Al salir de la habitación paterna, el joven encontró a su madre, que lo esperaba con la famosa
receta cuyo empleo los consejos que acabamos de referir debían hacer bastante frecuente. Los
adioses fueron por este lado más largos y tiernos de lo que habían sido por el otro, no porque el
señor D'Artagnan no amara a su hijo, que era su único vástago, sino porque el señor D'Artagnan
era hombre, y hubiera considerado indigno de un hombre dejarse llevar por la emoción, mientras
que la señora D'Artagnan era mujer y, además, madre. Lloró en abundancia y, digámoslo en
alabanza del señor D'Artagnan hijo, por más esfuerzo que él hizo por aguantar sereno como
debía estarlo un futuro mosquetero, la naturaleza pudo más, y derramó muchas lágrimas de las
que a duras penas consiguió ocultar la mitad.
El mismo día el joven se puso en camino, provisto de los tres presentes paternos y que estaban
compuestos, como hemos dicho, por trece escudos, el caballo y la carta para el señor de Tréville;
como es lógico, los consejos le habían sido dados por añadidura.
Con semejante vademécum, D'Artagnan se encontró, moral y físicamente, copia exacta del
héroe de Cervantes, con quien tan felizmente le hemos comparado cuando nuestros deberes de
historiador nos han obligado a trazar su retrato. Don Quijote tomaba los molinos de viento por
gigantes y los carneros por ejércitos: D'Artagnan tomó cada sonrisa por un insulto y cada mirada
por una provocación. De ello resultó que tuvo siempre el puño apretado desde Tarbes hasta
Meung y que, un día con otro, llevó la mano a la empuñadura de su espada diez veces diarias;
sin embargo, el puño no descendió sobre ninguna mandíbula, ni la espada salió de su vaina. Y no
es que la vista de la malhadada jaca amarilla no hiciera florecer sonrisas en los rostros de los que
pasaban; pero como encima de la jaca tintineaba una espada de tamaño respetable y encima de
esa espada brillaba un ojo más feroz que noble, los que pasaban reprimían su hilaridad, o, si la
hilaridad dominaba a la prudencia, trataban por lo menos de reírse por un solo lado, como las
máscaras antiguas. D'Artagnan permaneció, pues, majestuoso a intacto en su susceptibilidad
hasta esa desafortunada villa de Meung.
Pero aquí, cuando descendía de su caballo a la puerta del Franc Meunier sin que nadie,
hostelero, mozo o palafrenero, hubiera venido a coger el estribo de montar, D'Artagnan divisó en
una ventana entreabierta de la planta baja a un gentilhombre de buena estatura y altivo gesto
aunque de rostro ligeramente ceñudo, hablando con dos personas que parecían escucharle con
deferencia. D'Artagnan, según su costumbre, creyó muy naturalmente ser objeto de la
Comentario [L17]: El castillo
de los D'Artagnan, que
pertenecía a la familia materna,
estuvo en la región de Bigorre,
cuya ciudad principal era
Tarbes.
conversación y escuchó. Esta vez D'Artagnan sólo se había equivocado a medias: no se trataba
de él, sino de su caballo. El gentilhombre parecía enumerar a sus oyentes todas sus cualidades y
como, según he dicho, los oyentes parecían tener gran deferencia hacia el narrador, se echaban
a reír a cada instante. Como media sonrisa bastaba para despertar la irascibilidad del joven,
fácilmente se comprenderá el efecto que en él produjo tan ruidosa hilaridad.
Dumas , Alexandre, Los tres mosqueteros, http://getafe.es/wp-content/uploads/Dumas-Alejandro-Los-Tres-Mosqueteros.pdf, seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.
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