Elizabeth estaba sentada con su madre y sus hermanas meditando sobre lo que había escuchado y sin saber si debía o no contarlo, cuando apareció el propio Sir William Lucas, enviado por su hija, para anunciar el compromiso a la familia. Entre muchos cumplidos y congratulándose de la unión de las dos casas, reveló el asunto a una audiencia no sólo estupefacta, sino también incrédula, pues la señora Bennet, con más obstinación que cortesía, afirmó que debía de estar completamente equivocado, y Lydia, siempre
indiscreta y a menudo mal educada, exclamó alborotadamente:
––¡Santo Dios! ¿Qué está usted diciendo, sir William? ¿No sabe que el señor Collins quiere
casarse con Elizabeth?
Sólo la condescendencia de un cortesano podía haber soportado, sin enfurecerse, aquel comportamiento; pero la buena educación de sir William estaba por encima de todo. Rogó que le permitieran garantizar la verdad de lo que decía, pero escuchó todas aquellas impertinencias con la más absoluta corrección.
Elizabeth se sintió obligada a ayudarle a salir de tan enojosa situación, y confirmó sus palabras,
revelando lo que ella sabía por la propia Charlotte. Trató de poner fin a las exclamaciones de su madre y de
sus hermanas felicitando calurosamente a sir William, en lo que pronto fue secundada por Jane, y comentando la felicidad que se podía esperar del acontecimiento, dado el excelente carácter del señor
Collins y la conveniente distancia de Hunsford a Londres.
La señora Bennet estaba ciertamente demasiado sobrecogida para hablar mucho mientras sir
William permaneció en la casa; pero, en cuanto se fue, se desahogó rápidamente. Primero, insistía en no
creer ni una palabra; segundo, estaba segura de que a Collins lo habían engañado; tercero, confiaba en que
nunca serían felices juntos; y cuarto, la boda no se llevaría a cabo. Sin embargo, de todo ello se desprendían
claramente dos cosas: que Elizabeth era la verdadera causa de toda la desgracia, y que ella, la señora
Bennet, había sido tratada de un modo bárbaro por todos. El resto del día lo pasó despotricando, y no hubo
nada que pudiese consolarla o calmarla. Tuvo que pasar una semana antes de que pudiese ver a Elizabeth
sin reprenderla; un mes, antes de que dirigiera la palabra a sir William o a lady Lucas sin ser grosera; y
mucho, antes de que perdonara a Charlotte.
porque de este modo podía comprobar, según dijo, que Charlotte Lucas, a quien nunca tuvo por muy lista,
era tan tonta como su mujer, y mucho más que su hija.
Jane confesó que se había llevado una sorpresa; pero habló menos de su asombro que de sus
sinceros deseos de que ambos fuesen felices, ni siquiera Elizabeth logró hacerle ver que semejante felicidad
era improbable. Catherine y Lydia estaban muy lejos de envidiar a la señorita Lucas, pues Collins no era
más que un clérigo y el suceso no tenía para ellas más interés que el de poder difundirlo por Meryton.
Lady Lucas no podía resistir la dicha de poder desquitarse con la señora Bennet manifestándole el
consuelo que le suponía tener una hija casada; iba a Longbourn con más frecuencia que de costumbre para
contar lo feliz que era, aunque las poco afables miradas y los comentarios mal intencionados de la señora
Bennet podrían haber acabado con toda aquella felicidad.
Entre Elizabeth y Charlotte había una barrera que les hacía guardar silencio sobre el tema, y
Elizabeth tenía la impresión de que ya no volvería a existir verdadera confianza entre ellas. La decepción que se había llevado de Charlotte le hizo volverse hacia su hermana con más cariño y admiración que
nunca, su rectitud y su delicadeza le garantizaban que su opinión sobre ella nunca cambiaría, y cuya
felicidad cada día la tenía más preocupada, pues hacía ya una semana que Bingley se había marchado y
nada se sabía de su regreso.
J.Austen, Orgullo y perjuicio ,www.educ.mec.gub.uy/b/biblioteca_digital/libros/a/austen
Seleccionado por Maria Alegre Trujillo, Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario