Stevenson, Robert Louis , el extraño caso del dr Jekyll y mr Hyde, http://web.uchile.cl/archivos/uchile/revistas/autor/rstevenson/jekyll01.pdf, seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.
Un lugar común de los estudiantes de Literatura Universal donde publicamos una antología de textos seleccionados por nosotros mismos con el fin de aprender a conocernos mejor a través de los más variados personajes que pueblan el universo literario.
viernes, 18 de diciembre de 2015
El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Robert Louis Stevenson
Stevenson, Robert Louis , el extraño caso del dr Jekyll y mr Hyde, http://web.uchile.cl/archivos/uchile/revistas/autor/rstevenson/jekyll01.pdf, seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerato, curso 2015-2016.
Lewis Carroll, Alicia a través des espejo
Capitulo II. El jardín de las flores vivas.
_Veré mucho mejor cómo es el jardín-se dijo Alicia- si puedo subir a la cumbre de aquella colina; y aquí veo un sendero que conduce derecho allá arriba...; bueno, lo que es derecho, desde luego no va...-aseguró cuando al andar unos cuantos metros se encontró con que daba toda clase de vueltas y revueltas-...pero supongo que llegará allá arriba al final. Pero¡qué de vueltas nos dará este camino!¡Ni que fuera un sacacorchos! Bueno, al menos esta curva parece que va en dirección a la colina. Pero no, no es así.¡Por aquí vuelvo derecho a la casa! Bueno, probaré entonces por el otro lado.
Y así lo hizo, errando de un lado para otro, probando por una curva y luego por otra; pero siempre acababa frente a la casa, hiciera lo que hiciese. Incluso una vez, al doblar la esquina con mayor rapidez que las otras, se dio contra la pared antes de que pudiera detenerse.
Lewis Carroll, Alicia a través del espejo, http://www.ucm.es/data/cont/docs/119-2014-02-19-Carroll.ATravesDelEspajo.pdf.
Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.
Las elegías de Duino, Rainer Maria Rilke
Segunda Elegía
Terrible es todo ángel.
No obstante, a sabiendas yo os invoco y nombro,
Pájaros mortales casi para el alma.
¡Qué lejos los tiempos de Tobías, cuando
frente a la sencilla puerta de la choza
levantábase uno de los más radiantes
disfrazado apenas para el viaje, a punto de no ser temible.
Joven para el joven:
¡con qué ojos curiosos miraba a lo lejos!
Si ahora, imponente, llegara el arcángel tras de las estrellas
y hacia acá tan sólo descendiera un paso:
latiendo a su encuentro
los golpes del corazón ansioso
nos abatirían.
Primeras criaturas perfectas, mimados del mundo,
líneas en alturas, rojizas crestas matinales
de todo lo creado, polen de la divinidad floreciente,
espacios de la esencia, escudos de gozo,
bravíos tumultos de impetuosos éxtasis
y de pronto, aislados
espejos que en ondas vuelcan la belleza
y la reproducen en su propio rostro.
Pues, para nosotros sentir es diluirnos.
¡Ay! Nos exhalamos y nos disipamos.
Y de brasa en brasa damos un perfume cada vez más débil.
Entonces alguno nos dice:
“Pasas a mi sangre... esta sala y esta primavera
se llenan contigo”.
Pero, ¿de qué vale? No puede él tenernos
y en él y en su torno desapareceremos.
¿Y a ésos que son tan bellos? ¡Oh! ¿Quién los retiene?
A su rostro sube de modo constante la apariencia y váse.
Como de la hierba temprana el rocío,
Trasciende lo nuestro de nosotros, como
de un manjar caliente trasciende el calor.
¿Sonreír? ¿Adónde? Levantar los ojos:
una nueva y cálida onda que del propio
corazón se escapa.
¡Ay de mí! No obstante, somos eso. ¿Acaso
tiene el universo donde nos diluimos un sabor humano?
¿No toman los ángeles
realmente lo suyo, lo que de ellos mana?
¿O también, a veces, hay al mismo tiempo, como por descuido,
siquiera una parte de la esencia nuestra?
¿Acaso en sus rasgos estamos mezclados
tanto cual lo vago lo está en el semblante de mujer encinta?
¡Cómo lo sabrían!
Los que aman podrían, si lo comprendieran,
decir en la noche palabras extrañas.
Contempla los árboles: son. Y todavía
subsisten las casas en donde vivimos.
Tan sólo nosotros pasamos delante de todas las cosas como aire furtivo.
Y para acallarnos todo se concierta, medio por vergüenza
tal vez y otro tanto como una inefable esperanza.
