curso 2009/2010)
Según la mayor parte de los autores, las Moiras (llamadas Parcas por los romanos) sumaban tres, y eran hijas de Érebo y la Noche. Se las conocía con los nombres de Cloto, Láquesis y Átropo. La primera hilaba el hilo de la vida, que era medido por la segunda y cortado por la tercera, acto con el cual la existencia del sujeto llegaba a su fin. Se las representaba habitualmente vestidas de blanco, viejas y solemnes, acompañadas por sus instrumentos: el huso, la vara de medir y las tijeras.
Las Moiras eran a la vez diosas de la vida y de la muerte. Al conocer el destino de los hombres conocían su futuro, por lo que se les atribuía también la capacidad de hacer profecías, al igual que al dios Apolo.
Además de establecer el destino de cada cual, se encargaban de que se cumpliese. Y en esto resultaban implacables. Cuando un asesinato no previsto truncaba el plan divino, enviaban a las temibles Erinias a castigar al agresor, y en algunas ocasiones podían llegar a restituir la vida al difunto. Un caso especial fue el de Admetos, a quien Apolo consiguió que le concediesen el privilegio de ser librado de la muerte una vez llegara su hora (siempre que algún voluntario ocupase su puesto). Algunos dicen que el dios obtuvo este favor de las Moiras tras emborracharlas.
Aunque, en principio, lo decretado por las Moiras era inflexible, Homero, sin embargo, consideraba que Zeus tenía potestad para salvar a alguien en el último momento si así lo deseaba, y que los hombres podían hasta cierto punto huir de sus designios, con tal de evitar determinadas situaciones. Después de todo, las Moiras no podían intervenir en la vida de los humanos de forma directa sino provocando causas intermedias.
No obstante, la idea generalizada consistía en que ni siquiera los dioses escapaban a las leyes del destino. Las Moiras también los acompañaban a ellos en su nacimiento, momento en el cual les asignaban una función y, a veces, incluso las tierras o países a los que estarían asociados como patronos. Hasta el mismo Zeus se encontraba sujeto a ellas, como él propio dios confesó a la Pitia de Delfos en un oráculo.
(Este texto pertenece a un mito griego, cuyo autor es anonimo, http://sobreleyendas.com/2009/03/13/las-moiras-duenas-del-destino/)
(Texto seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo bachillerato, curso 2009/2010)
Etiquetas:
Mitos griegos
Melville, Moby Dick
Probablemente habréis visto muchas embarcaciones extrañas, lugares de pies cuadrados, montañosos juncos japoneses, galeotas como latas de manteca, y cualquier cosa; pero os aseguro que nunca habréis visto una extraña vieja embarcación como esta misma extraña y vieja Pequod. Era un barco de antigua escuela, más bien pequeño si acaso, todo él con un anticuado aire de patas de garra. Curtido y atezado por el clima, entre los ciclones y las calmas de los cuatro océanos, la tez del viejo casco se había oscurecido como la de un granadero francés que ha combatido tanto en Egipto como en Siberia. Su venerable proa tenía aspecto barbudo. Sus palos -cortados en algún punto de la costa del Japón, donde los palos originarios habían salido por la borda en una galerna-, sus palos se erguían rígidamente como los espinazos de los tres antiguos reyes en Colonia. Sus antiguas cubiertas estaban desgastadas y arrugadas como la losa, venerada por los peregrinos, de la catedral de Canterbury donde se desangró Becket.
(...)
Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondria me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala. Catón se arroja sobre su espada, haciendo aspavientos filosóficos; yo me embarco pacíficamente. No hay en ello nada sorprendente. Si bien lo miran, no hay nadie que no experimente, en alguna ocasión u otra, y en más o menos grado, sentimientos análogos a los míos respecto del océano.
(...)
Las aguas que le rodeaban se iban hinchando en amplios círculos; luego se levantaron raudas, como si se deslizaran de una montaña de hielo sumergida que emergiera rápidamente a la superficie. Se intuía un rumor sordo, un zumbido subterráneo...Todos contuvieron el aliento al surgir oblicuamente de las aguas una mole enorme, que llevaba encima cabos enmarañados, arpones y lanzas. Se elevó un instante en la atmósfera irisada, como envuelta en una grasa de finísima textura, y volvió a sumergirse en el océano. Las aguas, lanzadas a treinta pies de altura, fulgieron como enjambres de surtidores, para caer luego en una vorágine que circuía el cuerpo marmóreo de la ballena.
Herman Melville, Moby Dick , http://www.epdlp.com/texto.php?id2=979.Literatura del Siglo XIX
Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, Segundo de Bachillerato Humanidades, curso 2009-2010.
(...)
Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondria me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala. Catón se arroja sobre su espada, haciendo aspavientos filosóficos; yo me embarco pacíficamente. No hay en ello nada sorprendente. Si bien lo miran, no hay nadie que no experimente, en alguna ocasión u otra, y en más o menos grado, sentimientos análogos a los míos respecto del océano.
(...)
Las aguas que le rodeaban se iban hinchando en amplios círculos; luego se levantaron raudas, como si se deslizaran de una montaña de hielo sumergida que emergiera rápidamente a la superficie. Se intuía un rumor sordo, un zumbido subterráneo...Todos contuvieron el aliento al surgir oblicuamente de las aguas una mole enorme, que llevaba encima cabos enmarañados, arpones y lanzas. Se elevó un instante en la atmósfera irisada, como envuelta en una grasa de finísima textura, y volvió a sumergirse en el océano. Las aguas, lanzadas a treinta pies de altura, fulgieron como enjambres de surtidores, para caer luego en una vorágine que circuía el cuerpo marmóreo de la ballena.
Herman Melville, Moby Dick , http://www.epdlp.com/texto.php?id2=979.Literatura del Siglo XIX
Seleccionado por Beatriz Curiel Lumbreras, Segundo de Bachillerato Humanidades, curso 2009-2010.
El mito de Argos, los ojos del pavo real
El mito de Argo procede de la mitología griega y ha llegado a nosotros mediante la forma latinizada Argos. Algunas fuentes indican que este imponente ser poseía cuatro ojos, dos que miraban hacia adelante y dos que lo hacían hacia atrás; otras sostienen que tenía múltiples órganos visuales dispersos por todo su cuerpo; y la versión más popular afirma que la cantidad exacta de ojos eran cien, pero no era sólo esto lo que lo hacía único, sino que mientras dormía la mitad de esos ojos permanecían despiertos lo cual le otorgaba la facultad de poder verlo todo.
Obedecía las órdenes de la diosa Hera, para quien era el vigía perfecto. De todas las tareas encomendadas, dos fueron las que más han trascendido: terminar con la Equidna, monstruo con cuerpo de mujer y cola de serpiente devorador de transeúntes, y controlar a la sacerdotisa en la que Zeus, marido de Hera, había puesto toda su atención.
La vigilancia de Argos era tan perfecta que el dios no podía acercarse a la deseada Io. Naturalmente, esto lo enfureció tanto que Zeus ordenó a Hermes que terminara de una vez por todas con el perfecto centinela y la vida de este llegó efectivamente a su fin.
¿Cómo fue asesinado Argos?, se preguntarán muchos de ustedes. Existen distintas versiones sobre el mismo hecho. En algunas, Hermes lo ejecuta con varias pedradas. Personalmente creo que esta es la menos creíble ya que coincide con la versión de Argos de cuatro ojos, mencionada al comienzo del artículo.
En otras, Hermes, por la noche, mientras Argos descansaba. habría dormido a los ojos que permanecían en estado de alerta utilizando la flauta de Pan o su propia vara. Una vez que Argos se encontraba totalmente inmerso en un sueño inducido, lo asesinó decapitándolo.
Hera al enterarse de que su esposo se encontraba detrás de la muerte de su más fiel guardián decidió vengarlo y vengarse castigando a la joven doncella Io. Luego, se acercó al cadáver de Argos, arrancó todos sus ojos y los depositó en el plumaje del pavo real para que todos los que lo vieran desplegarlo recordaran al fiel sirviente, ahora inmortal, y el injusto final que el destino le tenía reservado.
(Este texto pertenece un mito griego, el autor es anonimo, http://sobreleyendas.com/2009/09/22/el-mito-de-argos-los-ojos-del-pavo-real/)
(Texto seleccionado por Cristina Martin Bonifacio, segundo bachillerato, curso 2009/20109
Obedecía las órdenes de la diosa Hera, para quien era el vigía perfecto. De todas las tareas encomendadas, dos fueron las que más han trascendido: terminar con la Equidna, monstruo con cuerpo de mujer y cola de serpiente devorador de transeúntes, y controlar a la sacerdotisa en la que Zeus, marido de Hera, había puesto toda su atención.
La vigilancia de Argos era tan perfecta que el dios no podía acercarse a la deseada Io. Naturalmente, esto lo enfureció tanto que Zeus ordenó a Hermes que terminara de una vez por todas con el perfecto centinela y la vida de este llegó efectivamente a su fin.
¿Cómo fue asesinado Argos?, se preguntarán muchos de ustedes. Existen distintas versiones sobre el mismo hecho. En algunas, Hermes lo ejecuta con varias pedradas. Personalmente creo que esta es la menos creíble ya que coincide con la versión de Argos de cuatro ojos, mencionada al comienzo del artículo.
En otras, Hermes, por la noche, mientras Argos descansaba. habría dormido a los ojos que permanecían en estado de alerta utilizando la flauta de Pan o su propia vara. Una vez que Argos se encontraba totalmente inmerso en un sueño inducido, lo asesinó decapitándolo.
Hera al enterarse de que su esposo se encontraba detrás de la muerte de su más fiel guardián decidió vengarlo y vengarse castigando a la joven doncella Io. Luego, se acercó al cadáver de Argos, arrancó todos sus ojos y los depositó en el plumaje del pavo real para que todos los que lo vieran desplegarlo recordaran al fiel sirviente, ahora inmortal, y el injusto final que el destino le tenía reservado.
(Este texto pertenece un mito griego, el autor es anonimo, http://sobreleyendas.com/2009/09/22/el-mito-de-argos-los-ojos-del-pavo-real/)
(Texto seleccionado por Cristina Martin Bonifacio, segundo bachillerato, curso 2009/20109
Etiquetas:
Mitos griegos
En busca del tiempo perdido "Por el camino de Swan", Marcel Proust
Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces, apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan prestos, que ni tiempo tenía para decirme:"Ya me duermo". Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban esas reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra, en una iglesia, en un cuarteto, en la rivalidad de Franciso I y Carlos V. Esta figuración me duraba aún unos segundos después de haberme despertado: no repugnaba a mi razón, pero gravitaba como unas escamas sobre mis ojos sin dejarlos darse cuenta de que la vela ya no estaba encendida. Y luego comenzaba a hacérseme ininteligible, lo mismo que después de la metempsicosis pierden su sentido los pensamientos de una vida anterior; e asunto del libro se desprendía de mi personalidad y yo ya quedaba libre de adaptarme o no a él; en seguida recobraba la visión, todo extrañado de encontrar en torno mío una oscuridad suave y descansada para mis ojos, y aún más quizá para mi espíritu, al cual se aparecía esta oscuridad como una cosa sin causa, incomprensible, verdaderamente oscura. Me preguntaba qué hora sería; oía el silbar de los trenes que, más o menos en la lejanía y señalando las distancias, como el canto de un pájaro en el bosque, me describía la extensión de los campos desiertos por donde un viandante marcha de prisa hacia la estación cercana; y el caminito que recorre se va a grabar en su recuerdo por la excitación que le dan los lugares nuevos, los actos desusados, la charla reciente, los adioses de la despedida que le acompañan aún en el silencio de la noche, y la dulzura próxima del retorno."
Marcel Proust, En busca del tiempo perdido"Por el camino de Swan", http://html.rincondelvago.com/marcel-proust_2.html. Seleccionado por Susana Sánchez Custodi, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.
Marcel Proust, En busca del tiempo perdido"Por el camino de Swan", http://html.rincondelvago.com/marcel-proust_2.html. Seleccionado por Susana Sánchez Custodi, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.
El corazón de las tinieblas. Joseph Conrad.
"La tierra parecía algo no terrenal. Estamos acostumbrados a verla bajo la forma encadenada de un monstruo dominado, pero allí, allí podías ver algo monstruoso y libre. No era terrenal, y los hombres eran... No, no eran inhumanos. Bueno, sabéis, eso era lo peor de todo: esa sospecha de que no fueran inhumanos. Brotaba en uno lentamente. Aullaban y brincaban y daban vueltas y hacían muecas horribles; pero lo que estremecía era pensar en su humanidad -como la de uno mismo-, pensar en el remoto parentesco de uno con ese salvaje y apasionado alboroto. Desagradable. Sí, era francamente desagradable; pero si uno fuera lo bastante hombre, reconocería que había en su interior una ligerísima señal de respuesta a la terrible franqueza de aquel ruido, una oscura sospecha de que había en ello un significado que uno -tan alejado de la noche de los primeros tiempos- podía comprender. ¿Y por qué no? La mente del hombre es capaz de cualquier cosa, porque está todo en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué había allí, después de todo? Júbilo, temor, pesar, devoción, valor, ira -¿cómo saberlo?-, pero había una verdad, la verdad despojada de su manto del tiempo. Que el necio se asombre y se estremezca; el hombre sabe y puede mirar sin parpadear. "
Conrad Joseph, El corazón de las tinieblas, http://www.epdlp.com/texto.php?id2=364.
Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, curso 2009-2010, segundo de Bachillerato.
Conrad Joseph, El corazón de las tinieblas, http://www.epdlp.com/texto.php?id2=364.
Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, curso 2009-2010, segundo de Bachillerato.
viernes, 12 de febrero de 2010
Himnos a la noche II, Novalis.
¿Ha de volver siempre la mañana? ¿No tendrá nunca fin el poder de la tierra? Siniestra agitación devora el vuelo celestial de la noche que se acerca. ¿No va a arder para siempre la ofrenda secreta del amor? Los días de la luz están contados; pero fuera del tiempo y del espacio está el imperio de la noche. El sueño dura eternamente. Sagrado sueño — no escatimes la felicidad a los que en esta jornada terrena se consagran a la noche. Sólo los insensatos te ignoran y no conocen otro sueño que el de la sombra que tú, compasiva, arrojas sobre nosotros en el crepúsculo de la noche verdadera. Ellos no te sienten en el dorado mosto de las uvas — ni en el aceite milagroso del almendro, ni en la parda savia de la amapola. No saben que eres tú la que envuelve los pechos de la tierna muchacha y convierte su regazo en un edén — no sospechan siquiera que tú, desde antiguas historias, sales a nuestro encuentro abriéndonos las puertas del cielo, trayendo la llave de las moradas de los bienaventurados, silenciosa mensajera de infinitos misterios.
Novalis, Himnos a la noche, http://www.lucernario.org/alcalis/antologia/antoanto/cuad1_12.htm. Seleccionado por Cristina Perianes Calle, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.
Novalis, Himnos a la noche, http://www.lucernario.org/alcalis/antologia/antoanto/cuad1_12.htm. Seleccionado por Cristina Perianes Calle, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010.
La isla del tesoro, Robert Louis Stevenson
Capítulo 26
El viento, sirviendo a nuestros deseos, cambió al oeste. Podíamos navegar con más facilidad desde el extremo noreste de la isla hasta la entrada de la Cala del Norte. Pero como no había forma de poder anclar, y yo no me atrevía a varar la goleta hasta que la marea estuviera alta, durante largo tiempo no tuvimos nada que hacer a bordo. El contramaestre me indicó cómo fachear el barco; y, tras muchos intentos, al fin logré hacerlo y los dos nos sentamos silenciosos a comer.
-Capitán -me dijo, con aquella misma inquietante sonrisa-, ¿qué hacemos con mi viejo camarada O'Brien? ¿Por qué no lo coge usted y lo arroja al agua? Yo no soy particularmente melindroso, sí me duele haberlo liquidado, pero no considero que esté bien ahí en cubierta... Feo ornamento, ¿no cree usted?
-Ni tengo fuerzas yo solo ni me apetece la tarea -le contesté-. Por mí, ahí se queda.
-Este es un barco sin suerte, Jim -siguió, haciéndome un guiño de complicidad-. Un puñado de hombres ha caído ya en esta Hispaniola, pobres marineros que se ha tragado el otro mundo desde que embarcamos en Bristol. No, nunca he visto un barco con peor suerte. Mira a este O'Brien... y ahora está muerto, ¿no es verdad? Pues bien, yo no soy hombre de letras y tú eres un mozo que sabe leer y entiende esas cosas de la pluma; y para decirlo sin rodeos, ¿tú crees que, cuando uno se muere, lo hace para siempre o que vuelve otra vez?
-Se puede matar el cuerpo, señor Hands, pero no el espíritu; ya debía saberlo -repliqué-. O'Brien está en el otro mundo, y hasta puede que nos esté mirando.
-¡Oh! -exclamó-. Pues es de lamentar, porque así es como si matar a uno no fuera más que matar el tiempo. De todos modos, los espíritus no cuentan mucho, por lo que yo sé. No me asusta tener que vérmelas con ellos, Jim. Y ahora que estamos hablando con confianza, te agradecería mucho que bajases al camarote y me trajeras un... bueno, un... ¡cómo crujen mis cuadernas!, no doy con el nombre; bien, tú traeme una botella de vino, Jim, porque este brandy es demasiado fuerte para mi cabeza.
Todo aquello no me parecía natural, y desde luego que prefiriese el vino al aguardiente no podía yo creerlo. Aquello no era más que un pretexto. Quería alejarme de la cubierta, de eso no había duda, pero ignoraba con qué propósito. Su mirada esquivaba la mía; sus ojos miraban de soslayo y hacia todas partes, lo mismo hacia los cielos que, furtivamente, hacia el cadáver de O'Brien. Seguía sonriendo sin cesar y se relamía tan gustosamente, que hasta un niño hubiera podido percatarse de que maquinaba alguna artimaña. Pero yo conocía mi terreno, y con alguien en el fondo tan torpe no me resultaba difícil ocultar mis sospechas; y le dije sin vacilar:
-¿Vino? Estupendo. ¿Lo quieres blanco o tinto?
-Calculo que viene a ser la misma cosa para mí, compañero -replicó-; con tal que sea fuerte y abundante, ¿qué importa lo demás?
-De acuerdo -le contesté-. Voy a traerte Oporto, amigo Hands. Pero me va a costar trabajo dar con la botella.
Y diciendo esto me alejé hacia la escala del camarote, haciendo el mayor ruido posible; y entonces me quité los zapatos, di vuelta por el pasillo, subí por la escala del castillo de proa y asomé la cabeza a ras de la cubierta. Yo sabía que él no podía ni imaginarse que yo apareciera allí, pero de todas formas fui lo más cauteloso posible; y en verdad que mis sospechas quedaron confirmadas.
Hands abandonó su postración, incorporándose dificultosamente; y a pesar de notarse que la pierna le producía un dolor intenso -pues le oí quejarse-, cruzó sin embargo la cubierta rápidamente hasta la banda de babor y de un rollo de maroma sacó un largo cuchillo, o quizás fuera corto, pero estaba hasta la empuñadura tinto en sangre. Lo examinó por unos instantes acercándoselo a los ojos, probó el filo y la punta en la palma de su mano, y después lo escondió apresuradamente en el bolsillo interior de su casaca. Y volvió a arrastrarse hasta el lugar que antes ocupaba apoyado en la amurada.
Yo no precisé saber más. Israel podía moverse, estaba armado, y, si tenía las lógicas intenciones de deshacerse de mí, sin duda que fácilmente yo me convertiría en su víctima. Cómo pensara arreglárselas después, atravesando la isla a rastras desde la Cala del Norte hasta la ciénaga donde estaban sus compañeros, o confiando en que éstos acudirían en su ayuda, no lo podía imaginar.
Pero a pesar de todo tenía la seguridad de que al menos en. una cosa podía fiarme de él, puesto que nuestros intereses coincidían, y era en poner a salvo la golera. Ambos queríamos embarrancarla con el menor daño posible en un lugar seguro, con el fin de que en su momento pudiera ser puesta a flote de nuevo sin demasiado trabajo; y hasta tanto consiguiéramos vararla, mi vida, así lo creía, estaría segura.
Al mismo tiempo que meditaba en todas estas cosas, me deslicé de nuevo hasta el camarote, me calcé mis zapatos y cogí la primera botella de vino que encontré a mano; aparecí con ella en cubierta.
Hands seguía tumbado como un guiñapo donde lo había dejado, y tenía los ojos casi cerrados como si estuviera tan débil que no pudiera resistirla luz del sol. En cuanto me vio, alzó su mirada, tomó la botella, rompió el cuello con la maestría del que está habituado a hacerlo, y dio un largo trago que solemnizó con un brindis.
-¡Suerte!
Después se quedó un rato tranquilo, y luego, sacando un pedazo de tabaco, me pidió que le cortase un trozo.
-Córtame un cacho -me dijo-, porque no tengo navaja ni fuerzas. Ojalá las tuviera. ¡Ay, Jim, Jim, creo que he perdido mis fuerzas! Córtame un cacho, porque me temo que no vas a cortarme muchos más, muchacho; voy a hacer mi último viaje y no hay que engañarse.
-Bien -le dije-, te cortaré el tabaco; pero, si yo estuviera en tu lugar y me creyera tan condenado, me pondría a rezar como un buen cristiano.
-¿Por qué? -me contestó-. Dime por qué.
-¿Por qué? -exclamé-. Hace poco me hablabas de los muertos. Tú has traicionado, has vivido en pecado y has vertido sangre; a tus pies hay ahora mismo un hombre a quien has asesinado. ¡Y me preguntas por qué! ¡Por Dios, Hands, ése es el porqué!
Le dije esto bastante enfurecido, pensando además en el cuchillo que llevaba oculto en su bolsillo y que destinaba, y de sus malos pensamientos no tenía yo dudas, a terminar conmigo. El, por su parte, bebió un largo trago de vino y me dijo con extraña e inesperada solemnidad:
-Treinta años llevo navegando los mares. Y he visto de todo, bueno y malo, he sufrido los peores temporales y sé lo que es acabarse las provisiones y tener que defenderse a cuchillo, y todo lo que haya que ver. Pero te voy a decir algo: no he visto nunca nada bueno que venga de lo que llamáis virtud. Hay que pegar el primero; los muertos no muerden. Esa es mi opinión, amén. Y ahora escucha esto -añadió, cambiando bruscamente su tono-: ya está bien de niñerías. La marea está subiendo y podemos pasar. Obedece mis órdenes, capitán Hawkins, y embarranquemos el barco y acabemos de una vez.
Sólo teníamos que salvar unas dos millas, pero la navegación era difícil: la entrada a la Cala del Norte era angosta y de poco calado, y además formaba un recodo, de manera que la goleta debía ser gobernada con mucha habilidad para conseguir que llegara a su destino. Yo era un buen subalterno, que cumplía con eficacia las órdenes, y estoy seguro de que Hands era un magnífico piloto; así que fuimos sorteando los bancos sin el menor problema y con tal precisión, que contemplar la maniobra hubiera procurado un inmenso placer.
En cuanto atravesamos los dos pequeños cabos que cerraban la entrada, nos encontramos en el centro de una bahía. Las costas de la Cala del Norte estaban cubiertas por bosques tan espesos como los que yo había visto en el otro fondeadero; pero éste era más estrecho, con forma alargada, que le daba el aspecto de un estuario. Frente a nosotros, en el extremo sur, vimos los restos de un buque hundido, que estaba en su última fase de ruina. Debía haber sido un navío de tres palos, pero llevaba seguramente tantos años expuesto a la injuria del tiempo, que por todas partes estaba cubierto como por inmensas telarañas de algas, que, al bajar la marea, surgían en sus mástiles chorreando agua. Sobre la cubierta ahora visible habían arraigado los mismos matorrales que en la costa veíamos cubiertos de flores. Era un espectáculo triste, pero nos aseguraba que aquel fondeadero era un buen abrigo.
-Ahora -dijo Hands-, ten cuidado; hay un trozo de playa que es perfecto para varar el barco. Arena fina, seguro que nunca hace viento y está rodeado de árboles, y mira las flores que crecen como en un jardín sobre ese viejo barco.
-Cuando embarranquemos -pregunté-, ¿cómo podremos volver a sacarlo a flote?
-Ah -replicó-, tú tomas una maroma y la llevas a tierra, cuando la marea ya esté baja; la fijas en uno de aquellos grandes pinos; la traes a bordo y le das otra vuelta en el cabestrante, y ya no hay más que esperar la pleamar, y sale a flote el solo como la cosa más natural. Y ahora, muchacho, pon atención. Estamos ya sobre el sitio justo y el barco navega demasiado rápido. ¡Un poco a estribor! ¡Ahí! ¡Sostén firme! ¡A estribor! ... ¡Ahora un poco a babor! ¡Sostén firme!
Seguía dando órdenes que yo obedecía inmediatamente. De pronto, gritó:
-¡Ahora, muchacho... orza!
Yo fijé el timón, y la Hispaniola viró rápidamente y avanzó de proa hacia la costa baja y frondosa.
La excitación por toda la maniobra me impidió, desde luego, estar pendiente del contramaestre como con anterioridad. Y hasta en aquel momento la seguía yo con tan vivo interés, esperando el instante en que el barco embarrancase, que me olvidé del peligro que me amenazaba y sólo tenía ojos para mirar por la borda cómo la proa cortaba las olas. Y allí hubiera perecido sin siquiera luchar por mi vida, si no hubiera sido porque un presentimiento me sobrecogió y me hizo volver la cabeza. Quizá fue un ruido, o que vi la sombra de Hands con el rabillo del ojo; acaso un instinto como el de los gatos; pero el caso es que, cuando miré hacia atrás, allí estaba Hands ya casi sobre mí con el cuchillo en su mano derecha.
Recuerdo que los dos gritamos cuando nuestros ojos se encontraron; pero, si el mío fue un grito de terror, el suyo era una especie de bufido salvaje, como el de un toro al embestir. Saltó sobre mí al mismo tiempo que daba aquel furioso alarido, y yo salté como pude hacia el castillo de proa. Al precipitarme para esquivar su golpe, solté el timón, y la rueda empezó a girar violentamente a sotavento; creo que eso fue lo que me salvó la vida, porque, al girar, dio a Hands en el pecho con tal violencia, que quedó parado en seco.
Antes de que él se recobrara, ya me había puesto a salvo, escapando de aquel rincón donde podría acorralarme; ahora tenía toda la cubierta libre para esquivar sus ataques. Me protegí tras el palo mayor y saqué mi pistola; él venía directamente hacia mí blandiendo el cuchillo. Apunté con serenidad y apreté el gatillo. Pero no se produjo el disparo; el agua del mar había inutilizado mi arma. Me maldije a mí mismo por ese descuido. ¿Cómo no se me había ocurrido cebar de nuevo la pistola y comprobar su carga? En aquellas circunstancias yo no era más que una oveja esperando a su carnicero.
Aunque Hands estaba herido, era increíble la agilidad con que se movía, y parecía un demonio con el pelo aceitoso cayéndole sobre su rostro y las mejillas encendidas por la agitación o por la furia. Yo no tenía tiempo de probar la otra pistola, ni demasiada confianza en que no estuviera inservible. Una cosa era clara para mí: si continuaba retrocediendo, no tardaría en acorralarme contra la proa, como antes había estado apunto de conseguirlo en popa. Y si lograba cercarme, lo único que yo podía esperar de este lado de la eternidad eran nueve o diez pulgadas de acero ensangrentado dentro de mi cuerpo. Me escondí tras el palo mayor, que era de un respetable grosor, y esperé con todos mis nervios en tensión.
Cuando vio que yo me defendía con aquella especie de juego del esquinazo, se detuvo; y durante unos momentos intentó alcanzarme con rápidos golpes de su cuchillo, a los que yo respondía esquivando a un lado y otro del mástil. Era un juego que a menudo había yo practicado en mi tierra, entre los peñascos del Cerro Negro; pero nunca pensé que tendría que utilizarlo de aquel modo. De otras formas no hice quizá otra cosa que seguirlo imaginando que tenía que vérmelas con un marino viejo y además herido en una pierna. Eso pareció acrecentar mi valor, hasta el punto que incluso aventuré pronósticos sobre el desenlace; pero, si empezaba a considerar la posibilidad de prolongarlo mucho tiempo, no alcanzaba ninguna esperanza sobre su resultado.
Y así estaban las cosas, cuando de repente la Hispaniola embarrancó, escoró con violencia y quedó varada en el arenal con una inclinación de cuarenta y cinco grados a babor; penetró un poco de agua por los imbornales, que hizo pequeños charcos entre la cubierta y la amurada.
Hands y yo fuimos derribados al mismo tiempo y rodamos casi juntos hasta la banda; el cadáver del pirata del gorro rojo, que aún conservaba los brazos en cruz, rodó, rígido, junto a nosotros. Yo di con la cabeza contra un pie del timonel, y sentí el golpe resonar en mi boca. Pese a ello, me levanté inmediatamente, antes que Hands, al que le había caído encima el cadáver. La inclinación del barco no era a propósito para poder correr en cubierta; era preciso que yo buscara un medio de escapar, y lo antes posible, porque mi enemigo estaba a punto de lanzarme el cuchillo. Rápido como el pensamiento, salté a un obenque de mesana, trepé por él todo lo rápido que mis manos me permitían y no respiré hasta verme sentado en la cruceta.
Mi ligereza me salvó; el cuchillo se clavó a menos de medio pie por debajo de mí, cuando empecé a trepar a toda velocidad. Vi a Israel Hands con gesto de perplejidad, su rostro levantado, mirándome con la boca abierta.
Aproveché aquel instante de sosiego para cebar de nuevo mis pistolas, y, cuando ya tuve una dispuesta, preparé la otra convenientemente.
Hands se quedó desconcertado e indeciso; se daba cuanta de que con aquellos dados no ganaría nunca; y después de visibles vacilaciones, trató de encaramarse por el cabo, con el cuchillo entre sus dientes. Pero trepar no era empresa fácil para él; mucho tiempo gastó en ello y cuántos ayes, con aquella pierna colgando herida. Ya tenía yo mis dos pistolas preparadas cuando aún no había él trepado ni una tercera parte del obenque. Entonces, mirándolo, y con una pistola en cada mano le grité:
-¡Un palmo más, señor Hands, y le salto los sesos! Los muertos no muerden, ¿no es eso lo que dijo? -añadí, riendo entre dientes. Se detuvo. Vi, por su gesto, que trataba de pensar, lo que para él era empresa harto lenta y dificultosa, y yo, crecido por mi superioridad en aquel momento, solté una carcajada. El tragó saliva varias veces, y trató de hablar, aunque sin perder aquella expresión de perplejidad. Para poder hacerlo se quitó el cuchillo de su boca, pero no hizo ningún otro movimiento.
Jim -me dijo-, calculo que los dos estamos en un mal paso, y que no tenemos otra salida que firmar un pacto. Si no hubiera sido por el bandazo, te habría atrapado; pero ya te dije que este barco trae mala suerte, sí, señor; y creo que tendré que rendirme, aunque sea duro, ya lo ves, para un buen marinero, siendo tú un grumete, Jim.
Saboreaba yo estas palabras, tan sonriente y ufano como un gallo en su corral, cuando de improviso vi a Hands que echó la mano atrás por encima del hombro. Algo silbó en el aire como una flecha; sentí un golpe y después un agudo dolor, y quedé clavado por mi hombro contra el mástil. Ni lo pensé; el dolor era muy fuerte y no menos mi sorpresa; nunca he sabido si quise disparar o no, pero apreté los dos gatillos. Ambas pistolas cayeron de mis manos, y junto a ellas, con un grito ahogado, el timonel Israel Hands se soltó del obenque y cayó de cabeza al mar.
Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro, http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/OtrosAutoresdelaLiteraturaUniversal/Stevenson/Laisladeltesoro/VMiaventuraenlamar/XXVI.asp.
Seleccionado por Beatriz Curiel, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010
El viento, sirviendo a nuestros deseos, cambió al oeste. Podíamos navegar con más facilidad desde el extremo noreste de la isla hasta la entrada de la Cala del Norte. Pero como no había forma de poder anclar, y yo no me atrevía a varar la goleta hasta que la marea estuviera alta, durante largo tiempo no tuvimos nada que hacer a bordo. El contramaestre me indicó cómo fachear el barco; y, tras muchos intentos, al fin logré hacerlo y los dos nos sentamos silenciosos a comer.
-Capitán -me dijo, con aquella misma inquietante sonrisa-, ¿qué hacemos con mi viejo camarada O'Brien? ¿Por qué no lo coge usted y lo arroja al agua? Yo no soy particularmente melindroso, sí me duele haberlo liquidado, pero no considero que esté bien ahí en cubierta... Feo ornamento, ¿no cree usted?
-Ni tengo fuerzas yo solo ni me apetece la tarea -le contesté-. Por mí, ahí se queda.
-Este es un barco sin suerte, Jim -siguió, haciéndome un guiño de complicidad-. Un puñado de hombres ha caído ya en esta Hispaniola, pobres marineros que se ha tragado el otro mundo desde que embarcamos en Bristol. No, nunca he visto un barco con peor suerte. Mira a este O'Brien... y ahora está muerto, ¿no es verdad? Pues bien, yo no soy hombre de letras y tú eres un mozo que sabe leer y entiende esas cosas de la pluma; y para decirlo sin rodeos, ¿tú crees que, cuando uno se muere, lo hace para siempre o que vuelve otra vez?
-Se puede matar el cuerpo, señor Hands, pero no el espíritu; ya debía saberlo -repliqué-. O'Brien está en el otro mundo, y hasta puede que nos esté mirando.
-¡Oh! -exclamó-. Pues es de lamentar, porque así es como si matar a uno no fuera más que matar el tiempo. De todos modos, los espíritus no cuentan mucho, por lo que yo sé. No me asusta tener que vérmelas con ellos, Jim. Y ahora que estamos hablando con confianza, te agradecería mucho que bajases al camarote y me trajeras un... bueno, un... ¡cómo crujen mis cuadernas!, no doy con el nombre; bien, tú traeme una botella de vino, Jim, porque este brandy es demasiado fuerte para mi cabeza.
Todo aquello no me parecía natural, y desde luego que prefiriese el vino al aguardiente no podía yo creerlo. Aquello no era más que un pretexto. Quería alejarme de la cubierta, de eso no había duda, pero ignoraba con qué propósito. Su mirada esquivaba la mía; sus ojos miraban de soslayo y hacia todas partes, lo mismo hacia los cielos que, furtivamente, hacia el cadáver de O'Brien. Seguía sonriendo sin cesar y se relamía tan gustosamente, que hasta un niño hubiera podido percatarse de que maquinaba alguna artimaña. Pero yo conocía mi terreno, y con alguien en el fondo tan torpe no me resultaba difícil ocultar mis sospechas; y le dije sin vacilar:
-¿Vino? Estupendo. ¿Lo quieres blanco o tinto?
-Calculo que viene a ser la misma cosa para mí, compañero -replicó-; con tal que sea fuerte y abundante, ¿qué importa lo demás?
-De acuerdo -le contesté-. Voy a traerte Oporto, amigo Hands. Pero me va a costar trabajo dar con la botella.
Y diciendo esto me alejé hacia la escala del camarote, haciendo el mayor ruido posible; y entonces me quité los zapatos, di vuelta por el pasillo, subí por la escala del castillo de proa y asomé la cabeza a ras de la cubierta. Yo sabía que él no podía ni imaginarse que yo apareciera allí, pero de todas formas fui lo más cauteloso posible; y en verdad que mis sospechas quedaron confirmadas.
Hands abandonó su postración, incorporándose dificultosamente; y a pesar de notarse que la pierna le producía un dolor intenso -pues le oí quejarse-, cruzó sin embargo la cubierta rápidamente hasta la banda de babor y de un rollo de maroma sacó un largo cuchillo, o quizás fuera corto, pero estaba hasta la empuñadura tinto en sangre. Lo examinó por unos instantes acercándoselo a los ojos, probó el filo y la punta en la palma de su mano, y después lo escondió apresuradamente en el bolsillo interior de su casaca. Y volvió a arrastrarse hasta el lugar que antes ocupaba apoyado en la amurada.
Yo no precisé saber más. Israel podía moverse, estaba armado, y, si tenía las lógicas intenciones de deshacerse de mí, sin duda que fácilmente yo me convertiría en su víctima. Cómo pensara arreglárselas después, atravesando la isla a rastras desde la Cala del Norte hasta la ciénaga donde estaban sus compañeros, o confiando en que éstos acudirían en su ayuda, no lo podía imaginar.
Pero a pesar de todo tenía la seguridad de que al menos en. una cosa podía fiarme de él, puesto que nuestros intereses coincidían, y era en poner a salvo la golera. Ambos queríamos embarrancarla con el menor daño posible en un lugar seguro, con el fin de que en su momento pudiera ser puesta a flote de nuevo sin demasiado trabajo; y hasta tanto consiguiéramos vararla, mi vida, así lo creía, estaría segura.
Al mismo tiempo que meditaba en todas estas cosas, me deslicé de nuevo hasta el camarote, me calcé mis zapatos y cogí la primera botella de vino que encontré a mano; aparecí con ella en cubierta.
Hands seguía tumbado como un guiñapo donde lo había dejado, y tenía los ojos casi cerrados como si estuviera tan débil que no pudiera resistirla luz del sol. En cuanto me vio, alzó su mirada, tomó la botella, rompió el cuello con la maestría del que está habituado a hacerlo, y dio un largo trago que solemnizó con un brindis.
-¡Suerte!
Después se quedó un rato tranquilo, y luego, sacando un pedazo de tabaco, me pidió que le cortase un trozo.
-Córtame un cacho -me dijo-, porque no tengo navaja ni fuerzas. Ojalá las tuviera. ¡Ay, Jim, Jim, creo que he perdido mis fuerzas! Córtame un cacho, porque me temo que no vas a cortarme muchos más, muchacho; voy a hacer mi último viaje y no hay que engañarse.
-Bien -le dije-, te cortaré el tabaco; pero, si yo estuviera en tu lugar y me creyera tan condenado, me pondría a rezar como un buen cristiano.
-¿Por qué? -me contestó-. Dime por qué.
-¿Por qué? -exclamé-. Hace poco me hablabas de los muertos. Tú has traicionado, has vivido en pecado y has vertido sangre; a tus pies hay ahora mismo un hombre a quien has asesinado. ¡Y me preguntas por qué! ¡Por Dios, Hands, ése es el porqué!
Le dije esto bastante enfurecido, pensando además en el cuchillo que llevaba oculto en su bolsillo y que destinaba, y de sus malos pensamientos no tenía yo dudas, a terminar conmigo. El, por su parte, bebió un largo trago de vino y me dijo con extraña e inesperada solemnidad:
-Treinta años llevo navegando los mares. Y he visto de todo, bueno y malo, he sufrido los peores temporales y sé lo que es acabarse las provisiones y tener que defenderse a cuchillo, y todo lo que haya que ver. Pero te voy a decir algo: no he visto nunca nada bueno que venga de lo que llamáis virtud. Hay que pegar el primero; los muertos no muerden. Esa es mi opinión, amén. Y ahora escucha esto -añadió, cambiando bruscamente su tono-: ya está bien de niñerías. La marea está subiendo y podemos pasar. Obedece mis órdenes, capitán Hawkins, y embarranquemos el barco y acabemos de una vez.
Sólo teníamos que salvar unas dos millas, pero la navegación era difícil: la entrada a la Cala del Norte era angosta y de poco calado, y además formaba un recodo, de manera que la goleta debía ser gobernada con mucha habilidad para conseguir que llegara a su destino. Yo era un buen subalterno, que cumplía con eficacia las órdenes, y estoy seguro de que Hands era un magnífico piloto; así que fuimos sorteando los bancos sin el menor problema y con tal precisión, que contemplar la maniobra hubiera procurado un inmenso placer.
En cuanto atravesamos los dos pequeños cabos que cerraban la entrada, nos encontramos en el centro de una bahía. Las costas de la Cala del Norte estaban cubiertas por bosques tan espesos como los que yo había visto en el otro fondeadero; pero éste era más estrecho, con forma alargada, que le daba el aspecto de un estuario. Frente a nosotros, en el extremo sur, vimos los restos de un buque hundido, que estaba en su última fase de ruina. Debía haber sido un navío de tres palos, pero llevaba seguramente tantos años expuesto a la injuria del tiempo, que por todas partes estaba cubierto como por inmensas telarañas de algas, que, al bajar la marea, surgían en sus mástiles chorreando agua. Sobre la cubierta ahora visible habían arraigado los mismos matorrales que en la costa veíamos cubiertos de flores. Era un espectáculo triste, pero nos aseguraba que aquel fondeadero era un buen abrigo.
