lunes, 31 de marzo de 2014

Cuentos de música y músicos, E.T.A. Hoffman.

La Fermata

       El alegre y vigoroso cuadro de Hummel, la reunión en una locanda italiana, se hizo famoso en la Exposición de Berlín en el otoño de 1814, en la que figuró para alegría de la vista y el espíritu de muchos. Un cenador con vegetación espesa, una mesa llena de vino y fruta, en ella dos mujeres italianas sentadas frente a frente; una de ellas canta, la otra toca la chitarra; por detrás, entre ellas, un abate, que hace de director musical. Con la batuta levantada espera el momento que la signora termine la cadencia con un largo trino que está ejecutando con la vista dirigida al cielo. Luego baja de golpe y la guitarrista ataca audazmente el acorde dominante. El abate está lleno de admiración, lleno de un placer espiritual y al mismo tiempo angustiosamente tenso. Por nada del mundo dejaría de marcar el compás correcto. Apenas se atreve a respirar. Desearía atar la boca y las alas a todas las abejas y a todos los mosquitos para que no hicieran ruido. Y mucho más funesto le parece el ocupado hostelero que le trae justo ahora, enel momento más importante, el vino que le había pedido. Se ve una terraza por la que irrumpen brillantes haces de luz. Allí está parado un jinete, al que le sirven de la terraza y a caballo una bebida fresca.
       Ante este cuadro estaban los dos amigos, Eduard y Theodor.
       -Cuanto más -dijo Eduard- miro a esta cantante algo envejecida pero verdaderamente vuirtuosa y encantadora con sus vestidos coloreados, cuanto más me recreo en el perfil serio, autenticámente romano de la bella figura  de la guitarrista, cuanto más me divierte el excelente abate, cuanto más libre y fuertemente penetra el conjunto en la vida real. En realidad está caracturizado en sentido amplio, pero lleno de serenidad y de gracia. Quisiera subir al cenador y abrir una de las botellas más preciadas que me sonríen desde la mesa. Verdaderamente me parece ya que siento algo del dulce aroma del noble vino. No, este estímulo no puede proceder de este ambiente frío y prosaico que nos rodea. Hagamos honor al magnífico cuadro, al arte, a la bella Italia, donde brota el placer de vivir y vaciemos una botella de vino italiano.
       Mientras Eduard decía esto con frases entrecortadas, Theodor había permanecido callado y profundamente ensimismado.
       - ¡Sí, hagamos eso! -dijo, como si despertara de un sueño.

        Cuentos de música y músicos, E.T.A. Hoffman. La Fermata, pags 113 y 114. Editorial: Akal literaturas, Madrid, 2003. Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín. Curso: Segundo de bachillerato, 2013-2014.

Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain

       CAPÍTULO XIV

       Cuando Tom despertó a la siguiente mañana se preguntó dónde estaba. Se incorporó, frotándose los ojos, y se dio cuenta al fin. Era el alba gris y fresca, y producía una deliciosa sensación de paz y reposo la serena calma en que todo yacía y el silencio de los bosques. No se movía una hoja; ningún ruido osaba perturbar el gran recogimiento meditativo de la naturaleza. Gotas de rocío temblaban en el follaje y en la hierba. Una capa de ceniza cubría el fuego y una tenue espiral de humo azulado se alzaba recta, en el aire. Joe y Huck dormían aún. Se oyó muy lejos, en el bosque, el canto de un pájaro; otro le contestó. Después se percibió el martilleo de una picamaderos. Poco a poco el gris indeciso del amanecer fue blanqueando, y al propio tiempo los sonidos se multiplicaban  y la vida surgía. La maravilla de la naturaleza sacudiendo el sueño y poniéndose al trabajo se mostró ante los ojos del muchacho meditabundo. Una diminuta oruga verde llegó arrastrándose sobre una hoja llena de rocío, levantando dos tercios de su cuerpo en el aire de tiempo en tiempo, y como oliscando en derredor, para luego proseguir su camino, porque estaba <>, según dijo Tom; y cuando el gusano se dirigió hacia él espontáneamente, el muchacho siguió sentado, inmóvil como una estatua, con sus esperanzas en vilo o caídas según que el animalito siguiera viniendo hacia él o pareciera inclinado a irse a cualquier otro sitio; y cuando, al fin, la oruga reflexionó, durante un momento angustioso, con el cuerpo enarcado en el aire, y después bajó decididamente sobre una pierna de Tom y emprendió un viaje por ella, el corazón le brincó de alegría porque aquellos significaba que iba a recibir un traje nuevo: sin sombra de duda, un deslumbrante uniforma pirata. Después apareció una procesión de hormigas, procedentes de ningún sitio en particular, y se afanaron en sus varios trabajos; una de ellas forcejeaba virilmente con una araña muerta, cinco veces mayor que ella, en los brazos, y la arrastró verticalmente por un tronco arriba. Una mariquita, con lindas notas oscuras, trepó la vertiginosa altura de una hierba, y Tom se inclinó sobre ella y le dijo:

                             Mariquita, mariquita, a tu casa vuela
                          En tu casa hay fuego, tus hijos se queman;

y la mariquita levantó el vuelo y marchó a enterarse; lo cual no sorprendió al muchacho, porque sabía de antiguo cuán crédulo era aquel insecto en materia de incendios, y se había divertido más de una vez a costa de su simplicidad.











Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer, capítulo XIV, editorial Espasa-Calpe, S.A., colección Austral, página 73. Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de Bachillerato, curso 2013-2014.

El primo Basilio, Eça de Queirós

El primo Basilio

La noche era cálida, y con su inquietud y agitación la ropa de la cama se le había escurridoy sólo tenía una sábana encima. De vez en cuando, el cansancio la adormecía, pero en seguida se despertaba con pesadillas. Veía montones de libras brillando vagamente, mazos de billetes para cogerlos, pero las libras se ponían a rodar y a rodar como infinitas ruedecillas que se alejasen por un piso llano, y los billetes desaparecían volando, ingrávidos, con un burlón temblor de alas. O veía que alguien entraba en la sala, se inclinaba respetuosamente, se quitaba el sombrero y comenzaba a soltarle en el regazo libras, monedas de cinco mil reis y billetes y billetes, profusa, incansablemente. Pero ella no conocía a aquel hombre que se llevaba una peluca roja y una insolente perilla. ¿Sería el diablo? ¡Qué le importaba! ¡Era rica y estaba salvada! Se puso a llamar a Juliana a voces, a buscarla por un corredor que no acababa nunca y que se iba estrechando más cada vez hasta convertirse en una angustiosa hendidura por la que ella avanzaba de lado, respirando con dificultad siempre apretando contra el pecho el montón de libras que le ponía su frio metálico sobre la piel desnuda del pecho. Despertaba sobresaltada, y el contraste entre su miseria real y aquellas riquezas del sueño hacía que aumentase su amargura. ¿Quién podría ayudarla? ¡Sebastián! Sebastián era rico y era bueno. Pero ella, la mujer de Jorge, no podía llamarle y decirle: ''Préstame seiscientos mil reis''. ''¿Para qué, querida Luisa?'' Y ella tendría que decirle: ''Para rescatar unas cartas que escribí a mi amante'' ¡Eso no era posible! ¡Estaba perdida! ¡Solo le quedaba irse a un convento!
A cada instante daba la vuelta a la almohada porque sentía que le abrasaba el rostro. Se arrancó la toca de dormir y la tiró; se desparramó su larga cabellera y la sujetó de cualquier modo con unas horquillas; y tumbada boca arriba, con las manos bajo la nuca y los brazos desnudos al aire, se puso a pensar amargamente en la novela amorosa de aquel verano: la llegada de Basilio, el paseo por Campo Grande, la primera visita al Paraíso...
¿Por dónde andaría ahora aquel infame? Seguro que estaría durmiendo tranquilamente en el vagón del tren. ¡Y ella allí! ¡Con su agonía!
Apartó la sabana q la ahogaba. Y sin taparse, apenas destacándose en la blancura de la cama, se quedó dormida cuando empezaba a amanecer.



Eça de Queirós, El primo Basilio. Editorial Planeta, Barcelona 1981, página 248.
 Seleccionado por Adrián Hernández García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014

Cuentos de Canterbury , Geoffrey Chaucer


Cuento del cocinero.

      Una vez vivía un aprendiz en nuestra ciudad que trabajaba en un comercio de comestibles. Era más alegre un jilguero suelto por el bosque. Era un muchachote guapo, pero algo bajito, muy moreno y llevaba su pelo negro y elegantemente peinado.
      Bailaba tan bien y tan animadamente, que le apodaban Jaranero Perkin. Toda chica que se juntaba a él hacía suerte, pues él estaba lleno de amor y lascivia como una colmena de miel.
      Bailaba y cantaba en todas las bodas y tenía más afición a la taberna que a la tienda, pues siempre que había una procesión por Cheapside salía disparado de la tienda tras ella y no regresaba hasta que había bailado lo suyo y había visto todo lo que había que ver. Alrededor de sí reunió a una banda de tipos como él, para bailar, cantar y divertirse. Se reunía en una calle o en otra para jugar a los dados; pues no había ningún aprendiz en la ciudad que echase los dados mejor que Perkin. Además, de hurtadillas, era un derrochador. Esto lo descubrió su dueño a sus expensas, pues muchas veces se encontró con el cajón del dinero vacío. Podéis estar seguros que cuando un aprendiz lo pasa tan bien echando los dados, jugando y con mujeres, es el dueño de la tienda el que lo paga con sus caudales, aunque no comparta el jolgorio. Aunque el aprendiz sepa tocar el violín y la guitarra, sus juergas y juego los paga el robo. Pues, como podéis ver, la honradez y la buena vida siempre andan disociados, cuando se trata de gente pobre.
       Aunque le regañaba noche y día y algunas veces era llevado a bombo y platillo a la cárcel de Newgate, el alegre aprendiz permaneció con su dueño, hasta que casi terminó su aprendizaje, se acordó del proverbio que reza: "Más vale arrojar la manzana podrida que dejarla que pudra a las demás." Lo mismo ocurre con el criado protestón: es mejor dejarle marchar que permitirle que estropee a los demás criados de la casa. De modo que el dueño le dejó libre y le ordenó que se marchara, con maldiciones sobre su cabeza. Así fue cómo el alegre aprendiz consiguió su libertad. Ahora podía hacer hacer jarana toda la noche, si así le apetecía. Pero, como sea que no hay ladrón que no tenga un compinche que le empuje a saquear y estafar al que ha robado estrujado, Perkin inmediatamente envió su cama y el resto de su ajuar a casa de un compañero inseparable que era tan aficionado a los dardos, al jolgorio y a la disipación como él. La esposa de este amigo inseparable tenía una tienda para cubrir las apariencias, pero se ganaba la vida traficando con su cuerpo.



Geoffrey Chaucer, Cuentos de Canterbury, ed.Letras Universales,col.Cátedra, Madrid, 1987, páginas 161-162. Seleccionado por Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.


                                   

