Yo quedé completamente convencido y me dediqué
al aprendizaje con gran aplicación. Surin me
animaba con voz fuerte; se sorprendía de mis rápidos
progresos y al cabo de varias lecciones me propuso que jugáramos dinero, no más de un groshf, no
por ganar, sino sólo por no jugar de balde, lo cual,
según él, era una de las peores costumbres. También
accedí a ello, y Surin pidió ponche y me convenció
de que lo probara, repitiendo que había que acostumbrarse
al servicio y que sin ponche no hay servicio.
Le hice caso. Entre tanto, nuestro juego seguía
adelante. Cuanto más sorbía de mi vaso, más valiente
me sentía. A cada instante las bolas volaban
por encima del borde de la mesa; yo me acaloraba,
reñía al mozo, que contaba según le parecía, constantemente
subía la apuesta... ; en una palabra, me
portaba como un chiquillo recién liberado de la tutela
familiar. El tiempo pasó sin que me diera cuenta.
Surin miró el reloj, dejó el taco y me anunció que
yo había perdido cien rubios. Esto me azoró un poco:
mi dinero lo guardaba Savélich. Empecé a disculparme,
pero Surin me interrumpió:
-¡Por favor! No te preocupes. No me corre ninguna
prisa, y mientras tanto vamos a ver a Arinushka.
¿Qué iba a hacer? El final del día fue tan indecoroso
corno el principio. Cenamos en casa de Arinushka. Surin me servía vino constantemente, repitiendo
que había que acostumbrarse al servicio. Al
levantarme de la mesa, apenas podía tenerme en pie.
A media noche Surin me llevó a la hostería.
Alexander Pushkin, La hija de capitán, http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/P/Pushkin,%20Alexander%20-%20La%20hija%20del%20capitan.pdf, seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, segundo de bachillerato curso 2015-2016.
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