¡Oh, amantes, vosotros que os bastáis a solas! A vosotros quiero
preguntar qué somos. Os tomáis las manos. ¿Poseéis las pruebas?
Mirad: me acontece que entre sí mis manos
se saben o en ellas mi rostro gastado se halaga.
Y así, soy un tanto conciente de mí.
Mas, ¿quién osaría ser por esto sólo?
Vosotros, en cambio,
que en el éxtasis del otro os agrandáis
hasta que él os ruega, subyugado: ¡Basta!...
los que entre las manos os hacéis más plenos,
cual los años las uvas;
los que muchas veces desaparecéis
sólo porque el otro prevalece en todo,
de nuevo os pregunto: ¿Qué somos?... Lo sé:
hay en vuestros besos beatitud tan grande
porque la caricia retiene, y el sitio
que vuestra ternura recubre, persiste;
porque en el hechizo del amor la pura duración sentís.
Tanto que al abrazo lo creéis promesa de una eternidad.
Y, no obstante, cuando
os habéis repuesto del susto del primer encuentro
y de la nostalgia junto a la ventana
y de ese paseo,
el único, juntos a través del huerto:
¡Oh, amantes!... Entonces, ¿lo sois todavía?
Cuando el uno al otro os alzáis en brazos
bebiendo en la boca... sorbo contra sorbo...
¡con qué extraña prisa se evade del acto luego el bebedor!
¿No habéis contemplado con asombro sobre las estelas áticas
toda la prudencia del humano gesto?
¿Sobre las espaldas el Amor no estaba
y el Adiós posados, tan ligeros como
hechos e materia distinta a la nuestra?
Recordaos cómo descansan sus manos ingrávidas
por más que en los torsos el vigor perdura.
Dueños de sí mismos, ellos bien lo sabían:
Hasta aquí llegamos... Lo nuestro es rozarnos así.
Con más fuerza en nosotros presionan los dioses.
Pero éste es asunto que concierne a ellos.
Ojalá nosotros también encontráramos
siquiera una escasa, duradera y pura porción de lo humano,
una franja nuestra de tierra fecunda
entre río y roca, Pues, aún el propio
corazón, como ellos, sin cesar se eleva
por sobre nosotros. Y nuestra miradas no pueden seguirlo
hasta en las imágenes que lo tranquilizan,
ni aún en los cuerpos divinos en donde,
más grande, se calma.
Rainer Maria Rilke, Las elegías de Duino, medicinayarte.com/img/rilke_elegias_duino.pdf
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.
El libro de la selva. Rudyard Kipling
Por su parte, Baloo y Bagheera se sentían consumir de furor. Bagheera subió hasta los árboles más
altos. En más de una ocasión se rompieron las ramas. Lo que hacía era una temeridad que jamás había cometido. Cuando caía al suelo solía llevar las garras llenas de corteza. Tenía que aminorar el golpe de la caída agarrándose a las ramas y al tronco.
––¿Por qué no pusiste al cachorro humano sobre aviso? ––decía en un tremendo rugido a Baloo,
que con su trote pesado esperaba adelantarse a la loca carrera de los monos––. Fue una estupidez matarlo
casi a golpes y, en cambio, no ponerle en guardia contra este peligro.
––Date prisa. Es posible que los alcancemos ––decía Baloo extenuado.
––Creo que llevamos un paso que podría seguir cómodamente hasta una vaca. Gran Maestro de la
Ley de la Selva, azotacachorros. Bastaría una corta distancia para hacerte reventar. Descansa y piensa.
Piensa un plan. Sería peligroso hasta que los alcanzáramos. Asustados, lo podrían dejar caer.
––¡Brrr! Es posible incluso que ya lo hayan hecho, cansados de llevarlo. ¿Quién se puede fiar de
los monos? Corona mi cabeza con murciélagos muertos. Aliméntame solamente a base de huesos viejos.
Hazme caer de cabeza en una colmena de abejas furiosas que me piquen hasta matarme. Y, luego, entié-
rrame cerca de la madriguera de una hiena. Soy el oso más desgraciado que haya nacido. ¡Brrr! ¡Ah!
¡Mowgli! ¡Mowgli! ¿Por qué fui tan estúpido y, en vez de golpearte, no te previne contra los monos? Es
posible incluso que mis golpes le hayan sacado de la cabeza mis lecciones y en estos momentos se encuentre en la Selva desamparado, al no acordarse de las Palabras Mágicas.
Baloo metió la cabeza entre las patas delanteras y se convirtió en un puro sollozo.