Cartas de mi molino, Alphonse Daudet

La cartera de Bixiou      

       Al ratito, continuó hablando:
       -¿Sabéis que me resulta todavía más terrible? No poder leer ya los periódicos. Hay que estar metido en la profesión para poder comprender esto... Algunos días, al anochecer, cuando vuelvo a casa me compro uno, simplemente por sentir ese aroma a papel húmedo y a noticias frescas... ¡Es tan agradable! ¡Y no tener a nadie que me las lea! mi mujer podría hacerlo, pero no quiere; según ella, en la sección de sucesos siempre se habla de cosas poco decentes... ¡Ah!, estas antiguas queridas, una vez casadas, son de lo más mojigato que hay. Desde que la he convertido en señora de Bixiou, ¡se ha vuelto de un místico!... Pues, ¿no quería darme en los ojos fricciones de agua de Lourdes? Y, además, el pan bendito, las cuestaciones, la Santa Infancia, las Misiones... ¡y qué sé yo cuántas cosas más!... Estamos hundidos hasta el cuello en las buenas obras... Sin embargo, una buena obra sería la de leerme el periódico. Pues bien, eso no, se niega totalmente... Si mi hija viviera con nosotros, ella sí me lo leería; pero, desde que me he quedado ciego la he internado en Notre-Dame-des-Arts, a fin de tener una boca menos que alimentar...
       -¡Y ésa es otra que también me procura satisfacciones! No hace todavía nueve años que ha venido al mundo, y ya ha tenido todas las enfermedades habidas y por haber... ¡Y qué triste!, ¡y qué fea!, más fea que yo, si cabe... ¡Un monstruito! ¡Qué le voy a hacer!, no he sabido hacer otra cosa en mi vida que caricaturas... Pero, ¡vaya!, ¡pues sí que estoy yo bueno, contándoos mis chismes familiares! ¿Qué puede importaros todo ello?... ¡Ea!, pasadme un poco, De aquí me voy a ir a Educación, y sus ordenanzas no tienen la sonrisa fácil. Todos ellos son antiguos profesores.
       Le serví su aguardiente. Empezó a paladearlo a pequeños sorbos, con gesto enternecido... De repente, no sé qué mosca le picaría, se levantó con su vaso en la mano, paseó un momento en torno suyo su cabeza de víbora ciega, con la amable sonrisa del señor que se dispone a pronunciar un discurso, y, con voz estridente, como el que va a arengar en un banquete de doscientos cubiertos, exclamó:
       -¡A las artes! ¡A las letras! ¡A la prensa!
       Y se sumergió en un brindis de diez minutos, la más frenética y maravillosa improvisación que jamás haya salido de aquel cerebro de payaso.



Alphonse Daudet, Cartas de mi molino, ed. Magisterio Español, col. Novelas y Cuentos, Madrid, 1976, páginas 110-111. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.

Trabajos de amor perdidos Mucho ruido por nada, William Shakespeare

 


                                        Acto segundo
                                     
                                        Escena primera


Entran la Princesa de Francia, Rosalinda, María, Catalina, Boyet, Nobles y Acompañantes.

BOYET.     Ahora, señora, concentrad vuestros mejores ánimos: considerad a quien envía el Rey vuestro padre, ante quién la envía y cuál es su embajada:

Nana, Emile Zola

IX

       Se ensayaba La duquesita en el Variétés. Acababan de leer el primer acto e iban a empezar el segundo. En proscenio, sentados en viejas sillas, Fauchery y Bordenave discutían mientras el apuntador, el tío Cossard, un jorobado muy bajito, hojeaba el manuscrito, sentado en una silla de paja, con un lápiz entre los labios.
       -¡Bueno!¿A qué esperamos? -gritó de pronto Bordenave, dando furiosos golpes en las tablas con la punta de su grueso bastón-. Barillot, ¿por qué no empiezan?
       -Falta el señor Bosc, ha desaparecido -contestó Barillot, que hacía de segundo regidor.
       Estalló entonces una verdadera tormenta. Todo el mundo llamaba a Bosc. Bordenave renegaba.
       -¡Maldita sea! Siempre pasa lo mismo. Ya pueden sonar timbres, que nadie está en su sitio... Y luego, a protestar, si hay que quedarse, pasadas las cuatro.
       Pero llegaba Bosc tan campante.
       -¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué quieren? ¡Ah, que me toca a mí! Haberlo dicho... Venga, Simonne, da la entrada: "Llegan los invitados", y entro... ¿Por dónde entro?
       -¿Por dónde va a ser? ¡Por la puerta! -exclamó Fauchery irritado.
       -Sí, pero ¿dónde está la puerta?
       Bordenave la tomó esta vez con Barillot, empezando a renegar y a hundir de nuevo las tablas con el bastón.
       -¡Maldita sea! Había dicho que pusieran una silla ahí, para figurar la puerta. Todos los días estamos igual... ¡Barillot! ¿Dónde está Barillot? ¡Otro que se larga! ¡Aquí se larga todo Dios!
       Sin embargo, fue el propio Barillot a colocar la silla, mudo, encogido bajo el temporal. Y empezó el ensayo. Simonne, con sombrero y envuelta en sus pieles, hacía ademanes de criada que limpia los muebles. Se interrumpió para decir:
       -¿ Sabéis que no hace nada de calor? Yo no saco las manos del manguito.
       Luego, cambiando de voz, recibió a Bosc con un ligero grito:
       -¡Ay! Si es el señor conde. Es usted el primero, señor conde, y se alegrará mucho la señora.
       Bosc llevaba un pantalón sucio de barro, un enorme gabán amarillo y una inmensa bufanda enrollada al cuello. Con las manos en los bolsillos y la cabeza cubierta con un sombrero viejo, dijo, son declamar, con voz sorda y cansina:
       -No molestes a su señora, Isabelle; quiero darle una sorpresa.
       Siguió el ensayo. Bordenave, ceñudo, hundido en su butaca, escuchaba con aire de fastidio. Fauchery, nervioso, cambiaba de postura, a cada momento le entraban ganas de interrumpir, pero se aguantaba. Oyó cuchicheos detrás, en la sala oscura y vacía.
       -¿Ha venido? -pregunto, inclinándose hacia Bordenave.
       Éste respondió afirmativamente, bajando la cabeza. Nana, antes de aceptar el papel de Géraldine que le ofrecía, había querido ver la obra, pues no estaba muy decidida a hacer otro papel de cocotte. Ella soñaba con un papel de mujer honrada. Se escondía en la oscuridad de un palco de platea, con Labordette, que la ayudaba cuanto podía cerca de Bordenave. Fauchery echó una ojeada y volvió a atender al ensayo.