-Ahora -dijo Hands-, ten cuidado; hay un trozo de playa que es perfecto para varar el barco. Arena fina, seguro que nunca hace viento y está rodeado de árboles, y mira las flores que crecen como en un jardín sobre ese viejo barco.
-Cuando embarranquemos -pregunté-, ¿cómo podremos volver a sacarlo a flote?
-Ah -replicó-, tú tomas una maroma y la llevas a tierra, cuando la marea ya esté baja; la fijas en uno de aquellos grandes pinos; la traes a bordo y le das otra vuelta en el cabestrante, y ya no hay más que esperar la pleamar, y sale a flote el solo como la cosa más natural. Y ahora, muchacho, pon atención. Estamos ya sobre el sitio justo y el barco navega demasiado rápido. ¡Un poco a estribor! ¡Ahí! ¡Sostén firme! ¡A estribor! ... ¡Ahora un poco a babor! ¡Sostén firme!
Seguía dando órdenes que yo obedecía inmediatamente. De pronto, gritó:
-¡Ahora, muchacho... orza!
Yo fijé el timón, y la Hispaniola viró rápidamente y avanzó de proa hacia la costa baja y frondosa.
La excitación por toda la maniobra me impidió, desde luego, estar pendiente del contramaestre como con anterioridad. Y hasta en aquel momento la seguía yo con tan vivo interés, esperando el instante en que el barco embarrancase, que me olvidé del peligro que me amenazaba y sólo tenía ojos para mirar por la borda cómo la proa cortaba las olas. Y allí hubiera perecido sin siquiera luchar por mi vida, si no hubiera sido porque un presentimiento me sobrecogió y me hizo volver la cabeza. Quizá fue un ruido, o que vi la sombra de Hands con el rabillo del ojo; acaso un instinto como el de los gatos; pero el caso es que, cuando miré hacia atrás, allí estaba Hands ya casi sobre mí con el cuchillo en su mano derecha.
Recuerdo que los dos gritamos cuando nuestros ojos se encontraron; pero, si el mío fue un grito de terror, el suyo era una especie de bufido salvaje, como el de un toro al embestir. Saltó sobre mí al mismo tiempo que daba aquel furioso alarido, y yo salté como pude hacia el castillo de proa. Al precipitarme para esquivar su golpe, solté el timón, y la rueda empezó a girar violentamente a sotavento; creo que eso fue lo que me salvó la vida, porque, al girar, dio a Hands en el pecho con tal violencia, que quedó parado en seco.
Antes de que él se recobrara, ya me había puesto a salvo, escapando de aquel rincón donde podría acorralarme; ahora tenía toda la cubierta libre para esquivar sus ataques. Me protegí tras el palo mayor y saqué mi pistola; él venía directamente hacia mí blandiendo el cuchillo. Apunté con serenidad y apreté el gatillo. Pero no se produjo el disparo; el agua del mar había inutilizado mi arma. Me maldije a mí mismo por ese descuido. ¿Cómo no se me había ocurrido cebar de nuevo la pistola y comprobar su carga? En aquellas circunstancias yo no era más que una oveja esperando a su carnicero.
Aunque Hands estaba herido, era increíble la agilidad con que se movía, y parecía un demonio con el pelo aceitoso cayéndole sobre su rostro y las mejillas encendidas por la agitación o por la furia. Yo no tenía tiempo de probar la otra pistola, ni demasiada confianza en que no estuviera inservible. Una cosa era clara para mí: si continuaba retrocediendo, no tardaría en acorralarme contra la proa, como antes había estado apunto de conseguirlo en popa. Y si lograba cercarme, lo único que yo podía esperar de este lado de la eternidad eran nueve o diez pulgadas de acero ensangrentado dentro de mi cuerpo. Me escondí tras el palo mayor, que era de un respetable grosor, y esperé con todos mis nervios en tensión.
Cuando vio que yo me defendía con aquella especie de juego del esquinazo, se detuvo; y durante unos momentos intentó alcanzarme con rápidos golpes de su cuchillo, a los que yo respondía esquivando a un lado y otro del mástil. Era un juego que a menudo había yo practicado en mi tierra, entre los peñascos del Cerro Negro; pero nunca pensé que tendría que utilizarlo de aquel modo. De otras formas no hice quizá otra cosa que seguirlo imaginando que tenía que vérmelas con un marino viejo y además herido en una pierna. Eso pareció acrecentar mi valor, hasta el punto que incluso aventuré pronósticos sobre el desenlace; pero, si empezaba a considerar la posibilidad de prolongarlo mucho tiempo, no alcanzaba ninguna esperanza sobre su resultado.
Y así estaban las cosas, cuando de repente la Hispaniola embarrancó, escoró con violencia y quedó varada en el arenal con una inclinación de cuarenta y cinco grados a babor; penetró un poco de agua por los imbornales, que hizo pequeños charcos entre la cubierta y la amurada.
Hands y yo fuimos derribados al mismo tiempo y rodamos casi juntos hasta la banda; el cadáver del pirata del gorro rojo, que aún conservaba los brazos en cruz, rodó, rígido, junto a nosotros. Yo di con la cabeza contra un pie del timonel, y sentí el golpe resonar en mi boca. Pese a ello, me levanté inmediatamente, antes que Hands, al que le había caído encima el cadáver. La inclinación del barco no era a propósito para poder correr en cubierta; era preciso que yo buscara un medio de escapar, y lo antes posible, porque mi enemigo estaba a punto de lanzarme el cuchillo. Rápido como el pensamiento, salté a un obenque de mesana, trepé por él todo lo rápido que mis manos me permitían y no respiré hasta verme sentado en la cruceta.
Mi ligereza me salvó; el cuchillo se clavó a menos de medio pie por debajo de mí, cuando empecé a trepar a toda velocidad. Vi a Israel Hands con gesto de perplejidad, su rostro levantado, mirándome con la boca abierta.
Aproveché aquel instante de sosiego para cebar de nuevo mis pistolas, y, cuando ya tuve una dispuesta, preparé la otra convenientemente.
Hands se quedó desconcertado e indeciso; se daba cuanta de que con aquellos dados no ganaría nunca; y después de visibles vacilaciones, trató de encaramarse por el cabo, con el cuchillo entre sus dientes. Pero trepar no era empresa fácil para él; mucho tiempo gastó en ello y cuántos ayes, con aquella pierna colgando herida. Ya tenía yo mis dos pistolas preparadas cuando aún no había él trepado ni una tercera parte del obenque. Entonces, mirándolo, y con una pistola en cada mano le grité:
-¡Un palmo más, señor Hands, y le salto los sesos! Los muertos no muerden, ¿no es eso lo que dijo? -añadí, riendo entre dientes. Se detuvo. Vi, por su gesto, que trataba de pensar, lo que para él era empresa harto lenta y dificultosa, y yo, crecido por mi superioridad en aquel momento, solté una carcajada. El tragó saliva varias veces, y trató de hablar, aunque sin perder aquella expresión de perplejidad. Para poder hacerlo se quitó el cuchillo de su boca, pero no hizo ningún otro movimiento.
Jim -me dijo-, calculo que los dos estamos en un mal paso, y que no tenemos otra salida que firmar un pacto. Si no hubiera sido por el bandazo, te habría atrapado; pero ya te dije que este barco trae mala suerte, sí, señor; y creo que tendré que rendirme, aunque sea duro, ya lo ves, para un buen marinero, siendo tú un grumete, Jim.
Saboreaba yo estas palabras, tan sonriente y ufano como un gallo en su corral, cuando de improviso vi a Hands que echó la mano atrás por encima del hombro. Algo silbó en el aire como una flecha; sentí un golpe y después un agudo dolor, y quedé clavado por mi hombro contra el mástil. Ni lo pensé; el dolor era muy fuerte y no menos mi sorpresa; nunca he sabido si quise disparar o no, pero apreté los dos gatillos. Ambas pistolas cayeron de mis manos, y junto a ellas, con un grito ahogado, el timonel Israel Hands se soltó del obenque y cayó de cabeza al mar.
Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro, http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/OtrosAutoresdelaLiteraturaUniversal/Stevenson/Laisladeltesoro/VMiaventuraenlamar/XXVI.asp.
Seleccionado por Beatriz Curiel, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010
Decamerón. Los tres anillos. Giovanni Boccaccio
Años atrás vivió un hombre llamado Saladino, cuyo valor era tan grande que llegó a sultán de Babilonia y alcanzó muchas victorias sobre los reyes sarracenos y cristianos. Habiendo gastado todo su tesoro en diversas guerras y en sus incomparables magnificencias, y como le hacía falta, para un compromiso que le había sobrevenido, una fuerte suma de dinero, y no veía de dónde lo podía sacar tan pronto como lo necesitaba, le vino a la memoria un acaudalado judío llamado Melquisedec, que prestaba con usura en Alejandría, y creyó que éste hallaría el modo de servirle, si accedía a ello; mas era tan avaro, que por su propia voluntad jamás lo habría hecho, y el sultán no quería emplear la fuerza; por lo que, apremiado por la necesidad y decidido a encontrar la manera de que el judío le sirviese, resolvió hacerle una consulta que tuviese las apariencias de razonable. Y habiéndolo mandado llamar, lo recibió con familiaridad y lo hizo sentar a su lado, y después le dijo:
-Buen hombre, a muchos he oído decir que eres muy sabio y muy versado en el conocimiento de las cosas de Dios, por lo que me gustaría que me dijeras cuál de las tres religiones consideras que es la verdadera: la judía, la mahometana o la cristiana.
El judío, que verdaderamente era sabio, comprendió de sobra que Saladino trataba de atraparlo en sus propias palabras para hacerle alguna petición, y discurrió que no podía alabar a una de las religiones más que a las otras si no quería que Saladino consiguiera lo que se proponía. Por lo que, aguzando el ingenio, se le ocurrió lo que debía contestar y dijo:
-Señor, intrincada es la pregunta que me haces, y para poderte expresar mi modo de pensar, me veo en el caso de contarte la historia que vas a oír. Si no me equivoco, recuerdo haber oído decir muchas veces que en otro tiempo hubo un gran y rico hombre que entre otras joyas de gran valor que formaban parte de su tesoro, poseía un anillo hermosísimo y valioso, y que queriendo hacerlo venerar y dejarlo a perpetuidad a sus descendientes por su valor y por su belleza, ordenó que aquel de sus hijos en cuyo poder, por legado suyo, se encontrase dicho anillo, fuera reconocido como su heredero, y debiera ser venerado y respetado por todos los demás como el mayor. El hijo a quien fue legada la sortija mantuvo semejante orden entre sus descendientes, haciendo lo que había hecho su antecesor, y en resumen: aquel anillo pasó de mano en mano a muchos sucesores, llegando por último al poder de uno que tenía tres hijos bellos y virtuosos y muy obedientes a su padre, por lo que éste los amaba a los tres de igual manera. Y los jóvenes, que sabían la costumbre del anillo, deseoso cada uno de ellos de ser el honrado entre los tres, por separado y como mejor sabían, rogaban al padre, que era ya viejo, que a su muerte les dejase aquel anillo. El buen hombre, que de igual manera los quería a los tres y no acertaba a decidirse sobre cuál de ellos sería el elegido, pensó en dejarlos contentos, puesto que a cada uno se lo había prometido, y secretamente encargó a un buen maestro que hiciera otros dos anillos tan parecidos al primero que ni él mismo, que los había mandado hacer, conociese cuál era el verdadero. Y llegada la hora de su muerte, entregó secretamente un anillo a cada uno de los hijos, quienes después que el padre hubo fallecido, al querer separadamente tomar posesión de la herencia y el honor, cada uno de ellos sacó su anillo como prueba del derecho que razonablemente lo asistía. Y al hallar los anillos tan semejantes entre sí, no fue posible conocer quién era el verdadero heredero de su padre, cuestión que sigue pendiente todavía. Y esto mismo te digo, señor, sobre las tres leyes dadas por Dios Padre a los tres pueblos que son el objeto de tu pregunta: cada uno cree tener su herencia, su verdadera ley y sus mandamientos; pero en esto, como en lo de los anillos, todavía está pendiente la cuestión de quién la tenga.
Saladino conoció que el judío había sabido librarse astutamente del lazo que le había tendido, y, por lo tanto, resolvió confiarle su necesidad y ver si le quería servir; así lo hizo, y le confesó lo que había pensado hacer si él no le hubiese contestado tan discretamente como lo había hecho. El judío entregó generosamente toda la suma que el sultán le pidió, y éste, después, lo satisfizo por entero, lo cubrió de valiosos regalos y desde entonces lo tuvo por un amigo al que conservó junto a él y lo colmó de honores y distinciones.
BOCCACCIO,Giovanni. Decameron, Los tres anillos.
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/bocca/tres.htm
Seleccionado por Cristina Martin Bonifacio, Segundo de Bachillerato, Curso 2009/2010).
-Buen hombre, a muchos he oído decir que eres muy sabio y muy versado en el conocimiento de las cosas de Dios, por lo que me gustaría que me dijeras cuál de las tres religiones consideras que es la verdadera: la judía, la mahometana o la cristiana.
El judío, que verdaderamente era sabio, comprendió de sobra que Saladino trataba de atraparlo en sus propias palabras para hacerle alguna petición, y discurrió que no podía alabar a una de las religiones más que a las otras si no quería que Saladino consiguiera lo que se proponía. Por lo que, aguzando el ingenio, se le ocurrió lo que debía contestar y dijo:
-Señor, intrincada es la pregunta que me haces, y para poderte expresar mi modo de pensar, me veo en el caso de contarte la historia que vas a oír. Si no me equivoco, recuerdo haber oído decir muchas veces que en otro tiempo hubo un gran y rico hombre que entre otras joyas de gran valor que formaban parte de su tesoro, poseía un anillo hermosísimo y valioso, y que queriendo hacerlo venerar y dejarlo a perpetuidad a sus descendientes por su valor y por su belleza, ordenó que aquel de sus hijos en cuyo poder, por legado suyo, se encontrase dicho anillo, fuera reconocido como su heredero, y debiera ser venerado y respetado por todos los demás como el mayor. El hijo a quien fue legada la sortija mantuvo semejante orden entre sus descendientes, haciendo lo que había hecho su antecesor, y en resumen: aquel anillo pasó de mano en mano a muchos sucesores, llegando por último al poder de uno que tenía tres hijos bellos y virtuosos y muy obedientes a su padre, por lo que éste los amaba a los tres de igual manera. Y los jóvenes, que sabían la costumbre del anillo, deseoso cada uno de ellos de ser el honrado entre los tres, por separado y como mejor sabían, rogaban al padre, que era ya viejo, que a su muerte les dejase aquel anillo. El buen hombre, que de igual manera los quería a los tres y no acertaba a decidirse sobre cuál de ellos sería el elegido, pensó en dejarlos contentos, puesto que a cada uno se lo había prometido, y secretamente encargó a un buen maestro que hiciera otros dos anillos tan parecidos al primero que ni él mismo, que los había mandado hacer, conociese cuál era el verdadero. Y llegada la hora de su muerte, entregó secretamente un anillo a cada uno de los hijos, quienes después que el padre hubo fallecido, al querer separadamente tomar posesión de la herencia y el honor, cada uno de ellos sacó su anillo como prueba del derecho que razonablemente lo asistía. Y al hallar los anillos tan semejantes entre sí, no fue posible conocer quién era el verdadero heredero de su padre, cuestión que sigue pendiente todavía. Y esto mismo te digo, señor, sobre las tres leyes dadas por Dios Padre a los tres pueblos que son el objeto de tu pregunta: cada uno cree tener su herencia, su verdadera ley y sus mandamientos; pero en esto, como en lo de los anillos, todavía está pendiente la cuestión de quién la tenga.
Saladino conoció que el judío había sabido librarse astutamente del lazo que le había tendido, y, por lo tanto, resolvió confiarle su necesidad y ver si le quería servir; así lo hizo, y le confesó lo que había pensado hacer si él no le hubiese contestado tan discretamente como lo había hecho. El judío entregó generosamente toda la suma que el sultán le pidió, y éste, después, lo satisfizo por entero, lo cubrió de valiosos regalos y desde entonces lo tuvo por un amigo al que conservó junto a él y lo colmó de honores y distinciones.
BOCCACCIO,Giovanni. Decameron, Los tres anillos.
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/bocca/tres.htm
Seleccionado por Cristina Martin Bonifacio, Segundo de Bachillerato, Curso 2009/2010).
Oda "En la fuentes del Danubio", Friedrich Hölderlin
¡A ti, Madre Asia, te saludo!
...bajo la sombra de los bosques legendarios
descansas y rememoras tus hazañas.
Yo también, Asia, ebrio de fuerzas
Y no tan sólo por mi fuerza, cuando plena del fuego celestial
Lanzabas, milenaria, un inmenso grito de alegría,
Tan poderoso
Que en nuestros oídos todavía resuena
Aquella voz ¡Oh Milenaria!...
...pues para rendirte homenaje
recibí el genio de aquellos antes quienes
como del monte sagrado...
Mas hoy descansas y esperas
Que algún pecho viviente
Te haga llegar el eco de su amor
...con las ondas del Danubio
cuando desde la cima baja y va
hacia el Oriente, buscando un cauce
y transportando las embarcaciones.
Impulsado por este oleaje poderoso
Llego a tu lado
Y antes de que ocurra lo debido,
Yo te lo anuncio desde lejos y te digo: ...
Pues igual que el órgano
De majestuosos acordes brota
En pura ondas de los inagotables tubos,
En la sagrada nave,
Así el Preludio, desde la mañana,
Resuena y nos despierta,
Y luego, poco a poco, de bóveda en bóveda,
El melódico torrente derrama su frescura
Hasta que lleno de entusiasmo,
Aún en sus rincones de fría sombra,
Esta Casa por fin se despierta,
Y a su encuentro subiendo
Como hacia el sol de esta fiesta,
Responde el coro de los fieles;
Así el Verbo nos llegó del Oriente.
Y en los peñascos del Parnaso,
Sobre las laderas del Citerón,
Escucho el eco de tu voz ¡Oh Asia!,
Que en el Capitolio se rompe.
Y de pronto, desde lo alto de los Alpes,
Se despeña sobre nosotros
la Extranjera,
la que Despierta
la Voz que forma a los humanos.
Al principio el estupor heló las almas
de todos los presentes y la sombra
cubrió los ojos de los mejores.
Pero grande es el poder del hombre
y con su arte domina el oleaje, las rocas
y el ímpetu del fuego,
y aunque la espada no rehuye en su audacia,
el fuerte cae de rodillas
ante la presencia del divino
y casi semejando a la fiera
que llevada por su gozosa juventud
ronda sin tregua en la montaña,
sintiendo en el ardiente mediodía
la plenitud de su pujanza.
Pero cuando declina la sagrada luz
entre los jugueteos de las brisas,
y cuando su alegre espíritu
llega a la tierra venturosa, entonces
el animal cae vencido
por el cúmulo de bellezas repentinas
y se adormece a medias,
antes de que aparezcan las estrellas.
Tal como a nosotros nos ocurre.
Pues más de uno ha visto
apagarse la luz de sus ojos
antes de la llegada de esos dones divinos;
regalos de los dioses, traídos
de Jonia y también de Arabia. Y las almas
de esos dormidos
nunca disfrutaron de las caras enseñanzas
ni de los cantos deliciosos.
Algunos, sin embargo, velaban.
Y a menudo se complacían caminando
entre vosotros -¡oh habitantes de bellas ciudades!-
en los torneos, donde el héroe de antaño,
tomaba invisible asiento
y misteriosamente con los poetas
contemplaba los gladiadores,
y él, el celebrado,
con una sonrisa celebrada [celebraba?]
los graves juegos de estos niños.
Era, y es todavía,
un inmenso intercambio de amor.
Y aunque separados, unos a otros
el pensamiento nos reúne,
-oh dichosos habitantes del Istmo-
y en las orillas del Cefiso
y en las pendientes del Taigeto,
nuestro pensamiento va hacia vosotros,
antiquísimos valles del Cáucaso,
distantes paraísos,
y a tus patriarcas y profetas
y a tus valientes -¡oh Madre Asia!-,
que sin temer los presagios del universo
y cargando sobre los hombros
el cielo y todo el peso del destino,
día tras día se arraigaron en la montañas
y lo primeros
supieron hablar
a solas con Dios. ¡Que descansen!
Pero si vosotros, los antiguos,
y hay que decirlo,
no supisteis de dónde os vino ese mensaje,
nosotros, obligados por necesidad divina,
-¡oh Naturaleza!- te diremos
de dónde surge fresco,
como al salir del baño lustral,
cuanto hay en el mundo de divino.
Pues vamos casi como huérfanos.
Y aunque todo está como antes,
ya no hay igual solicitud. Pero los jóvenes
que guardaron el recuerdo de la infancia,
no se sienten extraños en la casa.
Viven de modo triple, como viven
Los primogénitos del cielo,
Y no en vano
La lealtad [fidelidad, Treue] fue implantada en nuestras almas[1].
Vela por nosotros, pero también
por lo que os pertenece, santuarios,
armas del Verbo, que al separaros
nos habéis dejado,
hijos del Destino, ¡a nosotros, los más torpes!
como que estáis presentes –oh amables Genios-.
Y a menudo, cuando la santa nube rodea
a uno de nosotros, estupefactos,
no adivinamos el sentido.
Mas vosotros endulzáis nuestro aliento
con vuestro néctar y así
lanzamos gritos de alegría o bien
una ensoñación se apodera de nosotros.
Pero si hay uno a quien amáis en demasía,
no descansará hasta llegar hasta vosotros.
Entonces, genios bienhechores,
envolvedme con tenues velos
para que pueda demorarme un poco más,
pues todavía hay muchas cosas que cantar.
Y ahora, entre deliciosas lágrimas,
mi canto se termina
como una fábula de amor.
Tal es lo que sentí, enrojeciendo
y palideciendo, desde las primeras notas.
Pero así ocurre siempre.
Johann Christian Friedrich Hölderlin, Poesía completa, Barcelona: Río Nuevo, 1979. Edición bilingüe, trad. Federico Gorbea. Tomo II, pp.87-93. Seleccionado por Cristina Perianes Calle, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010)
...bajo la sombra de los bosques legendarios
descansas y rememoras tus hazañas.
Yo también, Asia, ebrio de fuerzas
Y no tan sólo por mi fuerza, cuando plena del fuego celestial
Lanzabas, milenaria, un inmenso grito de alegría,
Tan poderoso
Que en nuestros oídos todavía resuena
Aquella voz ¡Oh Milenaria!...
...pues para rendirte homenaje
recibí el genio de aquellos antes quienes
como del monte sagrado...
Mas hoy descansas y esperas
Que algún pecho viviente
Te haga llegar el eco de su amor
...con las ondas del Danubio
cuando desde la cima baja y va
hacia el Oriente, buscando un cauce
y transportando las embarcaciones.
Impulsado por este oleaje poderoso
Llego a tu lado
Y antes de que ocurra lo debido,
Yo te lo anuncio desde lejos y te digo: ...
Pues igual que el órgano
De majestuosos acordes brota
En pura ondas de los inagotables tubos,
En la sagrada nave,
Así el Preludio, desde la mañana,
Resuena y nos despierta,
Y luego, poco a poco, de bóveda en bóveda,
El melódico torrente derrama su frescura
Hasta que lleno de entusiasmo,
Aún en sus rincones de fría sombra,
Esta Casa por fin se despierta,
Y a su encuentro subiendo
Como hacia el sol de esta fiesta,
Responde el coro de los fieles;
Así el Verbo nos llegó del Oriente.
Y en los peñascos del Parnaso,
Sobre las laderas del Citerón,
Escucho el eco de tu voz ¡Oh Asia!,
Que en el Capitolio se rompe.
Y de pronto, desde lo alto de los Alpes,
Se despeña sobre nosotros
la Extranjera,
la que Despierta
la Voz que forma a los humanos.
Al principio el estupor heló las almas
de todos los presentes y la sombra
cubrió los ojos de los mejores.
Pero grande es el poder del hombre
y con su arte domina el oleaje, las rocas
y el ímpetu del fuego,
y aunque la espada no rehuye en su audacia,
el fuerte cae de rodillas
ante la presencia del divino
y casi semejando a la fiera
que llevada por su gozosa juventud
ronda sin tregua en la montaña,
sintiendo en el ardiente mediodía
la plenitud de su pujanza.
Pero cuando declina la sagrada luz
entre los jugueteos de las brisas,
y cuando su alegre espíritu
llega a la tierra venturosa, entonces
el animal cae vencido
por el cúmulo de bellezas repentinas
y se adormece a medias,
antes de que aparezcan las estrellas.
Tal como a nosotros nos ocurre.
Pues más de uno ha visto
apagarse la luz de sus ojos
antes de la llegada de esos dones divinos;
regalos de los dioses, traídos
de Jonia y también de Arabia. Y las almas
de esos dormidos
nunca disfrutaron de las caras enseñanzas
ni de los cantos deliciosos.
Algunos, sin embargo, velaban.
Y a menudo se complacían caminando
entre vosotros -¡oh habitantes de bellas ciudades!-
en los torneos, donde el héroe de antaño,
tomaba invisible asiento
y misteriosamente con los poetas
contemplaba los gladiadores,
y él, el celebrado,
con una sonrisa celebrada [celebraba?]
los graves juegos de estos niños.
Era, y es todavía,
un inmenso intercambio de amor.
Y aunque separados, unos a otros
el pensamiento nos reúne,
-oh dichosos habitantes del Istmo-
y en las orillas del Cefiso
y en las pendientes del Taigeto,
nuestro pensamiento va hacia vosotros,
antiquísimos valles del Cáucaso,
distantes paraísos,
y a tus patriarcas y profetas
y a tus valientes -¡oh Madre Asia!-,
que sin temer los presagios del universo
y cargando sobre los hombros
el cielo y todo el peso del destino,
día tras día se arraigaron en la montañas
y lo primeros
supieron hablar
a solas con Dios. ¡Que descansen!
Pero si vosotros, los antiguos,
y hay que decirlo,
no supisteis de dónde os vino ese mensaje,
nosotros, obligados por necesidad divina,
-¡oh Naturaleza!- te diremos
de dónde surge fresco,
como al salir del baño lustral,
cuanto hay en el mundo de divino.
Pues vamos casi como huérfanos.
Y aunque todo está como antes,
ya no hay igual solicitud. Pero los jóvenes
que guardaron el recuerdo de la infancia,
no se sienten extraños en la casa.
Viven de modo triple, como viven
Los primogénitos del cielo,
Y no en vano
La lealtad [fidelidad, Treue] fue implantada en nuestras almas[1].
Vela por nosotros, pero también
por lo que os pertenece, santuarios,
armas del Verbo, que al separaros
nos habéis dejado,
hijos del Destino, ¡a nosotros, los más torpes!
como que estáis presentes –oh amables Genios-.
Y a menudo, cuando la santa nube rodea
a uno de nosotros, estupefactos,
no adivinamos el sentido.
Mas vosotros endulzáis nuestro aliento
con vuestro néctar y así
lanzamos gritos de alegría o bien
una ensoñación se apodera de nosotros.
Pero si hay uno a quien amáis en demasía,
no descansará hasta llegar hasta vosotros.
Entonces, genios bienhechores,
envolvedme con tenues velos
para que pueda demorarme un poco más,
pues todavía hay muchas cosas que cantar.
Y ahora, entre deliciosas lágrimas,
mi canto se termina
como una fábula de amor.
Tal es lo que sentí, enrojeciendo
y palideciendo, desde las primeras notas.
Pero así ocurre siempre.
Johann Christian Friedrich Hölderlin, Poesía completa, Barcelona: Río Nuevo, 1979. Edición bilingüe, trad. Federico Gorbea. Tomo II, pp.87-93. Seleccionado por Cristina Perianes Calle, segundo de Bachillerato, curso 2009-2010)
Don Juan , Lord Byron. George Gordon
DON JUAN Bah! ¿Qué necesitas que agregue? Tú no entiendes que cuando estuve cara a cara con una mujer cada fibra en mi claro y critico cerebro me advirtió que se lo ahorrara a ella y me salvara a mi mismo. Mi moral me decía no. Mi consciencia decía no. Mi caballerosidad y mi piedad hacia ella me decían que no, mi respeto y prudencia me decía que no. Mi oído, practicó cientos de canciones y sintonías. Mi ojo ejercitó cientos de pinturas; rasgo su voz sus características y sus fragmentos de color. Atrapé todas las semejanzas de su padre y madre por lo cual supe que ella podía tener alrededor de 30 años. Note el destello de oro de un diente muerto en su sonriente boca. Hice una curiosa observación de extraños olores de los químicos de los nervios. Las visiones de mis ensueños románticos me abandonaron en aquella hora suprema. Los recordaba desesperadamente, se esforzaron por recuperar su ilusión pero ahora parecían los más vacíos de invenciones. Mi juicio no debería ser corrompido; mi cerebro todavía dijo no en cada edición. Y mientras estaba en el acto de enmarcar mis disculpas para esa dama, la vida me agarro y me tiró a sus brazos como un marino tira los desechos de pescado en la boca de las aves marinas.
Lord Byron, Don Juan en los infiernos, http://donjuanenelcieloyelinfierno.blogspot.com/2009/05/traduccion-al-espanol-del-fragmento-de.html. Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, segundo de Bachillerato.
Lord Byron, Don Juan en los infiernos, http://donjuanenelcieloyelinfierno.blogspot.com/2009/05/traduccion-al-espanol-del-fragmento-de.html. Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, segundo de Bachillerato.
Etiquetas:
Don Juan (1819-1824),
Lord Byron. George Gordon,
Selectividad
Soneto para Helena
Cuando seas anciana, de noche, junto a la vela
hilando y devanando, sentada junto al fuego,
dirás maravillada, mientras cantas mis versos:
«Ronsard me celebraba, cuando yo era hermosa»,
Ya no tendrás sirvienta que tales nuevas oiga
y que medio dormida ya por la labor
se despierte al oír el sonido de mi nombre,
bendiciendo el tuyo con inmortal alabanza.
Yo estaré bajo tierra, y fantasma sin huesos
reposaré junto a la sombra de los mirtos,
y tú serás una anciana junto al hogar encogida.
Lamentando mi amor y tu desdén altivo
Vive, créeme, no aguardes a mañana:
Coge desde hoy las rosas de la vida.
Pierre de Ronsard, Soneto para Helena, http://www.ciudadseva.com/textos/poesia/fran/ronsard/helena.htm, Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, Sengundo de Bachillerato.
hilando y devanando, sentada junto al fuego,
dirás maravillada, mientras cantas mis versos:
«Ronsard me celebraba, cuando yo era hermosa»,
Ya no tendrás sirvienta que tales nuevas oiga
y que medio dormida ya por la labor
se despierte al oír el sonido de mi nombre,
bendiciendo el tuyo con inmortal alabanza.
Yo estaré bajo tierra, y fantasma sin huesos
reposaré junto a la sombra de los mirtos,
y tú serás una anciana junto al hogar encogida.
Lamentando mi amor y tu desdén altivo
Vive, créeme, no aguardes a mañana:
Coge desde hoy las rosas de la vida.
Pierre de Ronsard, Soneto para Helena, http://www.ciudadseva.com/textos/poesia/fran/ronsard/helena.htm, Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, Sengundo de Bachillerato.
El sueño de una noche de verano "Acto III", William Shakespeare
FONDÓN
¿Estamos todos?
MEMBRILLO
Y a la hora. Este sitio es formidable para ensayar. El césped será la escena; esta mata de espino, el
vestuario, y actuaremos igual que después ante el duque.
FONDÓN
¡Membrillo!
MEMBRILLO
¿Qué quiere mi gran Fondón?
FONDÓN
En esta comedia de Píramo y Tisbe hay cosas que no gustarán. Primera, Píramo desenvaina y se mata: las
damas no pueden soportarlo. ¿Qué me dices?
MORROS
Diantre, es para temerlo.
HAMBRóN
Al final tendremos que quitar las muertes.
FONDÓN
Nada de eso: con mi idea quedará bien. Escribid un prólogo en el que se diga que no haremos daño con
las espadas y que Píramo no muere de verdad; y, para más seguridad, decidles que yo, Píramo, no soy
Píramo, que soy Fondón el tejedor. Esto los tranquilizará.
MEMBRILLO
Bien, escribiremos el prólogo, y en versos de ocho y seis sílabas.
FONDÓN
No, añádeles dos: en versos de ocho y ocho.
MORROS
¿Y el león no asustará a las damas?
HAMBRÓN
Me lo temo, os lo aseguro.
FONDÓN
Señores, tenéis que pensarlo bien. Meter un león entre damas (¡Dios nos libre!) es cosa de espanto, pues
no hay pájaro salvaje más terrible que el león. Habría que llevar cuidado.
MORROS
Pues, nada: otro prólogo diciendo que no es un león.
FONDÓN
Sí, y dando el nombre del actor, y que se le vea media cara por el cuello del león, y que hable él mismo,
diciendo esto o algo de su parecencia: «Damas...», o «Bellas damas, desearía...», o «Yo os rogaría...», o
«Yo os suplicaría que no temáis, que no tembléis: mi vida por la vuestra. Si creéis que vengo aquí como
león, no merezco vivir. No, no soy tal cosa: soy un hombre como otro cualquiera.» Y entonces que diga
su nombre, y les diga claramente que es Ajuste el ebanista.
MEMBRILLO
Muy bien, se hará. Quedan dos dificultades: una es meter la luz de la luna en el salón. Ya sabéis que
Píramo y Tisbe se encuentran a la luz de la luna.
MORROS
¿Habrá luna la noche de la función?
FONDÓN
¡Un calendario, un calendario! Míralo en el almanaque. Mira cuándo hay luna, cuándo hay luna.
MEMBRILLO
Sí, esa noche hay luna.
FoNDóN
Entonces se puede dejar abierta una hoja de la ventana del salón donde actuaremos, y la luz de la luna
podrá entrar por la ventana.
MEMBRILLO
Eso o, si no, que entre alguno con un manojo de espinos y una lámpara diciendo que viene a empersonar
o representar la luz de la luna. La otra cosa que necesitamos es un muro en el salón, pues, según la
historia, Píramo y Tisbe se hablaron por la grieta de un muro.
MORROS
Un muro no se puede meter. ¿Tú qué dices, Fondón?
FONDÓN
Pues que alguien tendrá que hacer de muro. Que venga con yeso, argamasa o revoque para indicar que es
un muro. O que ponga los dedos así y por este hueco pueden musitar Píramo y Tisbe .
MEMBRILLO
Si puede hacerse, todo irá bien. Vamos, todo hijo de vecino a sentarse y ensayar su papel. Píramo, tú empiezas. Al acabar tu recitado, te metes en ese matorral. Y así los demás, según os toque.
Wlliam Shakespeare,El sueño de una noche de verano,"Acto III",http://www.google.es/search?hl=es&client=firefox&rls=org.mozilla%3Aes-ES%3Aunoffic.
Seleccionado por Fabiola Muñoz, Segundo bachillerato, curso 2009/2010
¿Estamos todos?
MEMBRILLO
Y a la hora. Este sitio es formidable para ensayar. El césped será la escena; esta mata de espino, el
vestuario, y actuaremos igual que después ante el duque.
FONDÓN
¡Membrillo!
MEMBRILLO
¿Qué quiere mi gran Fondón?
FONDÓN
En esta comedia de Píramo y Tisbe hay cosas que no gustarán. Primera, Píramo desenvaina y se mata: las
damas no pueden soportarlo. ¿Qué me dices?
MORROS
Diantre, es para temerlo.
HAMBRóN
Al final tendremos que quitar las muertes.
FONDÓN
Nada de eso: con mi idea quedará bien. Escribid un prólogo en el que se diga que no haremos daño con
las espadas y que Píramo no muere de verdad; y, para más seguridad, decidles que yo, Píramo, no soy
Píramo, que soy Fondón el tejedor. Esto los tranquilizará.
MEMBRILLO
Bien, escribiremos el prólogo, y en versos de ocho y seis sílabas.
FONDÓN
No, añádeles dos: en versos de ocho y ocho.
MORROS
¿Y el león no asustará a las damas?
HAMBRÓN
Me lo temo, os lo aseguro.
FONDÓN
Señores, tenéis que pensarlo bien. Meter un león entre damas (¡Dios nos libre!) es cosa de espanto, pues
no hay pájaro salvaje más terrible que el león. Habría que llevar cuidado.
MORROS
Pues, nada: otro prólogo diciendo que no es un león.
FONDÓN
Sí, y dando el nombre del actor, y que se le vea media cara por el cuello del león, y que hable él mismo,
diciendo esto o algo de su parecencia: «Damas...», o «Bellas damas, desearía...», o «Yo os rogaría...», o
«Yo os suplicaría que no temáis, que no tembléis: mi vida por la vuestra. Si creéis que vengo aquí como
león, no merezco vivir. No, no soy tal cosa: soy un hombre como otro cualquiera.» Y entonces que diga
su nombre, y les diga claramente que es Ajuste el ebanista.
MEMBRILLO
Muy bien, se hará. Quedan dos dificultades: una es meter la luz de la luna en el salón. Ya sabéis que
Píramo y Tisbe se encuentran a la luz de la luna.
MORROS
¿Habrá luna la noche de la función?
FONDÓN
¡Un calendario, un calendario! Míralo en el almanaque. Mira cuándo hay luna, cuándo hay luna.
MEMBRILLO
Sí, esa noche hay luna.
FoNDóN
Entonces se puede dejar abierta una hoja de la ventana del salón donde actuaremos, y la luz de la luna
podrá entrar por la ventana.
MEMBRILLO
Eso o, si no, que entre alguno con un manojo de espinos y una lámpara diciendo que viene a empersonar
o representar la luz de la luna. La otra cosa que necesitamos es un muro en el salón, pues, según la
historia, Píramo y Tisbe se hablaron por la grieta de un muro.
MORROS
Un muro no se puede meter. ¿Tú qué dices, Fondón?
FONDÓN
Pues que alguien tendrá que hacer de muro. Que venga con yeso, argamasa o revoque para indicar que es
un muro. O que ponga los dedos así y por este hueco pueden musitar Píramo y Tisbe .
MEMBRILLO
Si puede hacerse, todo irá bien. Vamos, todo hijo de vecino a sentarse y ensayar su papel. Píramo, tú empiezas. Al acabar tu recitado, te metes en ese matorral. Y así los demás, según os toque.
Wlliam Shakespeare,El sueño de una noche de verano,"Acto III",http://www.google.es/search?hl=es&client=firefox&rls=org.mozilla%3Aes-ES%3Aunoffic.
Seleccionado por Fabiola Muñoz, Segundo bachillerato, curso 2009/2010
William Shakespeare, "Soneto de Amor LXV"
Si la muerte domina al poderío
de bronce, roca, tierra y mar sin límites,
¿cómo le haría frente la hermosura
cuando es más débil que una flor su fuerza?
Con su hálito de miel, ¿podrá el verano
resistir el asedio de los días,
cuando peñascos y aceradas puertas
no son invulnerables para el Tiempo?
¡Atroz meditación! ¿Dónde ocultarte,
joyel que para su arca el Tiempo quiere?
¿Qué mano detendrá sus pies sutiles?
Y ¿quién prohibirá que te despojen?
Ninguno a menos que un prodigio guarde
el brillo de mi amor en negra tinta.
William Shakespeare, "Soneto de Amor LXV", http://www.foroamor.com/soneto-de-amor-lxv-de-william-shakespeare-38032/#post337167
Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, Segundo de Bachillerato.
de bronce, roca, tierra y mar sin límites,
¿cómo le haría frente la hermosura
cuando es más débil que una flor su fuerza?
Con su hálito de miel, ¿podrá el verano
resistir el asedio de los días,
cuando peñascos y aceradas puertas
no son invulnerables para el Tiempo?
¡Atroz meditación! ¿Dónde ocultarte,
joyel que para su arca el Tiempo quiere?
¿Qué mano detendrá sus pies sutiles?
Y ¿quién prohibirá que te despojen?
Ninguno a menos que un prodigio guarde
el brillo de mi amor en negra tinta.
