lunes, 27 de abril de 2015

Otra vuelta de tuerca, Henry James

      Todo sucedió en una tarde de verano, en aquella hora en la que solía dar un paso después de haber acostado a los niños. A menudo había deseado, mientras caminaba entre los árboles en aquellos paseos vespertinos, que se me apareciera un a persona en el camino y que con una alegre sonrisa me indicara que lo sabía todo, que yo era una institutriz perfecta y que estaba orgullosa de mí. No pedía más. Sólo esta breve aparición de la persona a la que yo tanto admiraba, su rostro iluminado por una expresión benévola hacia mí. En aquella tarde del mes de junio, mientras daba mi habitual paseo por el parque, yo tenía en la mente aquel rostro tan querido por mí. De pronto, al llegar a un claro, a la vista ya de la vieja mansión, una sensación de terror paralizó todo mi cuerpo, al comprobar que aquella persona evocada por mi imaginación se había volatilizado en la realidad. Efectivamente, allí estaba, en lo alto de una de las torres de la mansión, la misma a la que me había llevado la pequeña Flora el día de mi llegada. La mansión de Bly se veía flanqueada por dos reliquias del pasado construidas sin duda en el periodo romántico, cuando se produjo un renacimiento de la arquitectura medieval. La pátina del tiempo había caído sobre ellas y había ennoblecido sus formas, su misma estructura por lo demás muy mediocre. De cualquier modo, yo las admiraba, al verlas siempre a lo lejos, agigantadas en la hora del crepúsculo.

Henry James, Otra vuelta de tuerca, Madrid, Anaya, Tus Libros, 1999, pág 36-38, Seleccionado por Rosa María Perianes Calle, Segundo de Bachillerato, Curso 2014 - 2015.

lunes, 13 de abril de 2015

Los novios, Manzoni


CAPÍTULO XVII


Si basta frecuentemente un solo deseo para privar a un hombre de su tranquilidad, ¿qué sucederá cuando una persona anhela dos cosas que están en contradicción? El pobre Renzo hacía muchas horas que tenía dos deseos contradictorios en el cuerpo, a saber, el de echar a correr y el de permanecer escondido; y las malhadadas noticias del mercader los había avivado de repente hasta un grado extraordinario. Según ellos, su aventura había metido ruido y suscitado el empeño de echarle la mano. ¿Y quién era capaz de saber cuántos esbirros andarían ya dándole caza, cuántas órdenes se habían circulado para que hubiese la mayor vigilancia en las calles, caminos y posadas? Por otra parte, reflexionaba que los esbirros que le conocían eran únicamente dos, y que él no llevaba el nombre escrito en la frente; pero le venían a la memoria de cien historias diferentes que había oído contar de fugitivos que fueron descubiertos por casualidades muy raras, ya por el modo de andar, ya por cierto continente sospechoso, ya, en fin, por otras mil cosas impensadas.






Manzoni, Los novios, Barcelona, ed. Planeta, páginas 257 y 258.
Seleccionado por Laura Tomé Pantrigo. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015

Los Paraísos Artificiales, Charles Baudelaire

                                  III. EL TEATRO DE SERAFÍN
                 ¿Qué se siente? ¿Qué se ve?: cosas maravillosas, ¿no es cierto? ¿Espectáculos extraordinarios? ¿Es muy bello?; ¿y muy terrible?; ¿y muy peligroso?
                -Tales son las habituales preguntas que, con una curiosidad mezclada de temor, dirigen los ignorantes a los adictos. Diríase una pueril impaciencia por saber, como la de las personas que no han abandonado nunca el rincón de su hogar cuando se encuentran frente a un hombre que vuelve de lejanos y desconocidos países. Se imaginan la embriaguez del haschisch como un país prodigioso, un vasto teatro de prestidigitación y escamoteo, en el que todo es milagroso e imprevisto. Es esto un prejuicio, un completo error. Y puesto que para el común de los lectores y de los que preguntan, la palabra haschisch conlleva la idea de un mundo extraño y desquiciado, la expectativa de prodigiosos sueños (mejor fuera decir alucinaciones, que, por lo demás, son menos frecuentes de lo que se cree), señalaré de inmediato la importante diferencia que separa los efectos del haschisch de los fenómenos del sueño.

Charles Baudelaire, Los Paraísos Artificiales, Madrid, Cátedra, Letras Universales, 2005, pág 154, Seleccionado por Rosa María Perianes Calle, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.

Aventuras de Alicia en el país de las maravillas.