Emile Zola, Nana, editorial Planeta, colección Clásicos Universales Planeta, Barcelona, 1985, páginas 221-223. Seleccionado por Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.

lunes, 24 de marzo de 2014

Anna Karénina, Leon Tolstoi


                                                   Capítulo XIV

      Pero en aquel instante entró la princesa. El espanto se pintó en su rostro al ver a su hija y a Lievin solos con los semblante alterados. Lievin se inclinó sobre ella sin proninciar palabra. Kiti guardó silencio y no se atrevió a levantar la vista. "Gracias a Dios, le ha dicho que no", pensó la princesa, y reapareció en sus labios la sonrisa con que acogía a sus invitados de los jueves. Se sentó y hizo preguntas a Lievin sobre su vida en el campo. Lievin tomó asiento, a su vez, resuelto a esperar hasta que llegaran otras personas para irse él sin llamar la atención.
      Cinco minutos después anunciaron a la condesa Nordston,que era amiga de Kiti que se había casado el invierno pasado.
      Era una mujer muy delgada, de tez amarillenta y brillantes ojos negros, nerviosa y enfermiza. Quería a Kiti, y el afecto que profesaba a ésta, como el que siente toda mujer casada por una joven soltera, se traducía en un vivo deseo de casarla según su ideal. Le gustaba Vronski para marido de Kiti, Lievin, a quien había hallado muchas veces en casa de los Scharbatski a principios de invierno, le era profundamente atinpático, y aprovechaba todas las ocasiones que se le ofrecían para burlarse de él. "Me gusta verle cuando me mira con ese aire de superioridad suyo e interrumpe su bello discurso, porque me cree muy tonta. Pocas veces se digna a dirigirme la palabra. ¡Mejor! ¡Me alegro de que me deteste!"
     En efecto, Lievin la odiaba y la despreciaba lo que ella creía eran sus méritos: sus nervios, su sutil desdén, la indiferencia que mostraba por todo lo que ella juzgaba que era material y grosero. Habíase, pues, establecido entre ambos un género de relaciones bastante común en la sociedad. Bajo apariencias amistosas, se despreciaban hasta el punto de no poder tomarse algo en serio el uno al otro ni ofenderse mutuamente.
     La condesa recordó que, en cierta ocasión Lienvin comparó Moscú con Babilonia y se dispuso a mortificarle.
    -Veo que el amigo Konstantín Dmítrich ha vuelto a nuestra abobinable Babilonia-dijo, teniendo a Lievin su manita amarillenta-. ¿Es porque se ha purificado Babilonia o porque se a pervertido usted?
    -Mucho me halaga, condesa, que recuerde mis palabras-respondió Lievin en el tono agridulce que solía hablar a la condesa-. Habré de cree que le impresionan profundamente.
    -¡Figúrese! ¡Hasta me las apunto! ¿Has patinado hoy, Kiti?




Tolstoi Lev, Anna Karénina, capítulo XIV, ed catedra, páginas 110-111. Seleccionado por Laura Tovar García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.



Moby Dick, Herman Melville

                                           CAPÍTULO XXII
                                         
                                          FELIZ NAVIDAD

      Al fin, hacia mediodía, después de despedir por último a los aparejadores del barco, y después que el Pequod fue halado del muelle, y después que la siempre preocupada Caridad nos alcanzó en una lancha ballenera con su último regalo -un gorro de dormir para Stubb, el segundo oficial, cuñado suyo, y una Biblia de repuesto para el mayordomo-, después de todo eso, los dos capitanes Peleg y Bildad salieron de la cabina, y Peleg, dirigiéndose al primer oficial, dijo:
       -Buebo, señor Starbuck, ¿está usted seguro de que todo está bien? El capitán Ahab está preparado: acabo de hablar con él. ¿No hay más que recibir de tierra, eh? Bueno, llame a todos a cubierta, entonces. Póngalos aquí para pasar revista, ¡ malditos sean !
       -No hay necesidad de palabras profanas, aunque haya mucha prisa, Peleg -dijo Bildad-, pero ve allá, amigo Starbuck, y cumple nuestro deseo.
      ¡Cómo era eso! Aquí, a punto mismo de partir para el viaje, el capitán Bildad andaban por la toldilla como unos señores, igual que si fueran a ser conjuntamente los capitanes de la travesía, como para todo lo demás lo eran en el puerto. Y, en cuanto al capitán Ahab, todavía no se veía ni señal de él; solamente decían que estaba en la cabina. Pero, entonces, había que pensar que su presencia no era en absoluto necesaria para que el barco levara el ancla y saliesen con facilidad al mar.


Herman Melvilles, Moby Dick, editorial Planeta, colección Clásicos Universales Planeta, páginas 132-133, seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de Bachillerato curso 2013-2014.

Guerra y paz, León Tolstoi



Capítulo IV


Pierre estaba sentado frente a Dólojov y a Nikolai Rostov. Como de costumbre, comía y bebía mucho y con avidez. Pero quienes le conocían bien, notaban en él una gran transformación. Guardó silencio durante toda la comida; entornando los ojos y fruncindo el ceño, mientras miraba en derredor o a veces, con la mirada perdida en el espacio, e acariciaba el puente de la nariz. Su rostro estaba triste y sombrío: Diríase que ni veía ni escuchaba nada de cuanto ocurría a su alrededor y que estaba sumergido en algún pensamiento tan penoso como dificil de resolver.
El problema que le atormentaba era la alusión de la princesa a las intimidades de Dólojov con su mujer y una carta anónima recibida aquella mañana, en la que se le decía -con la vileza festiva propia de todas las cartas anónimas- que veía mal aunque usara lentes y que las relaciones de su mujer con Dólojov no eran secretas más que para él. Pierre no creyó en absoluto ni las alusiones de la princesa ni la carta, pero le resultaba violentísimo mirar en aquel momento a Dólojov, sentado frente por frente. Cada vez que por casualidad se encontrab con los bellos e insolentes ojos de Dólojov, en su espíritu se levantaba algo monstruoso y terrible que le forzaba a esquivar cuanto antes aquella mirada. Recordando el pasado de su mujer y las relaciones con Dólojov, Pierre se daba cuenta de que lo que decía la carta podía ser verdad, o al menos podía parecer verosímil, si no se tratara de su mujer. Recordaba que Dólojov, repuesto en su grado y destino después de la cmpaña, al volver a San Petesburgo había acudido a su casa. Aprovechándose de que antes habían sido compañeros de francachelas, Dólojov había ido en su busca, y Pierre le había ofrecido albergue y prestado dinero. Recordaba ahora el desagrado de Elena,que se quejaba sonriente de que Dólojov estuviera en su casa, y las cínicas alabanzas que el huésped hacía de la belleza de su mujer y que, por último, desde entonces, hasta su viaje a Moscú, no se había separado de ellos ni un solo instante.