William Shakespeare, "Soneto de Amor LXV", http://www.foroamor.com/soneto-de-amor-lxv-de-william-shakespeare-38032/#post337167
Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, Segundo de Bachillerato.
Las desventuras de joven Werther "libro primero, 19 de julio", Johann Wolfgang von Goethe
Wilhem, ¿qué sería sin amor el mundo para nuestro corazón? ¡Una linterna mágica sin luz! ¡Apenas pones la lamparilla aparecen sobre tu blanca pared imágenes de todos los colores! ¡Y aun cuando no fueran más que eso, fantasmas pasajeros, constituyen nuestra felicidad si los contemplamos como niños pequeños y nos extasiamos ante esas maravillosas apariciones! Hoy no he podido ver a Lotte, me retuvo una visita ineludible. ¿Qué hacer?. Le envié mi criado solamente por tener a mi alrededor alguien que hoy hubiera estado cerca de ella. ¡Con que impaciencia le estuve esperando, con que alegría volví a verlo! Si no me hubiera dado vergüenza me habría gustado tomar su cabeza y la habría besado.
Cuentan de la piedra de Bolonia que si se la pone al sol absorbe rayos y resplandece algún tiempo durante la noche. Lo mismo me sucedió a mí con el criado. La sensación de los ojos de ella se habían posado en su rostro, en sus mejillas, en sus botones y en el cuello de su casaca ¡hacíamelo tan sagrado, tan valioso!. En aquel instante no hubiera cambiado mi criado por mil táleros. ¡Me sentía tan a gusto en su presencia...! ¡Dios te libre de reírte! Wilhem , ¿será la felicidad producto de la fantasía?
Goethe, Las desventuras de joven Werther, libro primero, 19 de julio, Madrid, Cátedra, Letras Universales, 1986, págs. 90-91. Seleccionado por Cristina Perianes Calle, segundo de bachillerato, curso 2009-2010.
Cuentan de la piedra de Bolonia que si se la pone al sol absorbe rayos y resplandece algún tiempo durante la noche. Lo mismo me sucedió a mí con el criado. La sensación de los ojos de ella se habían posado en su rostro, en sus mejillas, en sus botones y en el cuello de su casaca ¡hacíamelo tan sagrado, tan valioso!. En aquel instante no hubiera cambiado mi criado por mil táleros. ¡Me sentía tan a gusto en su presencia...! ¡Dios te libre de reírte! Wilhem , ¿será la felicidad producto de la fantasía?
Goethe, Las desventuras de joven Werther, libro primero, 19 de julio, Madrid, Cátedra, Letras Universales, 1986, págs. 90-91. Seleccionado por Cristina Perianes Calle, segundo de bachillerato, curso 2009-2010.
viernes, 5 de febrero de 2010
Las desventuras del joven Werther "libro primero, 18 de julio", Johann Wolfgang von Goethe.
"Wilhem, ¿qué sería sin amor el mundo para nuestro corazón? ¡Una linterna mágica sin luz! ¡Apenas pones la lamparilla aparecen sobre tu blanca pared imágenes de todos los colores! ¡Y aun cuando no fueran más que eso, fantasmas pasajeros, constituyen nuestra felicidad si los contemplamos como niños pequeños y nos extasiamos ante esas maravillosas apariciones! Hoy no he podido ver a Lotte, me retuvo una visita ineludible. ¿Qué hacer?. Le envié mi criado solamente por tener a mi alrededor alguien que hoy hubiera estado cerca de ella. Con que impaciencia le estuve esperando, con que alegría volví a verlo. Si no me hubiera dado vergüenza me habría gustado tomar su cabeza y la habría besado. Cuentan de la piedra de Bolonia que si se la pone al sol absorbe rayos y resplandece algún tiempo durante la noche. Lo mismo me sucedió a mí con el criado. La sensación de los ojos de ella se habían posado en su rostro, en sus mejillas, en sus botones y en el cuello de su casaca ¡hacíamelo tan sagrado, tan valioso!. En aquel instante no hubiera cambiado mi criado por mil táleros. ¡Me sentía tan a gusto en su presencia...! ¡Dios te libre de reírte! Wilhem , ¿será la felicidad producto de la fantasía?
Goethe, Las desventuras del joven Werther , libro primero, 18 de julio, Madrid, Cátedra, Letras Universales, 1989, pp 90-91. Seleccionado por Cristina Perianes Calle, segundo de bachillerato, curso 2009-2010.
Goethe, Las desventuras del joven Werther , libro primero, 18 de julio, Madrid, Cátedra, Letras Universales, 1989, pp 90-91. Seleccionado por Cristina Perianes Calle, segundo de bachillerato, curso 2009-2010.
William Shakespeare, Macbeth "Escena VI"
LADY MACBETH.- Lo que a ellos emborracha me da valor; lo que
a ellos apaga me enciende. ¡Silencio! Era el búho que ulula, fatal
mensajero, que da sus siniestras «buenas noches». Eso hace. Las puertas
abiertas y los guardias borrachos se mofan de su cargo roncando.
Drogué sus vasos de tal forma que vida y muerte se rifan sus cuerpos.
MACBETH.- ¡Eh! ¿Quién va? (Desde dentro.)
LADY MACBETH.- ¡Silencio! No vayan a despertarse y quede
todo sin hacer. Es el intento y no el acto lo que nos pierde. ¡Silencio!
Dejé allí los puñales. Tiene que verlos. Duncan durmiendo me
recordaba a mi padre, si no, yo misma lo habría hecho.
(Entra MACBETH.)
¡Esposo!
MACBETH.- Está hecho. ¿No has oído nada?
LADY MACBETH.- El grito del búho y el llanto de los grillos. ¿Y
tú no hablaste?
MACBETH.- ¿Cuándo?
LADY MACBETH.- Hace poco.
MACBETH.- ¿Cuándo bajaba?
LADY MACBETH.- Sí.
MACBETH.- ¡Escucha! ¿Quién duerme en la alcoba de al lado?
LADY MACBETH.- Donalbain.
MACBETH.- ¡Qué triste imagen!
LADY MACBETH.- Qué estúpido es decir «triste imagen».
MACBETH.- Uno reía en sueños y el otro despertándose gritó:
«¡Asesino!». Me paré a escucharlos. Rezaban. Y se volvieron a dormir.
LADY MACBETH.- Y juntos siguen durmiendo.
MACBETH.- Uno gritó: «¡Dios nos bendiga!»; y el otro: «Amén»,
como si hubieran visto mis manos de asesino. Los oí con tanto miedo
que al decir: «Dios nos salve», yo no supe decir: «Amén».
LADY MACBETH.- No pienses en ello.
MACBETH.- ¿Pero porqué no supe decir ese «Amén» bendito? ¿Por
qué ese «Amén» se me quedó en la garganta?
LADY MACBETH.- No pienses en ello o acabaremos locos.
MACBETH.- Oí un grito: «¡No durmáis más!» «¡Macbeth mata el
sueño!», el inocente sueño que repara el cansancio, la muerte de cada
día, el baño de las fatigas, bálsamo de la mente herida, primer sustento
en el banquete de la vida.
LADY MACBETH.- ¿Qué quieres decir?
MACBETH.- Y el grito todavía: «¡No durmáis más!» por toda la
casa. «Glamis mató el sueño y por lo tanto Cawdor no dormirá, M acbeth
no dormirá» nunca más.
LADY MACBETH.- ¿Pero quién gritaba? Valeroso señor, ¿por qué
aflojas tu entereza y torturas tu mente? Vamos, coge agua y limpia tus
manos de tan pegajoso testigo. Los puñales. ¿Por qué los has traído? Ve,
llévalos y mancha de sangre a los guardas dormidos.
MACBETH.- No. No me atrevo a mirarlo. M e da horror pensar en lo
que he hecho.
LADY MACBETH.- ¡Débil voluntad! Los puñales. Dámelos.
Sueño y muerte son imágenes falsas del diablo que sólo asustan a los
niños. Si todavía sangra pintaré con sangre la cara de los guardas. Que
parezca suya la culpa. (Sale.)
William Shakespeare, Macbeth "EscenaVI", http://www.cervantesvirtual.com/FichaObra.html?Ref=14179)
Seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo de Bachillerato, curso 2009/2010.
a ellos apaga me enciende. ¡Silencio! Era el búho que ulula, fatal
mensajero, que da sus siniestras «buenas noches». Eso hace. Las puertas
abiertas y los guardias borrachos se mofan de su cargo roncando.
Drogué sus vasos de tal forma que vida y muerte se rifan sus cuerpos.
MACBETH.- ¡Eh! ¿Quién va? (Desde dentro.)
LADY MACBETH.- ¡Silencio! No vayan a despertarse y quede
todo sin hacer. Es el intento y no el acto lo que nos pierde. ¡Silencio!
Dejé allí los puñales. Tiene que verlos. Duncan durmiendo me
recordaba a mi padre, si no, yo misma lo habría hecho.
(Entra MACBETH.)
¡Esposo!
MACBETH.- Está hecho. ¿No has oído nada?
LADY MACBETH.- El grito del búho y el llanto de los grillos. ¿Y
tú no hablaste?
MACBETH.- ¿Cuándo?
LADY MACBETH.- Hace poco.
MACBETH.- ¿Cuándo bajaba?
LADY MACBETH.- Sí.
MACBETH.- ¡Escucha! ¿Quién duerme en la alcoba de al lado?
LADY MACBETH.- Donalbain.
MACBETH.- ¡Qué triste imagen!
LADY MACBETH.- Qué estúpido es decir «triste imagen».
MACBETH.- Uno reía en sueños y el otro despertándose gritó:
«¡Asesino!». Me paré a escucharlos. Rezaban. Y se volvieron a dormir.
LADY MACBETH.- Y juntos siguen durmiendo.
MACBETH.- Uno gritó: «¡Dios nos bendiga!»; y el otro: «Amén»,
como si hubieran visto mis manos de asesino. Los oí con tanto miedo
que al decir: «Dios nos salve», yo no supe decir: «Amén».
LADY MACBETH.- No pienses en ello.
MACBETH.- ¿Pero porqué no supe decir ese «Amén» bendito? ¿Por
qué ese «Amén» se me quedó en la garganta?
LADY MACBETH.- No pienses en ello o acabaremos locos.
MACBETH.- Oí un grito: «¡No durmáis más!» «¡Macbeth mata el
sueño!», el inocente sueño que repara el cansancio, la muerte de cada
día, el baño de las fatigas, bálsamo de la mente herida, primer sustento
en el banquete de la vida.
LADY MACBETH.- ¿Qué quieres decir?
MACBETH.- Y el grito todavía: «¡No durmáis más!» por toda la
casa. «Glamis mató el sueño y por lo tanto Cawdor no dormirá, M acbeth
no dormirá» nunca más.
LADY MACBETH.- ¿Pero quién gritaba? Valeroso señor, ¿por qué
aflojas tu entereza y torturas tu mente? Vamos, coge agua y limpia tus
manos de tan pegajoso testigo. Los puñales. ¿Por qué los has traído? Ve,
llévalos y mancha de sangre a los guardas dormidos.
MACBETH.- No. No me atrevo a mirarlo. M e da horror pensar en lo
que he hecho.
LADY MACBETH.- ¡Débil voluntad! Los puñales. Dámelos.
Sueño y muerte son imágenes falsas del diablo que sólo asustan a los
niños. Si todavía sangra pintaré con sangre la cara de los guardas. Que
parezca suya la culpa. (Sale.)
William Shakespeare, Macbeth "EscenaVI", http://www.cervantesvirtual.com/FichaObra.html?Ref=14179)
Seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo de Bachillerato, curso 2009/2010.
Amor, honor y confianza, Percy Bysshe Shelley.
Amor, Honor, Confianza, como nubes
parten y vuelven, préstamo de un día.
Si el hombre inmortal fuese, omnipotente,
Tú -ignoto y sublime como eres-
dejarías tu séquito en su alma.
Tú, emisario de los afectos,
que creces en los ojos del amante;
¡Tú que nutres al puro pensamiento
cual penumbra a una llama que agoniza!
No partas cuando al fin llega tu sombra:
sin Ti, como la vida y el temor,
la tumba es una oscura realidad.
Bysshe Shelley, Amor, honor y confianza, http://www.poesiaspoemas.com/percy-bysshe-shelley/himno-a-la-belleza-intelectual, Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, segundo de bachillerato, curso 2009 - 2010.
parten y vuelven, préstamo de un día.
Si el hombre inmortal fuese, omnipotente,
Tú -ignoto y sublime como eres-
dejarías tu séquito en su alma.
Tú, emisario de los afectos,
que creces en los ojos del amante;
¡Tú que nutres al puro pensamiento
cual penumbra a una llama que agoniza!
No partas cuando al fin llega tu sombra:
sin Ti, como la vida y el temor,
la tumba es una oscura realidad.
Bysshe Shelley, Amor, honor y confianza, http://www.poesiaspoemas.com/percy-bysshe-shelley/himno-a-la-belleza-intelectual, Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, segundo de bachillerato, curso 2009 - 2010.
Hamlet, William Shakespeare
Morir…, dormir; no más! ¡Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne! ¡He aquí un término devotamente apetecible! ¡Morir…, dormir! ¡Dormir!… ¡Tal vez soñar! ¡Sí, ahí está el obstáculo! ¡Porque es forzoso que nos detenga el considerar qué sueños pueden sobrevenir en aquel sueño de la muerte, cuando nos hayamos librado del torbellino de la vida! ¡He aquí la reflexión que da existencia tan larga al infortunio! Porque ¿quién aguantaría los ultrajes y desdenes del mundo, la injuria del opresor, la afrenta del soberbio, las congojas del amor desairado, las tardanzas de la justicia, las insolencias del poder y las vejaciones que el paciente mérito recibe del hombre indigno, cuando uno mismo podría procurar su reposo con un simple estilete? ¿Quién querría llevar tan duras cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa, si no fuera por el temor de un algo, después de la muerte, esa ignorada región cuyos confines no vuelve a traspasar viajero alguno, temor que confunde nuestra voluntad y nos impulsa a soportar aquellos males que nos afligen, antes que lanzarnos a otros que desconocemos? "
William Shakespeare, Hamlet, http://www.epdlp.com/texto.php?id2=1344
Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, curso 2009-2010, Segundo de Bachillerato.
William Shakespeare, Hamlet, http://www.epdlp.com/texto.php?id2=1344
Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, curso 2009-2010, Segundo de Bachillerato.
William Shakespeare, Hamlet
Ser o no ser, esa es la cuestión:
si es más noble para el alma soportar
las flechas y pedradas de la áspera Fortuna
o armarse contra un mar de adversidades
y darles fin en el encuentro. Morir: dormir,
nada más. Y si durmiendo terminaran
las angustias y los mil ataques naturales
herencia de la carne, sería una conclusión
seriamente deseable. Morir, dormir:
dormir, tal vez soñar. Sí, ese es el estorbo;
pues qué podríamos soñar en nuestro sueño eterno
ya libres del agobio terrenal,
es una consideración que frena el juicio
y da tan larga vida a la desgracia. Pues, ¿quién
soportaría los azotes e injurias de este mundo,
el desmán del tirano, la afrenta del soberbio,
las penas del amor menospreciado,
la tardanza de la ley, la arrogancia del cargo,
los insultos que sufre la paciencia,
pudiendo cerrar cuentas uno mismo
con un simple puñal? ¿Quién lleva esas cargas,
gimiendo y sudando bajo el peso de esta vida,
si no es porque el temor al más allá,
la tierra inexplorada de cuyas fronteras
ningún viajero vuelve, detiene los sentidos
y nos hace soportar los males que tenemos
antes que huir hacia otros que ignoramos?
La conciencia nos vuelve unos cobardes,
el color natural de nuestro ánimo
se mustia con el pálido matiz del pensamiento,
y empresas de gran peso y entidad
por tal motivo se desvían de su curso
y ya no son acción.
William Shakespeare, Hamlet, http://www.alohacriticon.com/viajeliterario/article934.html
Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, curso 2009-2010, Segundo de Bachillerato.
si es más noble para el alma soportar
las flechas y pedradas de la áspera Fortuna
o armarse contra un mar de adversidades
y darles fin en el encuentro. Morir: dormir,
nada más. Y si durmiendo terminaran
las angustias y los mil ataques naturales
herencia de la carne, sería una conclusión
seriamente deseable. Morir, dormir:
dormir, tal vez soñar. Sí, ese es el estorbo;
pues qué podríamos soñar en nuestro sueño eterno
ya libres del agobio terrenal,
es una consideración que frena el juicio
y da tan larga vida a la desgracia. Pues, ¿quién
soportaría los azotes e injurias de este mundo,
el desmán del tirano, la afrenta del soberbio,
las penas del amor menospreciado,
la tardanza de la ley, la arrogancia del cargo,
los insultos que sufre la paciencia,
pudiendo cerrar cuentas uno mismo
con un simple puñal? ¿Quién lleva esas cargas,
gimiendo y sudando bajo el peso de esta vida,
si no es porque el temor al más allá,
la tierra inexplorada de cuyas fronteras
ningún viajero vuelve, detiene los sentidos
y nos hace soportar los males que tenemos
antes que huir hacia otros que ignoramos?
La conciencia nos vuelve unos cobardes,
el color natural de nuestro ánimo
se mustia con el pálido matiz del pensamiento,
y empresas de gran peso y entidad
por tal motivo se desvían de su curso
y ya no son acción.
William Shakespeare, Hamlet, http://www.alohacriticon.com/viajeliterario/article934.html
Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, curso 2009-2010, Segundo de Bachillerato.
Wiliiam Shakespeare, Macbeth "Escena I"
MACBETH.- Jamás vi un día tan hermoso y tan cruel.
BANQUO.- ¿Cuánto queda para llegar al castillo?
(Entre risas aparecen las Brujas.)
BRUJA 1a.- Salve, M acbeth, señor de Glamis, salve.
BRUJA 2a.- Salve, M acbeth, señor de Cawdor, salve.
BRUJA 3a.- Salve, M acbeth, salve a ti que serás rey.
BANQUO.- ¿Y para mí no tenéis nada?
BRUJA 1a.- Salve.
BRUJA 2a.- Banquo.
BRUJA 3a.- Salve.
BRUJA 1a.- Tú, menos grande que M acbeth, aunque más grande.
BRUJA 2a.- Tú, menos dichoso, pero más dichoso.
BRUJA 3a.- Padre de reyes, aunque tú no serás rey.
BRUJAS .- Salve, M acbeth, salve, Banquo. Salve, Banquo, salve,
M acbeth. (Entre risas desaparecen las Brujas.)
MACBETH.- Tus hijos serán reyes.
BANQUO.- Y tú serás rey.
MACBETH.- ¿Quién se acerca?
(Sale un MENSAJERO.)
3
MENSAJERO .- Salve, M acbeth, el rey ha recibido con gozo las
nuevas de tu victoria en la batalla. Por eso os otorga el título de señor de
Cawdor y os llama a su presencia.
MACBETH.- Gracias por eso. Dile a tu señora que llegaré pronto.
Vayamos hacia el rey .
(Salen MACBETH y BANQUO.)
MENSAJERO.- Lo bello es feo y lo feo es bello. Vuelo entre bruma
y en aire espeso. (Sale.)
William Shakespeare, Macbeth "Escena !", http://www.cervantesvirtual.com/FichaObra.html?Ref=14179 .Seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo bachillerato, curso 2009/2010.
BANQUO.- ¿Cuánto queda para llegar al castillo?
(Entre risas aparecen las Brujas.)
BRUJA 1a.- Salve, M acbeth, señor de Glamis, salve.
BRUJA 2a.- Salve, M acbeth, señor de Cawdor, salve.
BRUJA 3a.- Salve, M acbeth, salve a ti que serás rey.
BANQUO.- ¿Y para mí no tenéis nada?
BRUJA 1a.- Salve.
BRUJA 2a.- Banquo.
BRUJA 3a.- Salve.
BRUJA 1a.- Tú, menos grande que M acbeth, aunque más grande.
BRUJA 2a.- Tú, menos dichoso, pero más dichoso.
BRUJA 3a.- Padre de reyes, aunque tú no serás rey.
BRUJAS .- Salve, M acbeth, salve, Banquo. Salve, Banquo, salve,
M acbeth. (Entre risas desaparecen las Brujas.)
MACBETH.- Tus hijos serán reyes.
BANQUO.- Y tú serás rey.