     -¡ No te puedes imaginar lo contenta que estoy de volverte a ver, mi querida pequeña!- dijo la Duquesa, al tiempo que metía el brazo afectuosamente por debajo del de Alicia, y se alejaban juntas.
     Alicia se alegró mucho de encontrarla de tan buen humor, y pensó que quizá era la pimienta lo que la había puesto tan violenta cuando se conocieron en la cocina.
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La vuelta al mundo en ochenta días, Julio Verne

     En violento contraste con la joven aparecieron tras ella guardias armados con sables desenvainados al cinto y largas pistolas taraceadas, llevando un cadáver sobre un palaquín. Era el cuerpo de un anciano, amortajado con su opulenta ropa de rajá. Llevaba como en vida, el turbante recamado de perlas, y de oro el vestido de seda, un cinturón de casimir con diamantes y sus magníficas armas de príncipe indio.
     Cerraban el cortejo los músicos y una retaguardia de fanáticos cuyos gritos cubrían a veces el ruido ensordecedor de los instrumentos.
     Sir Francis Cromarty, que miraba entristecido toda aquella pompa, dijo, dirigiéndose al guía:
     - Un sutty.
     El parsi hizo un gesto afirmativo, seguido de otro que invitaba al silencio.
     La larga procesión se desplegó lentamente bajo los árboles, y sus últimas filas no tardaron en desaparecer en la profundidad del bosque. Poco a poco se apagó el sonido de los cantos. Durante algunos minutos aún pudieron oír gritos lejanos. Luego, al tumulto sucedió un profundo silencio.

Julio Verne, La vuelta al mundo en ochenta días, Madrid, Alianza editorial, página112
Seleccionado por Lucía Pintor del Mazo. Segundo de bachillerato. Curso 2014-2015

Oscar Wilde, Una mujer sin importancia

                                  ACTO PRIMERO


     LADY CAROLINE. ¿Quiénes son los padres de la señorita Worsley?
     LORD ILLINGWORTH. Las mujeres americanas son asombrosamente hábiles para ocultar a sus padres.
     LADY HUNSTANTON. Mi querido Lord Illingworh, ¿qué quiere usted decir? La señorita Worsley, Caroline, es huérfana. Su padre era un multimillonario, o un filántropo, o ambas cosas, según creo, que fue muy hospitalario con mi hijo cuando él visitó Boston. Lo que no sé es cómo hizo su fortuna.
     KEVIL. Supongo que en productos secos americanos.
     LADY HUNSTANTON. ¿Cuáles son esos productos norteamericanos?
     LORD ILLINGWORTH. Las novelas americanas.
     LADY HUNSTANTON. ¡Qué cosa tan singular!... Bueno, cualquiera que sea la fuente de donde procede su fortuna, tengo una gran estima por la señorita Worsley. Se viste excesivamente bien. Todas las americanas se visten bien. Compran su ropa en París.
     SEÑORA ALLONBY. Dicen, lady Hunstanton, que cuando los americanos buenos mueren se van a París.
     LADY HUNSTANTON. ¿De veras? Y cuando mueren los americanos malos, ¿adónde van?
     LORD ILLINGWORTH. ¡Oh, se van a América!





     Oscar Wilde, Una mujer sin importancia, Barcelona, Editorial Andres Bello, 1998, página 117, Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.

El tambor de hojalata, Günter Grass

Inspección del cemento,
o místico, bárbaro, aburrido

     Y Óscar se acercó. Se sentía atraído. No quería seguir sobre las baldosas, sino estar sobre la alfombra. Una grada lo llevaba a la otra. Subí, pues, aunque hubiera preferido que él bajara. -Jesús- le dije, reuniendo lo que me quedaba de mi tambor. ¡Tú tienes ya tu cruz, y eso debiera bastarte! - sin interrumpirse de golpe, terminó de tocar, cruzó los palillos con cuidado exagerado sobre la hojalata y devolviome sin chistar lo que Óscar le prestara tan a la ligera. 
     Disponíame ya, sin dar las gracias y como perseguido por todos los demonios, a descender aquellas gradas y a huir del catolicismo, cuando una voz agradable, aunque imperiosa, me tocó la espalda: -¿Me quieres, Óscar?- Sin volverme, contesté: -No que yo sepa. -Y él con la misma voz, sin elevar el tono: -¿Me quieres, Óscar? -Huraño, repliqué: -¡Lo siento, pero nada! -Entonces la voz me fastidió por tercera vez: -¿Óscar, me quieres? -Jesús pudo ver ahora mi cara: -¡Te odio, rapaz, a ti y a todo tu repiqueteo!
     Curiosamente, mi enojo puso en su voz un tono de triunfo. Levantó el índice, a la manera de una maestra de primaria, y me asignó una misión: -¡Tú eres Óscar, la roca, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia! ¡Sígueme!
     Ya se imaginarán ustedes mi indignación. De pura rabia se me puso la carne de gallina. Le rompí uno de los dedos del pie, pero él ya no se movió. -¡Repítelo- dijo Óscar entre dientes- y te raspo la pintura!
     Ya no hubo más palabras; sólo, como siempre y desde siempre, ese viejo que va siempre arrastrando los pies por todas las iglesias. Se hincó ante el altar lateral izquierdo, no me vio, siguió luego arrastrando los pies y se hallaba ya frente a San Adalberto de Praga cuando yo bajé tropezando las gradas, pasé sin volverme de la alfombra a las baldosas del tablero y me reuní con María al tiempo que ésta, en forma correcta y siguiendo mis instrucciones, se santiguaba a la católica.
     La cogí de la mano, la llevé a la pila de agua bendita, dejé que se persignara una vez más en el centro de la Iglesia y ya cerca del pórtico, mirando hacia el altar mayor, pero sin imitarla, y, cuando se disponía a hincarse de rodillas, me la lleve afuera, hacia el sol.


     Günter Grass, El tambor de hojalata, Madrid, Ediciones Generales, S.A., páginas 477, 478, 2006. Seleccionado por Andrea González García. Segundo de bachillerato, curso 2014-2015.

El señor de los anillos, Jrr Tolkien

El sitio de Gondor.
     Pasaba el tiempo. Los vigías apostados en los muros vieron al fin la retirada de las compañías exteriores. Al principio iban llegando en grupos pequeños y dispersos: hombres extenuados y a menudo heridos que marchaban en desorden; algunos corrían como escapando a una persecución. A lo lejos, en el este, vacilaban uno fuegos distantes, que ahora parecían extenderse a través de la llanura. Ardían casas y graneros. De pronto desde muchos puntos, empezaron a correr unos arroyos de llamas rojas que serpeaban en la sombra, y todos iban hacia la linea del camino ancho que llevaba desde la Puerta hasta Osgiliath.
     -El enemigo- murmuraron los hombres-. El dique ha cedido. ¡Allí vienen, como un torrente por las brechas! Y traen antorchas. ¿Dónde están los nuestros?
     Según la hora, la noche se acercaba, y la luz era tan mortecina que ni aun los hombres de la ciudadela llegaban a distinguir lo que acontecía en los campos, excepto los incendios que se multiplicaban, y los ríos de fuego que crecían en longitud y rapidez. Por fin, a menos de una milla de la Ciudad, apareció a la vista una columna más ordenada; marchaba sin correr, en filas todavía unidas.

Tolkien, J. R. R., El señor de los anillos. Editorial, Minotauro, página, 109
Seleccionado por Pablo Galindo Cano. Segundo de bachillerato, curso 2014/2015

Pierre de Ronsard, Sonetos para Helena

18

No bastaba ser cruel y hacer polvo de mí,
hacer tierra y escarnio, la esperanza me quitas.
La esperanza es la luz que ilumina al que sufre,
y sin ella el amante es un cuerpo sin vida.

La esperanza de aliento al que está medio ahogado,
al cautivo promete otra vez ''serás libre''
y al que es pobre le alivia sus congojas presentes.
Este bien concedió a los hombres Pandora.

Tu crueldad no se alberga en los ojos o el rostro,
mas la gracia taimada de una voz que me hiela
me ha robado la luz y además la esperanza.

Dulce engaño en que sois las mujeres maestras, 
¿qué es hablar del amor sin hacer el amor
sino ver que el sol luce y su luz detestar?

Pierre de Ronsard, Sonetos para Helena, Barcelona, ed. Planeta, 1987, página 22.
Seleccionado por Alain Presentación Muñoz. Segundo de Bachillerato. Curso 2014-2015.

El escarabajo de oro y otros cuentos, Edgar Allan Poe


             El escarabajo de oro



     -Pero su grandilocuencia, su actitud balanceando el insecto, ¡eran excesivamente estrambóticas! Tenía yo la certeza de que estaba usted loco. ¿Y por qué insistió en dejar caer el escarabajo desde la calavera en vez de una bala?
     -¡Vaya! Para serle franco, me sentía algo molesto por sus claras sospechas respecto a mi sano juicio, y decidí castigarle algo, a mi manera, con un poquito de serena mixtificación. Por esa razón balanceaba yo el insecto, y por esa razón también quise dejarlo caer desde el árbol. Una observación que hizo usted acerca de su peso me sugirió esta última idea.
     -Sí, lo comprendo; y ahora no hay más que un punto que me desconcierta. ¿Qué vamos a decir de los esqueletos encontrados en el hoyo?
     -Esa es una pregunta a la cual, lo mismo que usted, no sería yo capaz de contestar. No veo, por cierto, más que un modo plausible de explicar eso; pero mi sugerencia entraña una atrocidad tal, que resulta horrible de creer. Aparece claro que Kidd (si fue verdaderamente Kidd quien escondió el tesoro, lo cual no dudo), debió de hacerse ayudar en su trabajo. Pero, una vez terminado éste, pudo juzgar conveniente suprimir a todos los que compartían su secreto. Acaso un par de azadonazos fueron suficientes, mientras sus ayudantes estaban ocupados en el hoyo; acaso necesitó una docena. ¿Quién nos lo dirá?



     Edgar Allan Poe, El escarabajo de oro y otros cuentos, Madrid, Editorial Anaya, Colección Tus libros, 1990, página 86, Seleccionado por Pablo del Castillo Baquerizo, Segundo de Bachillerato, Curso 2014-2015.