León Tolstoi, Guerra y paz. Libro segundo, Primera parte, Capítulo IV, Editorial Planeta, Barcelona 1988, página 377. Seleccionado por Adrián Hernández García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

Los hermanos Karamázov, Fiódor Dostoievski

        La casa de Fiódor Pávlovich Karamázov no estaba situada, ni mucho menos, en el centro de la ciudad, pero tampoco se encontraba en los extremos. Era bastante vieja, aunque su aspecto exterior resultaba agradable: era una casa de una planta, con desván, pintada de gris, tachada con planchas de hierro pintadas de rojo. De todos modos, aún había casa para mucho tiempo y era espaciosa y confortable. Tenía muchas pequeñas piezas para guardar trastos, escondrijos diversos e inesperadas escaleritas. Había ratas, pero a Fiódor Pávlovich las ratas no le molestaban mucho: "Así no resultan tan aburridas las veladas, cuando uno se queda solo". En efecto, tenía la costumbre de mandar a los criados a que pasaran la noche en un pabellón aparte y él se encerraba solo en la casa. Dicho pabellón se levantaba en el patio, era vasto y sólido; en él mandó construir Fiódor Pávlovich la cocina, aunque también tenía una cocina en casa, pero el olor de los guisos le desagradaba, y tanto en invierno como en verano se hacía llevar la comida a través del patio. La casa había sido construida para una gran familia y habrían podido acomodarse en ella en número cinco veces mayor señores y criados. En la época de nuestro relato, en la casa no vivían más que Fiódor Pávlovich e Iván Fiódorovich, y el pabellón de la servidumbre lo ocupaban sólo tres criados: el viejo Grigori, la vieja Marfa, su mujer, y Smerdiákov, todavía joven. 



  Dostoievski Fiódor, Los hermanos Karamázov. ed. Planeta, col. Clásicos Universales Planeta, Barcelona, 1988, página 118.
     Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.

Los tres mosqueteros, Alexandre Dumas


XXIII.-LA CITA

       D´Artagnan volvió a su casa corriendo, y , aunque eran más de las tres de la mañana y debía atravesar los peores barrios de París, no tuvo ningún mal encuentro. Como es sabio, siempre hay una Providencia para los borrachos y para los enamorados.
       Encontró la puerta principal de su casa entreabierta, subió por la escalera y llamó suavemente de la forma convenida entre él y su lacayo. Planchet, al que había despedido dos horas antes del Palacio de la Villa diciéndole que le esperase en casa, salió a abrir la puerta.
       -¿Ha traído alguien una carta para mí? -pregunto con vivo interés D´Artagnan.
       -Nadie ha traído ninguna carta, señor -respondió Planchet-: pero hay una que ha venido sola.
       -¿Qué quieres decir, necio?
       - Quiero decir que, al regresar, a pesar de llevar la llave de vuestra casa en el bolsillo y no haberme separado de ella, encontré una carta sobre el tapete verde de la mesa de vuestra alcoba.
       -¿Y dónde está esa carta?
       -La dejé donde estaba, señor. No es normal que las cartas entren así en las casas de la gente. Si aún la ventana hubiese estado abierta, o sólo entreabierta, no diría nada; pero no: todo estaba herméticamente cerrado. Señor, tened cuidado, porque no hay duda de que existe un misterio en todo esto.
       Mientras tanto, el joven se había precipitado en la alcoba y estaba abriendo la carta; era de la señora Bonacieux y estaba escrita en estos términos:

       "Alguien os está profundamente agradecido y quiere hacéroslo saber personalmente. Aguarda esta noche sobre las diez en San Claudio, frente al edificio levantado en el ángulo de la casa del señor Estrées.
                       
                                                                                                                                               C . B ."

