lunes, 13 de abril de 2015

El escarabajo de oro y otros cuentos, Edgar Allan Poe


             El escarabajo de oro



     -Pero su grandilocuencia, su actitud balanceando el insecto, ¡eran excesivamente estrambóticas! Tenía yo la certeza de que estaba usted loco. ¿Y por qué insistió en dejar caer el escarabajo desde la calavera en vez de una bala?
     -¡Vaya! Para serle franco, me sentía algo molesto por sus claras sospechas respecto a mi sano juicio, y decidí castigarle algo, a mi manera, con un poquito de serena mixtificación. Por esa razón balanceaba yo el insecto, y por esa razón también quise dejarlo caer desde el árbol. Una observación que hizo usted acerca de su peso me sugirió esta última idea.
     -Sí, lo comprendo; y ahora no hay más que un punto que me desconcierta. ¿Qué vamos a decir de los esqueletos encontrados en el hoyo?
     -Esa es una pregunta a la cual, lo mismo que usted, no sería yo capaz de contestar. No veo, por cierto, más que un modo plausible de explicar eso; pero mi sugerencia entraña una atrocidad tal, que resulta horrible de creer. Aparece claro que Kidd (si fue verdaderamente Kidd quien escondió el tesoro, lo cual no dudo), debió de hacerse ayudar en su trabajo. Pero, una vez terminado éste, pudo juzgar conveniente suprimir a todos los que compartían su secreto. Acaso un par de azadonazos fueron suficientes, mientras sus ayudantes estaban ocupados en el hoyo; acaso necesitó una docena. ¿Quién nos lo dirá?



     Edgar Allan Poe, El escarabajo de oro y otros cuentos, Madrid, Editorial Anaya, Colección Tus libros, 1990, página 86, Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.

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