MACBETH.- ¿Quién se acerca?
(Sale un MENSAJERO.)
3
MENSAJERO .- Salve, M acbeth, el rey ha recibido con gozo las
nuevas de tu victoria en la batalla. Por eso os otorga el título de señor de
Cawdor y os llama a su presencia.
MACBETH.- Gracias por eso. Dile a tu señora que llegaré pronto.
Vayamos hacia el rey .
(Salen MACBETH y BANQUO.)
MENSAJERO.- Lo bello es feo y lo feo es bello. Vuelo entre bruma
y en aire espeso. (Sale.)
William Shakespeare, Macbeth "Escena !", http://www.cervantesvirtual.com/FichaObra.html?Ref=14179 .Seleccionado por Fabiola Muñoz, segundo bachillerato, curso 2009/2010.
William Shakespeare,El mercader de Venecia "Escena III"
Venecia. -Una calle.
Entran SHYLOCK, SALARINO, ANTONIO y un carcelero.
SHYLOCK.- Carcelero, vigiladle. No me habléis de clemencia; ahí está el imbécil que prestaba
dinero gratis. Carcelero, vigiladle.
ANTONIO.- Escuchadme aún, mi buen Shylock.
SHYLOCK.- Quiero que las condiciones de mi pagaré se cumplan; he jurado que serían
ejecutadas. Me has llamado perro cuando no tenías razón ninguna para hacerlo; pero, puesto
que soy un perro, ten cuidado con mis dientes. El dux me otorgará justicia. Me extraña, inútil
carcelero, que seas lo bastante idiota para salir con él cuando te lo pide.
ANTONIO.- Te lo ruego, escúchame.
SHYLOCK.- Quiero que se cumplan las condiciones de mi pagaré; no quiero escucharte; por
consiguiente, no me hables más. No haréis de mí uno de esos buenazos imbéciles, plañideros
que van a agitar la cabeza, ablandarse, suspirar y ceder a los intermediarios cristianos. No me
sigas; no quiero discursos; quiero el cumplimiento del pagaré. (Sale.)
SALARINO.- Es realmente el perro más impenetrable a la piedad que haya tratado en la vida
con los hombres.
ANTONIO.- Dejadle tranquilo; no le fatigaré más con súplicas inútiles. Pretende mi vida, y sé
por qué; a menudo he sacado de sus garras a los deudores que venían a gemir ante mí; por eso
me odia.
SALARINO.- Estoy seguro de que el dux no otorgará jamás la ejecución de ese contrato.
ANTONIO.- El dux no puede impedir a la ley que siga su curso, a causa de las garantías
comerciales que los extranjeros encuentran cerca de nosotros en Venecia; suspender la ley sería atentar contra la justicia del Estado, puesto que el comercio y la riqueza de la ciudad
dependen de todas las naciones. Por tanto, marchemos; estos disgustos y estas pérdidas me
han aplanado tanto, que apenas si estaré mañana en estado de suministrar una libra de carne
a mi cruel acreedor. ¡Vamos, carcelero, marchemos! ¡Dios quiera que Bassanio venga para
verme pagar su deuda, y después no tendré ya más preocupaciones. (Salen.)
William Shakespeare, El mercader de Venecia "Escena III", http://www.acanomas.com/Libros-Clasicos/36289/El-mercader-de-Venecia-(William-Shakespeare).htm .
Seleccionado por Fabiola Muñoz, Segundo bachillerato, curso 2009/2010.
Entran SHYLOCK, SALARINO, ANTONIO y un carcelero.
SHYLOCK.- Carcelero, vigiladle. No me habléis de clemencia; ahí está el imbécil que prestaba
dinero gratis. Carcelero, vigiladle.
ANTONIO.- Escuchadme aún, mi buen Shylock.
SHYLOCK.- Quiero que las condiciones de mi pagaré se cumplan; he jurado que serían
ejecutadas. Me has llamado perro cuando no tenías razón ninguna para hacerlo; pero, puesto
que soy un perro, ten cuidado con mis dientes. El dux me otorgará justicia. Me extraña, inútil
carcelero, que seas lo bastante idiota para salir con él cuando te lo pide.
ANTONIO.- Te lo ruego, escúchame.
SHYLOCK.- Quiero que se cumplan las condiciones de mi pagaré; no quiero escucharte; por
consiguiente, no me hables más. No haréis de mí uno de esos buenazos imbéciles, plañideros
que van a agitar la cabeza, ablandarse, suspirar y ceder a los intermediarios cristianos. No me
sigas; no quiero discursos; quiero el cumplimiento del pagaré. (Sale.)
SALARINO.- Es realmente el perro más impenetrable a la piedad que haya tratado en la vida
con los hombres.
ANTONIO.- Dejadle tranquilo; no le fatigaré más con súplicas inútiles. Pretende mi vida, y sé
por qué; a menudo he sacado de sus garras a los deudores que venían a gemir ante mí; por eso
me odia.
SALARINO.- Estoy seguro de que el dux no otorgará jamás la ejecución de ese contrato.
ANTONIO.- El dux no puede impedir a la ley que siga su curso, a causa de las garantías
comerciales que los extranjeros encuentran cerca de nosotros en Venecia; suspender la ley sería atentar contra la justicia del Estado, puesto que el comercio y la riqueza de la ciudad
dependen de todas las naciones. Por tanto, marchemos; estos disgustos y estas pérdidas me
han aplanado tanto, que apenas si estaré mañana en estado de suministrar una libra de carne
a mi cruel acreedor. ¡Vamos, carcelero, marchemos! ¡Dios quiera que Bassanio venga para
verme pagar su deuda, y después no tendré ya más preocupaciones. (Salen.)
William Shakespeare, El mercader de Venecia "Escena III", http://www.acanomas.com/Libros-Clasicos/36289/El-mercader-de-Venecia-(William-Shakespeare).htm .
Seleccionado por Fabiola Muñoz, Segundo bachillerato, curso 2009/2010.
William Shakespeare, El mercader de Venecia "Escena V"
Venecia. -Delante de la casa de SHYLOCK.
Entran SHYLOCK y LAUNCELOT.
SHYLOCK.- Bien; tú verás; tus ojos harán la distinción entre el viejo Shylock y Bassanio. ¡Eh,
Jessica! No te atracarás, como has hecho en mi casa. ¡Eh, Jessica! Ni te darás a dormir y a
roncar y a destrozar el traje. ¡Eh, Jessica, digo!
LAUNCELOT.- ¡Eh, Jessica!
SHYLOCK.- ¿Quién te manda llamar? No te he ordenado que llames.
LAUNCELOT.- Vuestra señoría tenía el hábito de reprocharme el no poder jamás hacer nada sin
órdenes.
(Entra JESSICA.)
JESSICA.- ¿Me llamáis? ¿Qué queréis?
SHYLOCK.- Estoy invitado a cenar, Jessica; he aquí mis llaves. Pero ¿por qué había de ir? No es
por afecto por lo que me invitan; quieren adularme. ¡Bah! Iré por odio, nada más que por
hartarme a expensas del pródigo cristiano. Jessica, hija mía, vigila en la casa. Salgo
verdaderamente contra mi deseo; algo se fragua contra mi reposo, pues he soñado esta noche
con sacos de dinero.
LAUNCELOT.- Os ruego, señor, que vayáis; mi joven amo aguarda vuestra «desgracia».
SHYLOCK.- Y yo la suya.
LAUNCELOT.- Y han conspirado juntos...; no quiero deciros que veréis una mascarada, pero si
la veis no fue entonces baldío el que mi nariz sangrara el último lunes de Pascua, a las seis de
la mañana, que caía este año el mismo día que el miércoles de Ceniza de hace cuatro años por
la tarde.
SHYLOCK.- ¡Cómo! ¿Hay máscaras? Escúchame bien, Jessica. Cierra con cerrojo mis puertas, y cuando escuches el tambor o el silbido ridículo del pífano de cuello encorvado, no te
encarames a las ventanas, ni alargues tu cabeza sobre la vía pública para embobarte ante los
payasos cristianos de pintados semblantes, sino, al contrario, tapa los oídos de mi casa, quiero
decir mis ventanas; no dejes entrar en mi severa morada los ruidos inútiles de la disipación.
William Shakespeare, El mercader de Venecia "Escena V", http://www.acanomas.com/Libros-Clasicos/36269/El-mercader-de-Venecia-(William-Shakespeare).htm
Seleccionado por Fabiola Muñoz, Segundo bachillerato, curso 2009/2010)
Entran SHYLOCK y LAUNCELOT.
SHYLOCK.- Bien; tú verás; tus ojos harán la distinción entre el viejo Shylock y Bassanio. ¡Eh,
Jessica! No te atracarás, como has hecho en mi casa. ¡Eh, Jessica! Ni te darás a dormir y a
roncar y a destrozar el traje. ¡Eh, Jessica, digo!
LAUNCELOT.- ¡Eh, Jessica!
SHYLOCK.- ¿Quién te manda llamar? No te he ordenado que llames.
LAUNCELOT.- Vuestra señoría tenía el hábito de reprocharme el no poder jamás hacer nada sin
órdenes.
(Entra JESSICA.)
JESSICA.- ¿Me llamáis? ¿Qué queréis?
SHYLOCK.- Estoy invitado a cenar, Jessica; he aquí mis llaves. Pero ¿por qué había de ir? No es
por afecto por lo que me invitan; quieren adularme. ¡Bah! Iré por odio, nada más que por
hartarme a expensas del pródigo cristiano. Jessica, hija mía, vigila en la casa. Salgo
verdaderamente contra mi deseo; algo se fragua contra mi reposo, pues he soñado esta noche
con sacos de dinero.
LAUNCELOT.- Os ruego, señor, que vayáis; mi joven amo aguarda vuestra «desgracia».
SHYLOCK.- Y yo la suya.
LAUNCELOT.- Y han conspirado juntos...; no quiero deciros que veréis una mascarada, pero si
la veis no fue entonces baldío el que mi nariz sangrara el último lunes de Pascua, a las seis de
la mañana, que caía este año el mismo día que el miércoles de Ceniza de hace cuatro años por
la tarde.
SHYLOCK.- ¡Cómo! ¿Hay máscaras? Escúchame bien, Jessica. Cierra con cerrojo mis puertas, y cuando escuches el tambor o el silbido ridículo del pífano de cuello encorvado, no te
encarames a las ventanas, ni alargues tu cabeza sobre la vía pública para embobarte ante los
payasos cristianos de pintados semblantes, sino, al contrario, tapa los oídos de mi casa, quiero
decir mis ventanas; no dejes entrar en mi severa morada los ruidos inútiles de la disipación.
William Shakespeare, El mercader de Venecia "Escena V", http://www.acanomas.com/Libros-Clasicos/36269/El-mercader-de-Venecia-(William-Shakespeare).htm
Seleccionado por Fabiola Muñoz, Segundo bachillerato, curso 2009/2010)
El Rey Lear
" ¡He aquí la excelente estupidez del mundo; que, cuando nos hallamos a mal con la Fortuna, lo cual acontece con frecuencia por nuestra propia falta, hacemos culpables de nuestras desgracias al sol, a la luna y a las estrellas; como si fuésemos villanos por necesidad, locos por compulsión celeste; pícaros, ladrones y traidores por el predominio de las esferas; beodos, embusteros y adúlteros por la obediencia forzosa al influjo planetario, y como si siempre que somos malvados fuese por empeño de la voluntad divina! ¡Admirable subterfugio del hombre putañero, cargar a cuenta de un astro su caprina condición! Mi padre se unió con mi madre bajo la cola del Dragón y la Osa Mayor presidió mi nacimiento; de lo que se sigue que yo sea taimado y lujurioso. ¡Bah! Hubiera sido lo que soy, aunque la estrella más virginal hubiese parpadeado en el firmamento cuando me bastardearon.
William Shakespeare, El rey Lear, http://www.epdlp.com/texto.php?id2=1342, Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, Segundo de Bachillerato
William Shakespeare, El rey Lear, http://www.epdlp.com/texto.php?id2=1342, Seleccionado por Susana Sánchez Custodio, Curso 2009-2010, Segundo de Bachillerato
jueves, 4 de febrero de 2010
Los viajes de Gulliver, segunda parte, capítulo primero, Jonathan Swift.
Condenado por mi naturaleza y por mi suerte a una vida activa y sin reposo, dos meses después de mi regreso volví a dejar mi país natal y me embarqué en las Dunas el 20 de junio de 1702, a bordo del Adventure, navío mandado por el capitán John Nicholas, de Liverpool, y destinado para Surat. Tuvimos muy buen viento hasta que llegamos al Cabo de Buena Esperanza, donde tomamos tierra para hacer aguada; pero habiéndose abierto una vía de agua en el navío, desembarcamos nuestras mercancías e invernamos allí, pues atacado el capitán de una fiebre intermitente, no pudimos dejar el Cabo hasta fines de marzo. Entonces nos dimos a la vela, y tuvimos buena travesía hasta pasar los estrechos de Madagascar; pero ya hacia el Norte de esta isla, y a cosa de cinco grados Sur de latitud, los vientos, que se ha observado que en aquellos mares soplan constantes del Noroeste desde principios de diciembre hasta principios de mayo, comenzaron el 9 de abril a soplar con violencia mucho mayor y más en dirección Oeste que de costumbre. Siguieron así por espacio de veinte días, durante los cuales fuimos algo arrastrados al Este de las islas Molucas y unos tres grados hacia el Norte de la línea, según comprobó nuestro capitán por observaciones hechas el 2 de mayo, tiempo en que el viento cesó y vino una calma absoluta, de la que yo me regocijé no poco. Pero el patrón, hombre experimentado en la navegación por aquellos mares, nos previno para que nos dispusiéramos a guardarnos de la tempestad, que, en efecto, se desencadenó al día siguiente, pues empezó a formalizarse el viento llamado monzón del Sur.
Creyendo que la borrasca pasaría, cargamos la cebadera y nos dispusimos para aferrar el trinquete; pero, en vista de lo contrario del tiempo, cuidamos de sujetar bien las piezas de artillería y aferramos la mesana. Como estábamos muy enmarados, creímos mejor correr el tiempo con mar en popa que no capear o navegar a palo seco. Rizamos el trinquete y lo cazamos. El timón iba a barlovento. El navío se portaba bravamente. Largamos la cargadera de trinquete; pero la vela se rajó y arriamos la verga; y una vez dentro la vela, la desaparejamos de todo su laboreo. La tempestad era horrible; la mar se agitaba inquietante y amenazadora. Se afirmaron los aparejos reales y reforzamos el servicio del timón. No calamos los masteleros, sino que los dejamos en su lugar, porque el barco corría muy bien con mar en en popa y sabíamos que con los masteleros izados el buque no sufría y surcaba el mar sin riesgo. Cuando pasó la tempestad largamos el nuevo trinquete y nos pusimos a la capa; luego largamos la mesana, la gavia y el velacho. Llevábamos rumbo Nordeste con viento Sudoeste. Amuramos a estribor, saltamos las brazas y amantillos de barlovento, cazamos las brazas de sotavento, halamos de las bolinas y las amarramos; se amuró la mesana y gobernamos a buen viaje en cuanto nos fue posible.
Durante esta tempestad, a la que siguió un fuerte vendaval Oeste, fuimos arrastrados, según mi cálculo, a unas quinientas leguas al Este; así, que el marinero más viejo de los que estaban a bordo no podía decir en qué parte del mundo nos hallábamos. Teníamos aún bastantes provisiones, nuestro barco estaba sano de quilla y costados y toda la tripulación gozaba de buena salud; pero sufríamos la más terrible escasez de agua. Creímos mejor seguir el mismo rumbo que no virar más hacia el Norte, pues esto podría habernos llevado a las regiones noroeste de la Gran Tartaria y a los mares helados.
El 16 de junio de 1703 un grumete descubrió tierra desde el mastelero. El 17 dimos vista de lleno a una gran isla o continente -que no sabíamos cuál de ambas cosas fuera-, en cuya parte sur había una pequeña lengua detierra que avanzaba en el mar y una ensenada sin fondo bastante para que entrase un barco de más de cien toneladas. Echamos el ancla a una legua de esta ensenada, y nuestro capitán mandó en una lancha a una docena de hombres bien armados con vasijas para agua, por si pudieran encontrar alguna. Le pedí licencia para ir con ellos, a fin de ver el país y hacer algún descubrimiento a serme posible. Al llegar a tierra no hallamos río ni manantial alguno, así como tampoco señal de habitantes. En vista de ello, nuestros hombres recorrieron la playa en varios sentidos para ver si encontraban algo de agua dulce cerca del mar, y yo anduve solo sobre una milla por el otro lado, donde encontré el suelo desnudo y rocoso. Empecé a sentirme cansado, y no divisando nada que despertase mi curiosidad, emprendí despacio el regreso a la ensenada; como tenía a la vista el mar, pude advertir que nuestros hombres habían reembarcado en el bote y remaban desesperadamente hacia el barco. Ya iba a gritarles, aunque de nada hubiera servido, cuando observé que iba tras ellos por el mar una criatura enorme corriendo con todas sus fuerzas. Vadeaba con agua poco más que a la rodilla y daba zancadas prodigiosas; pero nuestros hombres le habían tomado media legua de delantera, y como el mar por aquellos contornos estaba lleno de rocas puntiagudas, el monstruo no pudo alcanzar el bote. Esto me lo dijeron más tarde, porque yo no osé quedarme allí para ver el desenlace de la aventura; antes al contrario, tomé a todo correr otra vez el camino que antes había llevado y trepé a un escarpado cerro desde donde se descubría alguna perspectiva del terreno. Estaba completamente cultivado; pero lo que primero me sorprendió fue la altura de la hierba, que en los campos que parecían destinarse para heno alcanzaba unos veinte pies de altura.
Fuí a dar en una carretera, que por tal la tuve yo, aunque a los habitantes les servía sólo de vereda a través de un campo de cebada. Anduve por ella algún tiempo sin ver gran cosa por los lados, pues la cosecha estaba próxima y la mies levantaba cerca de cuarenta pies. Me costó una hora llegar al final de este campo, que estaba cercado con un seto de lo menos ciento veinte pies de alto; y los árboles eran tan elevados, que no pude siquiera calcular su altura. Había en la cerca para pasar de este campo al inmediato una puerta con cuatro escalones para salvar el desnivel y una piedra que había que trasponer cuando se llegaba al último. Me fue imposible trepar esta gradería, porque cada escalón era de seis pies de alto, y la piedra última, de más de veinte. Andaba yo buscando por el cercado algún boquete, cuando descubrí en el campo inmediato, avanzando hacia la puerta, a uno de los habitantes, de igual tamaño que el que había visto en el mar persiguiendo nuestro bote. Parecía tan alto como un campanario de mediana altura y avanzaba de cada zancada unas diez yardas por lo que pude apreciar. Sobrecogido de terror y asombro, corrí a esconderme entre la mies, desde donde le vi detenerse en lo alto de la escalera y volverse a mirar al campo inmediato hacia la derecha, y le oí llamar con una voz muchísimo más potente que si saliera de una bocina; pero el ruido venía de tan alto, que al pronto creí ciertamente que era un trueno. Luego de esto, siete monstruos como él se le aproximaron llevando en las manos hoces, cada una del grandor de seis guadañas. Estos hombres no estaban tan bien ataviados como el primero y debían de ser sus criados o trabajadores, porque a algunas palabras de él se dirigieron a segar la mies del campo en que yo me hallaba. Me mantenía de ellos a la mayor distancia que podía, aunque para moverme encontraba dificultad extrema porque los tallos de la mies no distaban más de un pie en muchos casos, de modo que apenas podía deslizar mi cuerpo entre ellos. No obstante, me di traza para ir avanzando hasta que llegué a una parte del campo en que la lluvia y el viento habían doblado la mies. Aquí me fue imposible adelantar un paso, pues los tallos estaban de tal modo entretejidos, que no podía escurrirme entre ellos, y las aristas de las espigas caídas eran tan fuertes y puntiagudas, que a través de las ropas se me clavaban en las carnes. Al mismo tiempo oía a los segadores a no más de cien yardas tras de mí. Por completo desalentado en la lucha y totalmente rendido por la pesadumbre y la desesperación, me acosté entre dos caballones, deseando muy de veras encontrar allí el término de mis días. Lloré por mi viuda desolada y por mis hijos huérfanos de padre; lamenté mi propia locura y terquedad al emprender un segundo viaje contra el consejo de todos mis amigos y parientes. En medio de esta terrible agitación de ánimo, no podía por menos de pensar en Liliput, cuyos habitantes me miraban como el mayor prodigio que nunca se viera en el mundo, donde yo había podido llevarme de la mano una flota imperial y realizar aquellas otras hazañas que serán recordadas por siempre en las crónicas de aquel imperio y que la posteridad se resistirá a creer, aunque atestiguadas por millones de sus antecesores. Reflexionaba yo en la mortificación que para mí debía representar aparecer tan insignificante en esta nación como un simple liliputiense aparecería entre nosotros; pero ésta pensaba que había de ser la última de mis desdichas, pues si se ha observado en las humanas criaturas que su salvajismo y crueldad están en proporción de su corpulencia, ¿qué podía yo esperar sino ser engullido por el primero de aquellos enormes bárbaros que acertase a atraparme? Indudablemente los filósofos están en lo cierto cuando nos dicen que nada es grande ni pequeño sino por comparación. Pudiera cumplir a la suerte que los liliputienses encontrasen alguna nación cuyos pobladores fuesen tan diminutos respecto de ellos como ellos respecto de nosotros. ¿Y quién sabe si aun esta enorme raza de mortales será igualmente aventajada en alguna distante región del mundo ignorada por nosotros todavía?
Amedrentado y confuso como estaba, no podía por menos de hacerme estas reflexiones, cuando uno de los segadores, habiéndose acercado a diez yardas del caballón tras el que yo yacía, me hizo caer en que a otro paso que diera me despachurraría con el pie o me dividiría en dos pedazos con su hoz, y, en consecuencia, cuando estaba a punto de moverse, grité todo lo fuerte que el miedo podía hacerme gritar. Entonces la criatura enorme se adelantó un poco, y, mirando por bajo y alrededor de sí algún tiempo, me divisó tendido en el suelo por fin. Me consideró un rato, con la precaución de quien se propone echar mano a una sabandija peligrosa de tal modo que no pueda arañarle ni morderle, como yo tengo hecho tantas veces con las comadrejas en Inglaterra. Por último, se atrevió a alzarme, cogiéndome por la mitad del cuerpo con el índice y el pulgar, y me llevó a tres yardas de los ojos para poder apreciar mi figura más detalladamente. Adiviné su intención, y mi buena fortuna me dio tanta presencia de ánimo, que me resolví a no resistirme lo más mínimo cuando me sostenía en el aire, a unos sesenta pies del suelo, aunque me apretaba muy dolorosamente los costados por temor de que me escurriese de entre sus dedos. Todo lo que me atreví a hacer fue levantar los ojos al cielo, juntar las manos en actitud suplicante y pronunciar algunas palabras en tono humilde y melancólico, adecuado a la situación en que me hallaba, pues temía a cada momento que me estrellase contra el suelo, como es uso entre nosotros cuando queremos dar fin de alguna sabandija. Pero quiso mi buena estrella que pareciesen gustarle mi voz y mis movimientos y empezase a mirarme como una curiosidad, muy asombrado de oírme pronunciar palabras articuladas, aunque no pudiese entenderlas. En tanto, no dejaba yo de gemir y verter lágrimas, y, volviendo la cabeza hacia los lados, darle a entender como me era posible cuán cruelmente me dañaba la presión de sus dedos. Pareció que se daba cuenta de lo que quería decirle, porque levantándose un faldón de la casaca me colocó suavemente en él e inmediatamente echó a correr conmigo en busca de su amo, que era un acaudalado labrador y el mismo a quien yo había visto primeramente en el campo.
El labrador, a quien, según deduje por los hechos, su servidor había dado acerca de mí las explicaciones que había podido, tomó una pajita, del tamaño de un bastón aproximadamente, y con ella me alzó los faldones, que parecía tener por una especie de vestido que la Naturaleza me hubiese dado. Me sopló los cabellos hacia los lados, para mejor verme la cara. Llamó a sus criados y les preguntó -por lo que supe después- si habían visto alguna vez en los campos bicho que se me pareciese. Luego me dejó blandamente en el suelo, a cuatro pies; pero yo me levanté inmediatamente y empecé a ir y venir despacio, para que aquella gente viese que no tenía intención de escaparme. Ellos se sentaron en círculo a mi alrededor a fin de observar mejor mis movimientos. Yo me quité el sombrero e hice al labrador una inclinación profunda; caí de rodillas, y alzando al cielo las manos y los ojos pronuncié varias palabras todo lo fuerte que pude, y me saqué de la faltriquera una bolsa de oro, que le ofrecí humildemente. La recibió en la palma de la mano, se la acercó al ojo para ver lo que era y luego la volvió varias veces con la punta de un alfiler que se había quitado de la solapa, sin lograr nada con ello. Le hice entonces seña de que pusiera la mano en el suelo; tomé la bolsa, y luego de abrirla le derramé todo el oro en la palma. Había seis piezas españolas de a cuatro pistolas cada una, aparte de veinte o treinta monedas más pequeñas. Le vi humedecerse la punta del dedo pequeño con la lengua y alzar una de las piezas más grandes y luego otra, pero aparentando ignorar por completo lo que fuesen. Me hizo seña de que volviese de nuevo las monedas a la bolsa y la bolsa a la faltriquera, partido que acabé por tomar después de renovar repetidas veces mi ofrecimiento.
A la sazón debía de estar ya el hacendado convencido de que yo era un ser racional. Me hablaba a menudo; pero el ruido de su voz me lastimaba los oídos como el de una aceña, aunque articulaba las palabras bastante bien. Le respondí lo más fuerte que pude en varios idiomas, y él frecuentemente inclinaba el oído hasta dos yardas de mí; pero todo fue en vano, porque éramos por completo ininteligibles el uno para el otro. Mandó luego a los criados a su trabajo, y sacando su pañuelo del bolsillo lo dobló y se lo tendió en la mano izquierda, que puso de plano en el suelo con la palma hacia arriba, al mismo tiempo que me hacía señas para que me subiese en ella, lo que pude hacer con facilidad porque no tenía más de un pie de grueso. Entendí que mi único camino era obedecer, y por miedo a caerme me tumbé a la larga sobre el pañuelo, con cuyo sobrante él me envolvió hasta la cabeza para mayor seguridad, y de este modo me llevó a su casa. Una vez allí llamó a su mujer y me mostró a ella, que dio un grito y echó a correr como las mujeres en Inglaterra a la presencia de un sapo o de una araña. No obstante, cuando hubo visto mi comportamiento un rato y lo bien que obedecía a las señas que me hacía su marido, se reconcilió conmigo pronto y poco a poco fue prodigándome los más solícitos cuidados.
Eran sobre las doce del día y un criado trajo la comida. Consistía en un plato fuerte de carne -propio de la sencilla condición de un labrador- servido en una fuente de veinticuatro pies de diámetro, poco más o menos. Formaban la compañía el granjero y su mujer, tres niños y una anciana abuela. Cuando estuvieron sentados, el granjero me puso a alguna distancia de él encima de la mesa, que levantaba treinta pies del suelo. Yo tenía un miedo atroz y me mantenía todo lo apartado que me era posible del borde por temor de caerme. La esposa picó un poco de carne, desmigajó luego algo de pan en un trinchero y me lo puso delante. Le hice una profunda reverencia, saqué mi cuchillo y mi tenedor y empecé a comer, lo que les causó extremado regocijo. La dueña mandó a su criada por una copita de licor capaz para unos dos galones y me puso de beber; levantó la vasija muy trabajosamente con las dos manos y del modo más respetuoso bebí a la salud de la señora, hablando todo lo más fuerte que pude en inglés, lo que hizo reír a la compañía de tan buena gana, que casi me quedé sordo del ruido. El licor sabía como una especie de sidra ligera y no resultaba desagradable. Después el dueño me hizo seña de que me acercase a su plato; pero cuando iba andando por la mesa, como tan grande era mi asombro en aquel trance -lo que fácilmente comprenderá y disculpará el indulgente lector-, me aconteció tropezar con una corteza de pan y caí de bruces, aunque no me hice daño. Me levanté inmediatamente, y advirtiendo en aquella buena gente muestras de gran pesadumbre, cogí mi sombrero -que llevaba debajo del brazo, como exige la buena crianza- y agitándolo por encima de la cabeza di tres vivas en demostración de que no había recibido en la caída perjuicio ninguno. Pero cuando en seguida avanzaba hacia mi amo -como le llamaré de aquí en adelante-, su hijo menor, que se sentaba al lado suyo -un travieso chiquillo de unos diez años- me cogió por las piernas y me alzó en el aire a tal altura, que las carnes se me despegaron de los huesos; el padre me arrebató de sus manos y le dio un bofetón en la oreja derecha, con el que hubiera podido derribar un ejército de caballería europea, al mismo tiempo que le mandaba retirarse de la mesa. Temeroso yo de que el muchacho me la guardase, y recordando bien cuán naturalmente dañinos son los niños entre nosotros para los gorriones, los conejos, los gatitos y los perritos, me dejé caer de rodillas, y, señalando hacia el muchacho, hice entender a mi amo como buenamente pude que deseaba que perdonase a su hijo. Accedió el padre, el chiquillo volvió a sentarse en su puesto, y en seguida yo me fui a él y le besé la mano, la cual mi amo le cogió e hizo que con ella me acariciase suavemente.
En medio de la comida, el gato favorito de mi ama le saltó al regazo. Oía yo detrás de mí un ruido como si estuviesen trabajando una docena de tejedores de medias, y volviendo la cabeza, descubrí que procedía del susurro que en su contento hacía aquel animal, que podría ser tres veces mayor que un buey, según el cálculo que hice viéndole la cabeza y una pata mientras su dueña le daba de comer y le hacía caricias. El aspecto de fiereza de este animal me descompuso totalmente, aunque yo estaba al otro lado de la mesa, a más de cincuenta pies de distancia, y aunque mi ama le sostenía temiendo que diese un salto y me cogiese entre sus garras. Pero resultó no haber peligro ninguno, pues el gato no hizo el menor caso de mí cuando despues mi amo me puso a tres yardas de él; y como he oído siempre, y la experiencia me lo ha confirmado en mis viajes, que huir o demostrar miedo ante un animal feroz es el medio seguro de que nos persiga o nos ataque, resolví en esta peligrosa coyuntura no aparentar cuidado ninguno. Pasé intrépidamente cinco veces o seis ante la misma cabeza del gato y me puse a media yarda de él, con lo cual retrocedió, como si tuviese más miedo él que yo. Los perros me importaban menos. Entraron tres o cuatro en la habitación, como es corriente en las casas de labradores; había un mastín del tamaño de cuatro elefantes, y un galgo un poco más alto que el mastín, pero no tan corpulento.
Cuando ya casi estaba terminada la comida entró el ama de cría con un niño de un año en brazos, el cual me divisó inmediatamente y empezó a gritar -en el modo que todos habréis oído seguramente y que desde London Bridge hasta Chelsea es la oratoria usual entre los niños- para que me entregasen a él en calidad de juguete. La madre, llena de amorosa indulgencia, me levantó y me presentó al niño, que en seguida me cogió por la mitad del cuerpo y se metió mi cabeza en la boca. Di yo un rugido tan fuerte, que el bribonzuelo se asustó y me dejó caer, y me hubiera infaliblemente desnucado si la madre no hubiese puesto su delantal. Para callar al nene, el ama hizo uso de un sonajero que era una especie de tonel lleno de grandes piedras y sujeto con un cable a la cintura del niño; pero todo fue en vano; así, que se vio obligada a emplear el último recurso dándole de mamar. Debo confesar que nada me causó nunca tan mala impresión como ver su pecho monstruoso, que no encuentro con qué comparar para que el lector pueda formarse una idea de su tamaño, forma y color. La veía yo de cerca, pues se había sentado cómodamente para dar de mamar, y yo estaba sobre la mesa. Esto me hacía reflexionar acerca de los lindos cutis de nuestras damas inglesas, que nos parecen a nosotros tan bellas sólo porque son de nuestro mismo tamaño y sus defectos no pueden verse sino con una lente de aumento, aunque por experimentación sabemos que los cutis más suaves y más blancos son ásperos y ordinarios y de feo color.
Recuerdo que cuando estaba yo en Liliput me parecían los cutis de aquellas gentes diminutas los más bellos del mundo, y hablando sobre este punto con una persona de estudios de allá, que era íntimo amigo mío, me dijo que mi cara le parecía mucho más blanca y suave cuando me miraba desde el suelo que viéndola más de cerca, cuando le levantaba yo en la mano y le aproximaba. Al principio constituía para el, según me confesó, un espectáculo muy desagradable. Me dijo que descubría en mi cutis grandes hoyos, que los cañones de mi barba eran diez veces más fuertes que las cerdas de un verraco, y mi piel de varios colores totalmente distintos. Y permítaseme que haga constar que yo soy tan blanco como la mayor parte de los individuos de mi sexo y de mi país, y que el sol me ha tostado muy poco en mis viajes. Por otra parte, cuando hablábamos de las damas que formaban la corte del emperador, solía decirme que la una tenía pecas; la otra, una boca demasiado grande; una tercera, la nariz demasiado larga, nada de lo cual podía yo distinguir. Reconozco que esta reflexión era bastante obvia, pero, sin embargo, no he querido omitirla porque no piense el lector que aquellas inmensas criaturas eran feas, pues les debo la justicia de decir que son una raza de gentes bien parecidas.
Cuando la comida se hubo terminado, mi amo se volvió con sus trabajadores, y, según pude colegir de su voz y su gesto, encargó muy especialmente a su mujer que tuviese cuidado de mí. Estaba yo muy cansado y con sueño, y advirtiéndolo mi ama me puso sobre su propio lecho y me cubrió con un pañuelo blanco limpio, que era mayor y más basto que la vela mayor de un buque de guerra.
Dormí unas dos horas y soñé que estaba en casa con mi mujer y mis hijos, lo que vino a gravar mis cuitas cuando desperté y me vi solo en un vasto aposento de doscientos a trescientos pies de ancho y más de doscientos de alto, acostado en una cama de veinte yardas de anchura. Mi ama se había ido a los quehaceres de la casa, y dejádome encerrado. La cama levantaba ocho yardas del suelo. En tal situación yo, treparon dos ratas por la cortina y se dieron a correr por encima del lecho, olfateando de un lado para otro. Una de ellas llegó casi hasta mi misma cara, lo que me hizo levantarme aterrorizado y sacar mi alfanje para defenderme. Estos horribles animales tuvieron el atrevimiento de acometerme por ambos lados y uno de ellos llegó a echarme al cuello una de sus patas delanteras, pero tuve la buena fortuna de rajarle el vientre antes que pudiera hacerme daño. Cayó a mis pies, y la otra, al ver la suerte que había corrido su compañera, emprendió la huída, pero no sin una buena herida en el lomo que pude hacerle cuando escapaba, y que dejó un rastro de sangre. Después de esta hazaña me puse a pasear lentamente por la cama para recobrar el aliento y la tranquilidad. Aquellos animales eran del tamaño de un mastín grande, pero infinitamente más ligeros y feroces; así que, de haberme quitado el cinto al acostarme, infaliblemente me hubieran despedazado y devorado. Medí la cola de la rata muerta y encontré que tenía de largo dos yardas menos una pulgada; mas no tuve estómago para tirar de la cama el cuerpo exánime, que yacía en ella sangrando. Noté que tenía aún algo de vida; pero de una fuerte cuchillada en el pescuezo la despaché enteramente.
Poco después entró mi ama en la habitación, y viéndome todo lleno de sangre corrió hacia mí y me cogió en la mano. Yo señalé a la rata muerta, sonriendo y haciendo otras señas para significar que no estaba herido, de lo que ella recibió extremado contento. Llamó a la criada para que cogiese con unas tenazas la rata muerta y la tirase por la ventana. Después me puso sobre una mesa, donde yo le enseñé mi alfanje lleno de sangre, y limpiándolo en la vuelta de mi casaca lo volví a envainar.
Espero que el paciente lector sabrá excusar que me detenga en detalles que, por insignificantes que se antojen a espíritus vulgares de a ras de tierra, pueden ciertamente ayudar a un filósofo a dilatar sus pensamientos y su imaginación y a dedicarlos al beneficio público lo mismo que a la vida privada. Tal es mi intención al ofrecer estas y otras relaciones de mis viajes por el mundo, en las cuales me he preocupado principalmente de la verdad, dejando aparte adornos de erudición y estilo. Todos los lances de este viaje dejaron tan honda impresión en mi ánimo y están de tal modo presentes en mi memoria, que al trasladarlos al papel no omití una sola circunstancia interesante. Sin embargo, al hacer una escrupulosa revisión, taché varios pasajes de menos momento que figuraban en el primer original por miedo de ser motejado de fastidioso y frívolo.
JONATHAN SWIFT, Los viajes de Gulliver , Segunda parte:
Un viaje a Brobdingnag, capítulo primero
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/56817398763481662165679/p0000002.htm
(Seleccionado por Cristina Perianes Calle, Segundo de Bachillerato, curso 2009-2010)
Creyendo que la borrasca pasaría, cargamos la cebadera y nos dispusimos para aferrar el trinquete; pero, en vista de lo contrario del tiempo, cuidamos de sujetar bien las piezas de artillería y aferramos la mesana. Como estábamos muy enmarados, creímos mejor correr el tiempo con mar en popa que no capear o navegar a palo seco. Rizamos el trinquete y lo cazamos. El timón iba a barlovento. El navío se portaba bravamente. Largamos la cargadera de trinquete; pero la vela se rajó y arriamos la verga; y una vez dentro la vela, la desaparejamos de todo su laboreo. La tempestad era horrible; la mar se agitaba inquietante y amenazadora. Se afirmaron los aparejos reales y reforzamos el servicio del timón. No calamos los masteleros, sino que los dejamos en su lugar, porque el barco corría muy bien con mar en en popa y sabíamos que con los masteleros izados el buque no sufría y surcaba el mar sin riesgo. Cuando pasó la tempestad largamos el nuevo trinquete y nos pusimos a la capa; luego largamos la mesana, la gavia y el velacho. Llevábamos rumbo Nordeste con viento Sudoeste. Amuramos a estribor, saltamos las brazas y amantillos de barlovento, cazamos las brazas de sotavento, halamos de las bolinas y las amarramos; se amuró la mesana y gobernamos a buen viaje en cuanto nos fue posible.
Durante esta tempestad, a la que siguió un fuerte vendaval Oeste, fuimos arrastrados, según mi cálculo, a unas quinientas leguas al Este; así, que el marinero más viejo de los que estaban a bordo no podía decir en qué parte del mundo nos hallábamos. Teníamos aún bastantes provisiones, nuestro barco estaba sano de quilla y costados y toda la tripulación gozaba de buena salud; pero sufríamos la más terrible escasez de agua. Creímos mejor seguir el mismo rumbo que no virar más hacia el Norte, pues esto podría habernos llevado a las regiones noroeste de la Gran Tartaria y a los mares helados.
El 16 de junio de 1703 un grumete descubrió tierra desde el mastelero. El 17 dimos vista de lleno a una gran isla o continente -que no sabíamos cuál de ambas cosas fuera-, en cuya parte sur había una pequeña lengua detierra que avanzaba en el mar y una ensenada sin fondo bastante para que entrase un barco de más de cien toneladas. Echamos el ancla a una legua de esta ensenada, y nuestro capitán mandó en una lancha a una docena de hombres bien armados con vasijas para agua, por si pudieran encontrar alguna. Le pedí licencia para ir con ellos, a fin de ver el país y hacer algún descubrimiento a serme posible. Al llegar a tierra no hallamos río ni manantial alguno, así como tampoco señal de habitantes. En vista de ello, nuestros hombres recorrieron la playa en varios sentidos para ver si encontraban algo de agua dulce cerca del mar, y yo anduve solo sobre una milla por el otro lado, donde encontré el suelo desnudo y rocoso. Empecé a sentirme cansado, y no divisando nada que despertase mi curiosidad, emprendí despacio el regreso a la ensenada; como tenía a la vista el mar, pude advertir que nuestros hombres habían reembarcado en el bote y remaban desesperadamente hacia el barco. Ya iba a gritarles, aunque de nada hubiera servido, cuando observé que iba tras ellos por el mar una criatura enorme corriendo con todas sus fuerzas. Vadeaba con agua poco más que a la rodilla y daba zancadas prodigiosas; pero nuestros hombres le habían tomado media legua de delantera, y como el mar por aquellos contornos estaba lleno de rocas puntiagudas, el monstruo no pudo alcanzar el bote. Esto me lo dijeron más tarde, porque yo no osé quedarme allí para ver el desenlace de la aventura; antes al contrario, tomé a todo correr otra vez el camino que antes había llevado y trepé a un escarpado cerro desde donde se descubría alguna perspectiva del terreno. Estaba completamente cultivado; pero lo que primero me sorprendió fue la altura de la hierba, que en los campos que parecían destinarse para heno alcanzaba unos veinte pies de altura.
Fuí a dar en una carretera, que por tal la tuve yo, aunque a los habitantes les servía sólo de vereda a través de un campo de cebada. Anduve por ella algún tiempo sin ver gran cosa por los lados, pues la cosecha estaba próxima y la mies levantaba cerca de cuarenta pies. Me costó una hora llegar al final de este campo, que estaba cercado con un seto de lo menos ciento veinte pies de alto; y los árboles eran tan elevados, que no pude siquiera calcular su altura. Había en la cerca para pasar de este campo al inmediato una puerta con cuatro escalones para salvar el desnivel y una piedra que había que trasponer cuando se llegaba al último. Me fue imposible trepar esta gradería, porque cada escalón era de seis pies de alto, y la piedra última, de más de veinte. Andaba yo buscando por el cercado algún boquete, cuando descubrí en el campo inmediato, avanzando hacia la puerta, a uno de los habitantes, de igual tamaño que el que había visto en el mar persiguiendo nuestro bote. Parecía tan alto como un campanario de mediana altura y avanzaba de cada zancada unas diez yardas por lo que pude apreciar. Sobrecogido de terror y asombro, corrí a esconderme entre la mies, desde donde le vi detenerse en lo alto de la escalera y volverse a mirar al campo inmediato hacia la derecha, y le oí llamar con una voz muchísimo más potente que si saliera de una bocina; pero el ruido venía de tan alto, que al pronto creí ciertamente que era un trueno. Luego de esto, siete monstruos como él se le aproximaron llevando en las manos hoces, cada una del grandor de seis guadañas. Estos hombres no estaban tan bien ataviados como el primero y debían de ser sus criados o trabajadores, porque a algunas palabras de él se dirigieron a segar la mies del campo en que yo me hallaba. Me mantenía de ellos a la mayor distancia que podía, aunque para moverme encontraba dificultad extrema porque los tallos de la mies no distaban más de un pie en muchos casos, de modo que apenas podía deslizar mi cuerpo entre ellos. No obstante, me di traza para ir avanzando hasta que llegué a una parte del campo en que la lluvia y el viento habían doblado la mies. Aquí me fue imposible adelantar un paso, pues los tallos estaban de tal modo entretejidos, que no podía escurrirme entre ellos, y las aristas de las espigas caídas eran tan fuertes y puntiagudas, que a través de las ropas se me clavaban en las carnes. Al mismo tiempo oía a los segadores a no más de cien yardas tras de mí. Por completo desalentado en la lucha y totalmente rendido por la pesadumbre y la desesperación, me acosté entre dos caballones, deseando muy de veras encontrar allí el término de mis días. Lloré por mi viuda desolada y por mis hijos huérfanos de padre; lamenté mi propia locura y terquedad al emprender un segundo viaje contra el consejo de todos mis amigos y parientes. En medio de esta terrible agitación de ánimo, no podía por menos de pensar en Liliput, cuyos habitantes me miraban como el mayor prodigio que nunca se viera en el mundo, donde yo había podido llevarme de la mano una flota imperial y realizar aquellas otras hazañas que serán recordadas por siempre en las crónicas de aquel imperio y que la posteridad se resistirá a creer, aunque atestiguadas por millones de sus antecesores. Reflexionaba yo en la mortificación que para mí debía representar aparecer tan insignificante en esta nación como un simple liliputiense aparecería entre nosotros; pero ésta pensaba que había de ser la última de mis desdichas, pues si se ha observado en las humanas criaturas que su salvajismo y crueldad están en proporción de su corpulencia, ¿qué podía yo esperar sino ser engullido por el primero de aquellos enormes bárbaros que acertase a atraparme? Indudablemente los filósofos están en lo cierto cuando nos dicen que nada es grande ni pequeño sino por comparación. Pudiera cumplir a la suerte que los liliputienses encontrasen alguna nación cuyos pobladores fuesen tan diminutos respecto de ellos como ellos respecto de nosotros. ¿Y quién sabe si aun esta enorme raza de mortales será igualmente aventajada en alguna distante región del mundo ignorada por nosotros todavía?
Amedrentado y confuso como estaba, no podía por menos de hacerme estas reflexiones, cuando uno de los segadores, habiéndose acercado a diez yardas del caballón tras el que yo yacía, me hizo caer en que a otro paso que diera me despachurraría con el pie o me dividiría en dos pedazos con su hoz, y, en consecuencia, cuando estaba a punto de moverse, grité todo lo fuerte que el miedo podía hacerme gritar. Entonces la criatura enorme se adelantó un poco, y, mirando por bajo y alrededor de sí algún tiempo, me divisó tendido en el suelo por fin. Me consideró un rato, con la precaución de quien se propone echar mano a una sabandija peligrosa de tal modo que no pueda arañarle ni morderle, como yo tengo hecho tantas veces con las comadrejas en Inglaterra. Por último, se atrevió a alzarme, cogiéndome por la mitad del cuerpo con el índice y el pulgar, y me llevó a tres yardas de los ojos para poder apreciar mi figura más detalladamente. Adiviné su intención, y mi buena fortuna me dio tanta presencia de ánimo, que me resolví a no resistirme lo más mínimo cuando me sostenía en el aire, a unos sesenta pies del suelo, aunque me apretaba muy dolorosamente los costados por temor de que me escurriese de entre sus dedos. Todo lo que me atreví a hacer fue levantar los ojos al cielo, juntar las manos en actitud suplicante y pronunciar algunas palabras en tono humilde y melancólico, adecuado a la situación en que me hallaba, pues temía a cada momento que me estrellase contra el suelo, como es uso entre nosotros cuando queremos dar fin de alguna sabandija. Pero quiso mi buena estrella que pareciesen gustarle mi voz y mis movimientos y empezase a mirarme como una curiosidad, muy asombrado de oírme pronunciar palabras articuladas, aunque no pudiese entenderlas. En tanto, no dejaba yo de gemir y verter lágrimas, y, volviendo la cabeza hacia los lados, darle a entender como me era posible cuán cruelmente me dañaba la presión de sus dedos. Pareció que se daba cuenta de lo que quería decirle, porque levantándose un faldón de la casaca me colocó suavemente en él e inmediatamente echó a correr conmigo en busca de su amo, que era un acaudalado labrador y el mismo a quien yo había visto primeramente en el campo.
El labrador, a quien, según deduje por los hechos, su servidor había dado acerca de mí las explicaciones que había podido, tomó una pajita, del tamaño de un bastón aproximadamente, y con ella me alzó los faldones, que parecía tener por una especie de vestido que la Naturaleza me hubiese dado. Me sopló los cabellos hacia los lados, para mejor verme la cara. Llamó a sus criados y les preguntó -por lo que supe después- si habían visto alguna vez en los campos bicho que se me pareciese. Luego me dejó blandamente en el suelo, a cuatro pies; pero yo me levanté inmediatamente y empecé a ir y venir despacio, para que aquella gente viese que no tenía intención de escaparme. Ellos se sentaron en círculo a mi alrededor a fin de observar mejor mis movimientos. Yo me quité el sombrero e hice al labrador una inclinación profunda; caí de rodillas, y alzando al cielo las manos y los ojos pronuncié varias palabras todo lo fuerte que pude, y me saqué de la faltriquera una bolsa de oro, que le ofrecí humildemente. La recibió en la palma de la mano, se la acercó al ojo para ver lo que era y luego la volvió varias veces con la punta de un alfiler que se había quitado de la solapa, sin lograr nada con ello. Le hice entonces seña de que pusiera la mano en el suelo; tomé la bolsa, y luego de abrirla le derramé todo el oro en la palma. Había seis piezas españolas de a cuatro pistolas cada una, aparte de veinte o treinta monedas más pequeñas. Le vi humedecerse la punta del dedo pequeño con la lengua y alzar una de las piezas más grandes y luego otra, pero aparentando ignorar por completo lo que fuesen. Me hizo seña de que volviese de nuevo las monedas a la bolsa y la bolsa a la faltriquera, partido que acabé por tomar después de renovar repetidas veces mi ofrecimiento.
A la sazón debía de estar ya el hacendado convencido de que yo era un ser racional. Me hablaba a menudo; pero el ruido de su voz me lastimaba los oídos como el de una aceña, aunque articulaba las palabras bastante bien. Le respondí lo más fuerte que pude en varios idiomas, y él frecuentemente inclinaba el oído hasta dos yardas de mí; pero todo fue en vano, porque éramos por completo ininteligibles el uno para el otro. Mandó luego a los criados a su trabajo, y sacando su pañuelo del bolsillo lo dobló y se lo tendió en la mano izquierda, que puso de plano en el suelo con la palma hacia arriba, al mismo tiempo que me hacía señas para que me subiese en ella, lo que pude hacer con facilidad porque no tenía más de un pie de grueso. Entendí que mi único camino era obedecer, y por miedo a caerme me tumbé a la larga sobre el pañuelo, con cuyo sobrante él me envolvió hasta la cabeza para mayor seguridad, y de este modo me llevó a su casa. Una vez allí llamó a su mujer y me mostró a ella, que dio un grito y echó a correr como las mujeres en Inglaterra a la presencia de un sapo o de una araña. No obstante, cuando hubo visto mi comportamiento un rato y lo bien que obedecía a las señas que me hacía su marido, se reconcilió conmigo pronto y poco a poco fue prodigándome los más solícitos cuidados.
Eran sobre las doce del día y un criado trajo la comida. Consistía en un plato fuerte de carne -propio de la sencilla condición de un labrador- servido en una fuente de veinticuatro pies de diámetro, poco más o menos. Formaban la compañía el granjero y su mujer, tres niños y una anciana abuela. Cuando estuvieron sentados, el granjero me puso a alguna distancia de él encima de la mesa, que levantaba treinta pies del suelo. Yo tenía un miedo atroz y me mantenía todo lo apartado que me era posible del borde por temor de caerme. La esposa picó un poco de carne, desmigajó luego algo de pan en un trinchero y me lo puso delante. Le hice una profunda reverencia, saqué mi cuchillo y mi tenedor y empecé a comer, lo que les causó extremado regocijo. La dueña mandó a su criada por una copita de licor capaz para unos dos galones y me puso de beber; levantó la vasija muy trabajosamente con las dos manos y del modo más respetuoso bebí a la salud de la señora, hablando todo lo más fuerte que pude en inglés, lo que hizo reír a la compañía de tan buena gana, que casi me quedé sordo del ruido. El licor sabía como una especie de sidra ligera y no resultaba desagradable. Después el dueño me hizo seña de que me acercase a su plato; pero cuando iba andando por la mesa, como tan grande era mi asombro en aquel trance -lo que fácilmente comprenderá y disculpará el indulgente lector-, me aconteció tropezar con una corteza de pan y caí de bruces, aunque no me hice daño. Me levanté inmediatamente, y advirtiendo en aquella buena gente muestras de gran pesadumbre, cogí mi sombrero -que llevaba debajo del brazo, como exige la buena crianza- y agitándolo por encima de la cabeza di tres vivas en demostración de que no había recibido en la caída perjuicio ninguno. Pero cuando en seguida avanzaba hacia mi amo -como le llamaré de aquí en adelante-, su hijo menor, que se sentaba al lado suyo -un travieso chiquillo de unos diez años- me cogió por las piernas y me alzó en el aire a tal altura, que las carnes se me despegaron de los huesos; el padre me arrebató de sus manos y le dio un bofetón en la oreja derecha, con el que hubiera podido derribar un ejército de caballería europea, al mismo tiempo que le mandaba retirarse de la mesa. Temeroso yo de que el muchacho me la guardase, y recordando bien cuán naturalmente dañinos son los niños entre nosotros para los gorriones, los conejos, los gatitos y los perritos, me dejé caer de rodillas, y, señalando hacia el muchacho, hice entender a mi amo como buenamente pude que deseaba que perdonase a su hijo. Accedió el padre, el chiquillo volvió a sentarse en su puesto, y en seguida yo me fui a él y le besé la mano, la cual mi amo le cogió e hizo que con ella me acariciase suavemente.
En medio de la comida, el gato favorito de mi ama le saltó al regazo. Oía yo detrás de mí un ruido como si estuviesen trabajando una docena de tejedores de medias, y volviendo la cabeza, descubrí que procedía del susurro que en su contento hacía aquel animal, que podría ser tres veces mayor que un buey, según el cálculo que hice viéndole la cabeza y una pata mientras su dueña le daba de comer y le hacía caricias. El aspecto de fiereza de este animal me descompuso totalmente, aunque yo estaba al otro lado de la mesa, a más de cincuenta pies de distancia, y aunque mi ama le sostenía temiendo que diese un salto y me cogiese entre sus garras. Pero resultó no haber peligro ninguno, pues el gato no hizo el menor caso de mí cuando despues mi amo me puso a tres yardas de él; y como he oído siempre, y la experiencia me lo ha confirmado en mis viajes, que huir o demostrar miedo ante un animal feroz es el medio seguro de que nos persiga o nos ataque, resolví en esta peligrosa coyuntura no aparentar cuidado ninguno. Pasé intrépidamente cinco veces o seis ante la misma cabeza del gato y me puse a media yarda de él, con lo cual retrocedió, como si tuviese más miedo él que yo. Los perros me importaban menos. Entraron tres o cuatro en la habitación, como es corriente en las casas de labradores; había un mastín del tamaño de cuatro elefantes, y un galgo un poco más alto que el mastín, pero no tan corpulento.
Cuando ya casi estaba terminada la comida entró el ama de cría con un niño de un año en brazos, el cual me divisó inmediatamente y empezó a gritar -en el modo que todos habréis oído seguramente y que desde London Bridge hasta Chelsea es la oratoria usual entre los niños- para que me entregasen a él en calidad de juguete. La madre, llena de amorosa indulgencia, me levantó y me presentó al niño, que en seguida me cogió por la mitad del cuerpo y se metió mi cabeza en la boca. Di yo un rugido tan fuerte, que el bribonzuelo se asustó y me dejó caer, y me hubiera infaliblemente desnucado si la madre no hubiese puesto su delantal. Para callar al nene, el ama hizo uso de un sonajero que era una especie de tonel lleno de grandes piedras y sujeto con un cable a la cintura del niño; pero todo fue en vano; así, que se vio obligada a emplear el último recurso dándole de mamar. Debo confesar que nada me causó nunca tan mala impresión como ver su pecho monstruoso, que no encuentro con qué comparar para que el lector pueda formarse una idea de su tamaño, forma y color. La veía yo de cerca, pues se había sentado cómodamente para dar de mamar, y yo estaba sobre la mesa. Esto me hacía reflexionar acerca de los lindos cutis de nuestras damas inglesas, que nos parecen a nosotros tan bellas sólo porque son de nuestro mismo tamaño y sus defectos no pueden verse sino con una lente de aumento, aunque por experimentación sabemos que los cutis más suaves y más blancos son ásperos y ordinarios y de feo color.
Recuerdo que cuando estaba yo en Liliput me parecían los cutis de aquellas gentes diminutas los más bellos del mundo, y hablando sobre este punto con una persona de estudios de allá, que era íntimo amigo mío, me dijo que mi cara le parecía mucho más blanca y suave cuando me miraba desde el suelo que viéndola más de cerca, cuando le levantaba yo en la mano y le aproximaba. Al principio constituía para el, según me confesó, un espectáculo muy desagradable. Me dijo que descubría en mi cutis grandes hoyos, que los cañones de mi barba eran diez veces más fuertes que las cerdas de un verraco, y mi piel de varios colores totalmente distintos. Y permítaseme que haga constar que yo soy tan blanco como la mayor parte de los individuos de mi sexo y de mi país, y que el sol me ha tostado muy poco en mis viajes. Por otra parte, cuando hablábamos de las damas que formaban la corte del emperador, solía decirme que la una tenía pecas; la otra, una boca demasiado grande; una tercera, la nariz demasiado larga, nada de lo cual podía yo distinguir. Reconozco que esta reflexión era bastante obvia, pero, sin embargo, no he querido omitirla porque no piense el lector que aquellas inmensas criaturas eran feas, pues les debo la justicia de decir que son una raza de gentes bien parecidas.
Cuando la comida se hubo terminado, mi amo se volvió con sus trabajadores, y, según pude colegir de su voz y su gesto, encargó muy especialmente a su mujer que tuviese cuidado de mí. Estaba yo muy cansado y con sueño, y advirtiéndolo mi ama me puso sobre su propio lecho y me cubrió con un pañuelo blanco limpio, que era mayor y más basto que la vela mayor de un buque de guerra.
Dormí unas dos horas y soñé que estaba en casa con mi mujer y mis hijos, lo que vino a gravar mis cuitas cuando desperté y me vi solo en un vasto aposento de doscientos a trescientos pies de ancho y más de doscientos de alto, acostado en una cama de veinte yardas de anchura. Mi ama se había ido a los quehaceres de la casa, y dejádome encerrado. La cama levantaba ocho yardas del suelo. En tal situación yo, treparon dos ratas por la cortina y se dieron a correr por encima del lecho, olfateando de un lado para otro. Una de ellas llegó casi hasta mi misma cara, lo que me hizo levantarme aterrorizado y sacar mi alfanje para defenderme. Estos horribles animales tuvieron el atrevimiento de acometerme por ambos lados y uno de ellos llegó a echarme al cuello una de sus patas delanteras, pero tuve la buena fortuna de rajarle el vientre antes que pudiera hacerme daño. Cayó a mis pies, y la otra, al ver la suerte que había corrido su compañera, emprendió la huída, pero no sin una buena herida en el lomo que pude hacerle cuando escapaba, y que dejó un rastro de sangre. Después de esta hazaña me puse a pasear lentamente por la cama para recobrar el aliento y la tranquilidad. Aquellos animales eran del tamaño de un mastín grande, pero infinitamente más ligeros y feroces; así que, de haberme quitado el cinto al acostarme, infaliblemente me hubieran despedazado y devorado. Medí la cola de la rata muerta y encontré que tenía de largo dos yardas menos una pulgada; mas no tuve estómago para tirar de la cama el cuerpo exánime, que yacía en ella sangrando. Noté que tenía aún algo de vida; pero de una fuerte cuchillada en el pescuezo la despaché enteramente.
Poco después entró mi ama en la habitación, y viéndome todo lleno de sangre corrió hacia mí y me cogió en la mano. Yo señalé a la rata muerta, sonriendo y haciendo otras señas para significar que no estaba herido, de lo que ella recibió extremado contento. Llamó a la criada para que cogiese con unas tenazas la rata muerta y la tirase por la ventana. Después me puso sobre una mesa, donde yo le enseñé mi alfanje lleno de sangre, y limpiándolo en la vuelta de mi casaca lo volví a envainar.
Espero que el paciente lector sabrá excusar que me detenga en detalles que, por insignificantes que se antojen a espíritus vulgares de a ras de tierra, pueden ciertamente ayudar a un filósofo a dilatar sus pensamientos y su imaginación y a dedicarlos al beneficio público lo mismo que a la vida privada. Tal es mi intención al ofrecer estas y otras relaciones de mis viajes por el mundo, en las cuales me he preocupado principalmente de la verdad, dejando aparte adornos de erudición y estilo. Todos los lances de este viaje dejaron tan honda impresión en mi ánimo y están de tal modo presentes en mi memoria, que al trasladarlos al papel no omití una sola circunstancia interesante. Sin embargo, al hacer una escrupulosa revisión, taché varios pasajes de menos momento que figuraban en el primer original por miedo de ser motejado de fastidioso y frívolo.
JONATHAN SWIFT, Los viajes de Gulliver , Segunda parte:
Un viaje a Brobdingnag, capítulo primero
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/56817398763481662165679/p0000002.htm
(Seleccionado por Cristina Perianes Calle, Segundo de Bachillerato, curso 2009-2010)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)