       Al leer esta carta, D´Artagnan sentía que su corazón se dilataba y se encogía con ese dulce espasmo que tortura y acaricia el corazón de los amantes.
       Era la primera carta de amor que recibía, la primera cita que se le concertaba. Su corazón, ebrio de dicha, estaba a punto de desfallecer en el umbral de ese paraíso terreno al que llamamos amor.
       -¿Lo veis,señor? -comentó Planchet, que había visto a su amo enrojecer y palidecer sucesivamente-. ¿Veis cómo adiviné que sería algún asunto molesto?
       -Te equivocas, Planchet -respondió D´Artagnan-,y, en prueba de ello, aquí tienes un escudo para que bebas a mi salud.
       -Doy las gracias al señor por el escudo que me da y le prometo seguir exactamente sus instrucciones; pero no por eso es menos verdad que las cartas que entran así en casas cerradas...
       -Caen del cielo, amigo mío, caen del cielo.
       -Entonces ¿el señor está contento?-preguntó Planchet.
       -Querido Planchet: ¡soy el más feliz de los hombres!
       -Y ¿puedo aprovechar la felicidad del señor para irme a acostar?
       -Sí, ve.
       -Que todas las bendiciones del cielo caigan sobre el señor, pero no me parece menos cierto que esa carta...
       Y Planchet se retiró sacudiendo la cabeza con semblante de duda, una duda que la liberalidad de D´Artagnan leyó y releyó la nota: luego besó una y  veinte veces esas líneas trazadas por la mano de su bella amada. Finalmente, se acostó, se durmió y tuvo sueños dorados.
       A las siete de la mañana, se levantó y llamó a Planchet, quien, a la segunda llamada, abrió la puerta y apareció con el rostro aún algo ensombrecido por las inquietudes de la víspera.
       -Planchet -le dijo D´Artagnan-, me voy quizás para todo el día. Así pues, estás libre hasta las siete de la tarde; pero, a las siete, estate preparado con dos caballos.
       -¡Ya estamos! -comentó Planchet-. Parece que iremos otra vez a que nos atraviesen la piel por varios sitios.
       -Tomarás tu mosquetón y tus pistolas.
       -¡Vaya!¿ Qué decía yo? -exclamó Planchet-. No podía ser de otro modo. ¡Maldita carta!
       -Pero, tranquilízate, necio: se trata de simplemente un viaje de placer.
       -¡Sí! Como los viajes de placer del otro día, cuando llovían las balas y menudeaban las emboscadas.
       -Claro que, si tenéis miedo, señor Planchet -replicó D´Artagnan-, iré sin vos; prefiero viajar solo a llevar un compañero que tiemble.
       -El señor me ofende -dijo Planchet- , porque creo que ya me ha visto en acción.
       -Sí, pero pensé que habías agotado todo tu coraje en aquella ocasión.
       -El señor comprobará que todavía me queda; únicamente ruego al señor que no lo utilice demasiado a ,menudo, si quiere que me dure mucho tiempo.
       -Entonces ¿crees que te queda algo para emplearlos esta noche?
       -Así lo espero.
       -¡Muy bien! Cuento contigo.
       -A la hora fijada, yo estaré preparado: pero yo pensaba que le señor no tenía más que un caballo en el establo de la guardia.
       -Tal vez haya sólo en este preciso momento, pero, para esta noche, habrá cuatro.
       -¡Parece que hicimos un viaje de remonte!
       -Justamente -respondió D´Artagnan.
       Y, tras hacer Planchet el último gesto de recomendación, salió.
       El señor Bonacieux se hallaba ante su puerta. La primera reacción de D´Artagnan fue seguir adelante, sin hablar al digno mercero; pero éste le dedicó un saludo tan sincero y amable que su inquilino se vio forzado no sólo a devolvérselo, sino incluso a entablar conversación con él.
       Por otra parte. ¡cómo no sentirse condescendiente con un marido cuya mujer os ha concertado una cita para esa misma noche en San Claudio, frente al edificio del señor Estrées! D´Artagnan se acercó con los ademanes más amables que pudo adoptar.
       La conversación recayó, como es natural, sobre el encarcelamiento del pobre hombre. El señor Bonacieux, ignorante de que D´Artagnan hubiese escuchado su conversación con el desconocido de Meung, relató a su joven inquilino las persecuciones de ese monstruo del señor Laffemas, a quien no cesó de calificar durante todo su relato con el apelativo de verdugo de cardenal, y se extendió ampliamente sobre la Bastilla, sus cerrojos, sus calabozos, sus carceleros, sus tragaluces, sus rejas y sus instrumentos de tortura.


       Dumas Alexandre, Los tres mosqueteros, capítulo XXIII. "La cita", editorial Everest, León, 2006, páginas 143-144. Seleccionado por Paloma Montero Jiménez, segundo de bachillerato curso, 2013-2014

lunes, 17 de marzo de 2014

Las aventuras de Huckleberry Finn, Mark Twain

CAPÍTULO X

       Después del desayuno, yo quería hablar del muerto y hacer conjeturas sobre como lo habrían matado, pero Jim no quiso. Dijo que eso podría traer mala suerte y que además podría aparecérsenos y espantarnos, porque el espíritu de un hombre que no había recibido sepultura tenía más posibilidades de levantarse y rondar a la gente que el de uno que estuviera bien plantado en tierra y confortable. Parecía bastante lógico, de forma que no volví a hablar del asunto. Pero no podía evitar el seguir pensando en ello, y me hubiera saber quién lo había matado y por qué lo habría hecho.
       Registramos a fondo las prendas que habíamos encontrado y dimos con una bolsita que iba cosida en el forro de un desgastado abrigo de lana y que contenía ocho dólares en monedas de plata. Jim dijo que lo más seguro era que los habitantes de aquella casa hubieran robado aquel abrigo, porque de haber sabido que en él había tanto dinero no lo habrían dejado. Yo le dije que me imaginaba que habían sido ellos los que habían matado a aquel hombre, pero Jim no quiso hablar del asunto.
       -Dices que trae mala suerte hablar de eso -le dije-, ¿pero te acuerdas de lo que me dijiste anteayer cuando cojí la piel de serpiente allá arriba? Pues me dijiste que eso de tocar una piel con las manos era el peor presagio de mala suerte. ¡Y mira tú la mala suerte que nos ha traído! Hemos arramblao con todo esto, y encima tenemos ocho dólares en monedas de plata. ¡Ojalá que sigamos teniendo una mala suerte como ésta, Jim!
       -Na, chico, como quiera. Pero ándate con cuidado porque, ejtá ar caé. Te lo digo yo que ejtá ar caé.
       Y, efectivamente, la mala suerte nos cayó encima. Era un martes cuando teníamos esta conversación. Pues bien, el viernes, después de la cena, estábamos tumbados en la hierba, en la parte superior de la colina, y nos dimos cuenta de que se nos habíaacabado el tabaco. Fui a buscarlo a la caverna y allí me encontré una serpiente cascabel. La maté, y luego, para gastarle una broma a Jim, la enrosqué al pie de su manta. Pensé que sería divertido ver la cara que pondría Jim cuando se la encontrara allí. Pero cuando llegó la noche, me había olvidado por completo de la serpiente; y al tumbarse Jim sobre la manta mientras yo encendía una vela, la pareja de la serpiente muerta estaba allí, y lo mordió.
       Dio un brinco gritando, y lo primero que vimos a la luz de la vela fue el reptil enroscándose, dispuesto a una nueva embestida. Agarré un palo, y en un segundo la dejé fuera de combate, mientras tanto Jim agarró la garrafa de whisky de papá, y empezó a echársela al coleto. Iba descalzo, y la serpiente lo había mordido en el mismo talón. Todo había ocurrido por ser yo tan imbécil y no cordarme que siempre que se mata a una serpiente, la compañera acude en seguida a enroscarse al lado del cadáver. Jim me dijo que cortara la cabeza de la culebra y la tirara lejos, y luego que le quitara la piel y le asara un pedazo. Así lo hice, y se comió el pedazo asado diciendo que eso le ayudaría a curarse. Me hizo también sacar los cascabeles y atárselos a las muñecas. Dijo que eso le alviaba. Entonces yo me deslicé quedamente, cogí las dos serpientes y las arrojé bien lejos entre los matojos; porque quería evitar, en la medida de lo posible, que Jim se enterara de que lo sucedido había sido culpa mía.
       Jim siguió empinando el codo, y de vez en cuando perdía la cabeza y se echaba al suelo y se ponía a gritar y a revolcarse; pero cuando volvía en sí se agarraba de nuevo a la garrafa, y a beber. Pero poco a poco la bebida fue haciendo su efecto y yo pensé que ya estaba mejor: de cualquier forma, prefiero que me muerda una serpiente a que me agarre el whisky de papá.

Las aventuras de huckleberry finn, Mark Twain. Capítulo décimo, pags 73 y 74. Editorial: Magisterio español, Madrid, 1976. Seleccionado por: Natalia Sánchez Martín. Curso: Segundo de bachillerato, 2013-2014.

Nuestra Señora de París, Victor Hugo.

      Quasimodo


      En un abrir y cerrar de ojos todo quedó dispuesto para poner en práctica la idea de Coppenole. Burgueses, estudiantes y curiales se habían puesto a trabajar. La pequeña capilla situada frente a la mesa de mármol fue escogida como escenario para las muecas. Se rompió un cristal rosetón de encima de la puerta, dejando libre un círculo de piedra que serviría para que por él asomaran la cabeza los concursantes. Para llegar a él bastaba con encaramarse a un par de toneles que salieron no sé de dónde y que se pusieron uno sobre el otro en equilibrio inestable. Se decidió que cada candidato, hombre o mujer (ya que también se podía elegir una papisa) a fin de que la impresión de su mueca quedase inédita y completa, debía cubrirse el rostro y permanecer oculto en la capilla hasta el momento de hacer su aparición. En menos que canta un gallo la capilla quedó llena de concursantes, tras los cuales se cerró la puerta.
         Coppenole, desde su sitio, todo lo dirigía, todo lo arreglaba. Durante la algarabía, el cardenal, no menos desconcertado que Gringoire, pretextando tener que resolver algunos asuntos y asistir a las vísperas, se había retirado con su séquito, sin que la multitud que tanto se había excitado con su llegada, diera la menor importancia a su partida. Guillaume Rym fue el único que se dio cuenta de la retirada del cardenal. La atención pupular, lo mismo que el sol, proseguía su carrera; habiendo partido de una extremidad del salón, y después de haberse detenido algún tiempo en su centro, se hallaba ahora en el extremo opuesto. La mesa de mármol, el estrado de brocado habían tenido sus respectivos momentos; ahora le había llegado el turno a la capilla de Luis XI. Toda locura tenía ahora campo libre. Ya sólo quedaban los flamencos y la plebe.
        Empezaron las muecas. El primer rostro que asomó por el tragaluz con los párpados enrojecidos, la boca desmesuradamente abierta, como una gárgola, y la frente llena de arrugas, como las botas de los húsares del imperio, provocó tal estallido de carcajadas que Homero hubiera tomado a aquellos plebeyos por dioses del Olimpo. Pero aquel gran salón en nada se parecía al Olimpo y el pobre Júpiter de Gringoire lo sabía mejor que nadie. Vino la segunda, la tercera mueca, y otra y otra más, todas coreadas por risas y redoblado jolgorio. Había en aquel espectáculo yo no sé qué vértigo especial, yo no sé qué poder embriagante y fascinador del que sería difícil dar idea al lector de esta época y de estos salones. Imaginaos una serie de caras presentando sucesivamente todas,das las figuras geométricas,desde el triángulo al trapecio, desde el cono al poliedro; todas las expresiones humanas, desde la ira a la lujuria; todas las edades, desde las arrugas del recién nacido hasta las de la vieja moribunda; todas las fantasmagorías religiosas, desde las fauces al pico, desde el morro al hocico.



Victor Hugo, Nuestra señora de París, editorial Alianza Editorial, páginas 71-72.
 Seleccionado por Paula Sánchez Gómez, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.

Cuentos de navidad "La campana, cuento de duendes", Charles Dickens

       El tío de la niña le dijo que sí, y, saludándose apresuradamente, ambos cambiaron algunas palabras, resultado de las cuales fue que la señora Chickenstalker sacudió a Fern con ambas manos, saludó a Trotty dándole un beso en la mejilla, de todo corazón, y abrazó a la niña hacia su enorme pecho.
       -¡Will Fern! -dijo Trotty, tirándole del puño derecho-. ¿Es esta la amiga que estabas buscando?
       -¡Ay! -contestó, poniendo sus manos en los hombros de Trotty-. Y parece ser casi tan buena amiga, si ello fuera posible, como éste que he encontrado.
       -¡Oh! -dijo Trotty-. Pasen y vengan a tocar la música, por favor. ¿Serán tan amables?
       Música de la banda, de las campanas, de los instrumentos rústicos; todo a la vez; y mientras tanto, las campanas de la iglesia estaban aún muy ocupadas, en el exterior; y mientras las campanas de la iglesia sonaban, Trotty, dejando que iniciaran el baile Meg y Richard, invitó a la señora Chickenstalker a salir a bailar, y bailó con un estilo desconocido en él, antes o después de aquel día, basado en su propio trotecillo peculiar.
       ¿Había soñado Trotty? ¿O acaso sus alegrías y sus penas, y los actores de ellas, no fueron sino un sueño, y el narrador de esta historia otro soñador que ahora despierta? Si así fuera, lector, a quien el narrador recuerda en todas sus visiones, intenta recordar siempre las realidades vivas de donde proceden esas sombras, y en tu propio entorno -no hay entornos demasiado grandes ni demasiado pequeños para esos propósitos-, esfuérzate por corregirlas, mejorarlas y dulcificarlas. Y que así el nuevo año sea realmente para ti un año nuevo feliz, un año nuevo feliz también para tantos cuya felicidad de ti depende. Y que cada año sea mejor que el pasado y que ni el más miserable de nuestros hermanos y hermanas se vea privado de la parte que le toca de lo que el Creador de todos ha formado para que todos lo disfrutemos.



Charles Dickens, Cuentos de navidad. Las campanas, cuento de duendes; cuarta parte. Gaviota, Biblioteca Universal de Clásicos Juveniles, Madrid, 2005, página 188. Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.

Fausto, Johann W. von Goethe


                                        La noche

                            (Un cuarto pequeño y aseado)


      Margarita.-(Arreglándose el cabello.) Daría cualquier cosa por saber quien era aquel caballero de esta mañana: su rostro y su porte indicaban claramente la nobleza de su estirpe. ¿Cómo, a no ser así, hubiese sido tan atrevido? (Entran Metitófeles y Fausto)
      Metitófeles.-Entrad, pero despacio; entrad.
      Fausto.-(Después de una pausa.) Te suplico que me dejes solo.
      Mefitófeles.-(Resgistrandolo todo.) No todas las jóvenes tienen su cuarto tan limpio.
      Fausto.-(Mirando entorno suyo.) Salud dulce crepúsculo que reinas en este santuario; embarga mi corazón, grata melancolia de amor que el perfume de la esperanza anima. ¡Todo respira aquí paz, orden y contento! ¡Cuánta abundancia en esta pobreza, cuánta dicha en este calabozo! (Se sienta en un sillón de cuero que hay junto a la cama.) ¡Recíbeme o tú, que has tenido los brazos siempre abiertos para coger a las pasadas generaciones. tanto en su dolor como en su alegría! ¡Cuántas veces los niños en tropel se habrían sorprendido entorno a este trono patriarcal! Acaso también mi amada habrá venido aquí más de una vez cuando niña de frescas y rosadas mejillas a besar la descarada mano del abuelo, no sin dirigir antes una mirada e inocencia y de candor a ese Cristo divino. Siento vagar en derredor, ¡oh hermosura niña!, ese espíritu de economía y de orden que te instruye cada día como una tierna madre que te inspira el modo como debe tenderse el tapete sobre la mesa y te indica hasta los átomo de polvo que vuelan por tu habitación. ¡Oh dulce mano parecida a la mano de los dioses! Tú conviertes es humilde recinto en celestial morada, allí... (Alza una colgadura del lecho.) ¡Qué delirio se apodera de mi! Quisiera estar aquí horas enteras sin notar la duración del tiempo; allí fue, ¡ oh naturaleza!, donde en dulces sueños completastes a aquel ángel ; allí donde reposa aquella niña, cuyo tierno seno palpita de calor y de vida ; allí donde una pura y santa actividad se desenvolvió la imagen de los dios. Y a ti, ¿quién te ha conducido a ti? ¡Cuán profunda es la emoción que siento! ¿por qué de tal modo se me oprime el corazón? ¡Miserable Fausto, ya no te conozco! Me hallo envuelto en una encantadora atmósfera. ¡Ávido buscaba los deleites, y ahora me pierdo en amorosos sueños! ¿Si seremos juguete de cada ráfaga que sople? Y si llegase ella a entrar en este instante, ¡cuál cara pagarías tu audacia! ¡Cuán pequeño seria y como desaparecería ante ella el gran hombre!
       Mefistófeles.-Date prisa, porque ya lo veo llegar.
       Fausto.-Alejémonos, pues no quiero volver de nuevo auí.
       Mefistófeles.-He aquí una cajita que pesa regularmente y que he recogido en cierto punto: me tedla en el armario y os juro que os hará perder el juicio. He puesto en ella varias chucherías para alcanzar una sola cosa. Bien lo sabéis: el niño siempre es niño, y un juego siempre es un juego.




Johann W. Goethe, Fausto, Primera parte, Biblioteca Edaf, Madrid, 1985, Páginas 95-96. Seleccionado por: Laura Tovar García, segundo de bachillerato, curso 2013-2014.






Germinal, Emile Zola


        En Jean-Bart, Catherine hacía una hora que trabajaba empujando las vagonetas hasta el relevo; y estaba empapada en tal cantidad de sudor que se detuvo un momento para secarse la cara.
En el fondo del corte, donde picaba en la vena con los compañeros del destajo, Chaval se extrañó cuando dejó de oír el ruido de las ruedas. Las lámparas quemaban mal y el polvo del carbón impedía ver.
-¿Qué pasa? -gritó.
Cuando ella le hubo respondido que iba a derretirse y que sentía que le estallaba el corazón, contestó furioso:
-Animal, haz lo mismo que nosotros, quítate la camisa.
Ocurría a setecientos ocho metros hacia el Norte, en la primera vía de la vena Désirée, separada por tres kilómetros del arranque. Cuando hablaban de esa zona del pozo los mineros de la región palidecían y bajaban la voz, como si hablasen del infierno; y la mayoría de las veces se contentaban con mover la cabeza, como hombres que preferían no hablar de aquellas profundidades de brasa ardiente. A medida que las galerías se hundían hacia el Norte, se acercaban al Tartaret, penetraban en el incendio interior que calentaba arriba las rocas. Los cortes, en el punto a que se había llegado, tenían una temperatura media de cuarenta y cinco grados. Se encontraban en plena ciudad maldita, en medio de las llamas que los transeúntes de la llanura veían por las fisuras, escupiendo azufre y vapores abominables.
Catherine, que ya se había quitado la chaqueta, vaciló primero y luego se quitó los calzones; con los brazos desnudos, la camisa ceñida a las caderas por una cuerda, como una blusa, volvió a empujar las vagonetas.



     Émile Zola, Germinal. Quinta parte, Alianza Editorial, Madrid, 2005, página 347.
     Seleccionado por Sara Paniagua Núñez, segundo de bachillerato, curso 2013/2014.