––Ten en cuenta que a mí me las dijo correctamente hace muy poco tiempo todavía ––dijo Bagheera impaciente––. Baloo ––continuó––, has perdido completamente la cabeza y el respeto a ti mismo.
Ponte en mi lugar y juzga lo que pensaría la Selva si me hiciera una bola como Ikki, el puerco espín, y me
dedicará a lamentarme.
––Nada me importa lo que piense la Selva de mí. Es posible que a estas horas Mowgli ya haya
muerto. ––Sólo por pereza o por juego lo dejarían caer. Pero no hay que temer demasiado por el cachorro
humano. Es listo, está bien formado y nadie es capaz de aguantar su mirada. Pero hay que reconocer que la
situación es grave. Está en poder de los monos. Nadie puede llegar hasta donde ellos viven. A nadie temen
––Bagheera mordisqueaba nerviosamente una de sus patas delanteras.
––¡Tonto y necio de mí! No soy más que un desenterrador de raíces ––dijo Baloo enderezándose
de un salto––. Es una verdad evidente lo que afirma el sabio Hathi, el elefante, cuando dice: Cada uno tiene
su propio miedo. El miedo de los monos es Kaa, la serpiente de la Roca. Sube a los árboles tan bien como
ellos; les roba sus crías por la noche. Cuando oyen su nombre les castañetean los dientes. Vamos a hacer
una visita a Kaa.
––¿Para qué? No es de nuestro pueblo, porque no tiene patas. Y está claro que es un saco de maldad. Lo lleva escrito en los ojos ––dijo Bagheera.
––Tan vieja como astuta. Y siempre hambrienta. Prométele un rebaño entero de cabras ––dijo Baloo lleno de esperanza.
––Sabes como yo que en cuanto come una se pasa durmiendo un mes entero. Es posible incluso
que en estos momentos se encuentre durmiendo. Y es posible también que prefiera cazar ella misma las
cabras ––Bagheera, que desconocía casi por completo a Kaa, desconfiaba de todo lo que concernía a la serpiente.
––Entre nosotros dos, viejo amigo, somos capaces de convencerla ––Baloo frotó amistosamente
con su paletilla la piel de la pantera. Y los dos juntos se fueron en busca de Kaa, la pitón que vive en la
Roca.
La encontraron tendida al sol en el saliente de un peñasco. Contemplaba con admiración su propia
piel, hermosa y brillante, nueva. Le había costado diez días cambiarla. Lo había hecho en el retiro más absoluto. Parecía una enorme joya, con su cabeza roma y su cuerpo de nueve metros enroscado en fantásticos
anillos. Soñaba con su próxima presa.
Rudyard Kipling,El libro de la selva, http://livros01.livrosgratis.com.br/bk000310.pdf,
Seleccionado por Daniel Carrasco Carril, Segundo de Bachillerato, Curso 2015-2016.
Seleccionado por Daniel Carrasco Carril, Segundo de Bachillerato, Curso 2015-2016.
El proceso, Frank Kafka
––Que el escrito judicial no esté terminado se puede deber a múltiples causas justificadas –
–dijo el comerciante––. Por lo demás, en lo que respecta a mis escritos resultó que no habían tenido ningún valor. Yo mismo he leído uno de ellos gracias a un funcionario judicial. Era erudito pero sin contenido alguno. Ante todo mucho latín, que yo no entiendo, también interminables apelaciones generales al tribunal; adulaciones a determinados funcionarios, que, aunque no eran nombrados, cualquier especialista podía deducir fácilmente de quién se trataba; un elogio de sí mismo del abogado, humillándose como un perro ante el tribunal y, finalmente, algo de jurisprudencia. Las diligencias, por lo que pude comprobar, parecían haber sido hechas con todo cuidado. Tampoco quiero juzgar en base a ellas el trabajo del abogado; además, el escrito que leí no era más que uno entre muchos, aunque, en todo caso, y de eso quiero hablar ahora, no percibí el más pequeño progreso en mi causa.
––¿Qué progreso quería usted ver? ––preguntó K.
––Sus preguntas son muy razonables ––dijo el comerciante sonriendo––, raras veces se pueden ver progresos en este procedimiento. Pero eso no lo sabía al principio. Soy comerciante, y antaño lo era más que ahora; yo quería ver progresos tangibles, todo tenía que aproximarse al final o, al menos, tomar el camino adecuado. En vez de eso sólo había interrogatorios, casi siempre con el mismo contenido. Las respuestas ya las tenía preparadas, como una letanía. Varias veces a la semana venían ujieres a mi negocio, a mi casa o a donde pudieran encontrarme, eso era una molestia––hoy, con el teléfono, es mucho mejor––, además, se empezaron a difundir rumores sobre mi proceso entre amigos de negocios y, especialmente, entre mis parientes, sufría perjuicios por todas partes, pero no había el más mínimo signo de que se fuera a producir en un tiempo prudencial la primera vista. Así que fui a ver al abogado y me quejé. Él me dio largas explicaciones, pero rechazó con decisión hacer algo en mi favor, nadie tenía poder, según él, para influir en la fijación de la fecha de la vista. Insistir sobre ello en un escrito, como yo pedía, era algo inaudito y nos llevaría a los dos a la ruina. Yo pensé: «Lo que este abogado ni quiere ni puede, es posible que otro abogado lo quiera y pueda». Así que busqué otro abogado. Se lo voy a anticipar: nadie ha impuesto o solicitado la fijación de la vista principal, eso es imposible, con una excepción de la que le hablaré a continuación. Respecto a ese punto el abogado no me había engañado. Pero tampoco tuve que lamentar haberme dirigido a otro abogado. Ya habrá oído algo sobre los abogados intrusos a través del Dr. Huld, él se los habrá presentado como seres bastante despreciables y así son en la realidad. Pero cuando habla de ellos y se compara siempre omite un pequeño detalle. Denomina a los abogados de su círculo los «grandes abogados». Eso es falso, cada cual puede llamarse, naturalmente, si le place, «grande», pero en este caso sólo deciden los usos judiciales. Este abogado y sus colegas son, sin embargo, los pequeños abogados, los grandes, de los que sólo he oído hablar y a los que no he visto nunca, están en un rango comparablemente superior al que ocupan éstos respecto a los despreciables abogados intrusos.
––¿Los grandes abogados? ––preguntó K––. ¿Quiénes son? ¿Cómo se puede establecer
contacto con ellos?
––Así que usted aún no ha oído hablar de ellos ––dijo el comerciante––. Apenas hay un acusado que después de haber conocido su existencia no sueñe largo tiempo con ellos. Pero no se deje seducir por la idea. Yo no sé quiénes son los grandes abogados y no tengo ningún acceso a ellos. No conozco ningún caso en el que se pueda decir con seguridad que han intervenido. Defienden a algunos, pero no se puede lograr su defensa por propia voluntad, sólo defienden a los que quieren defender. Sin embargo, los asuntos que aceptan ya tienen que haber pasado de las instancias inferiores. Por lo demás, es mejor no pensar en ellos, pues de otro modo todas las entrevistas con los otros abogados, todos sus consejos y ayudas, aparecerán como algo completamente inútil, yo o lo he experimentado, a uno le entran ganas de arrojarlo todo r la borda, irse a casa, meterse en la cama y no querer saber nada más asunto. Pero eso sería, una vez más, una gran necedad, tampoco en cama se podría gozar por mucho tiempo de tranquilidad.
Frank Kafka, El proceso, www.edu.mec.gub.uy
Seleccionado por Maria Alegre Trujillo. Segundo de bachillerato, Curso 2015-2016.
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Kafka_Franz (1883-1924)
Pelando la cebolla, Günter Grass
Ella, que no tenía tiempo para una pedagogía precavida que considerase todas las repercusiones —cuando se trataba de una pelea entre mi hermana y yo que resultara demasiado ruidosa, les decía a los clientes: «Un momentico», salía apresurada de la tienda y no preguntaba: «Quién ha empezado», sino que abofeteaba en silencio a sus dos hijos y volvía a ocuparse, amable, de la clientela—; ella, cariñosamente tierna, calurosa, fácil de conmover hasta las lágrimas; ella, a la que, cuando tenía tiempo, le gustaba perderse en ensoñaciones y calificaba todo lo que consideraba hermoso de «auténticamente romántico»; ella, la más preocupada de todas las madres, dio a su hijo un día el cuadernillo y me ofreció el cinco por ciento, en florines y centavos, de las deudas que cobrara si estaba dispuesto a visitar, armado sólo de buena labia —¡la tenía!— y de aquella libreta llena de cifras en hileras, todas las tardes, o cuando encontrara tiempo al margen de aquel servicio, en su opinión pueril, de la Jungvolk, a los clientes morosos, a fin de que se vieran abocados, si no a saldar sus deudas, al menos a pagarlas a plazos.
Luego me aconsejó que pusiera especial celo la tarde de un día de la semana determinado: «Los viernes las empresas pagan, y entonces hay que ir y cobrar».
De esa forma, con diez u once años, siendo alumno de primero o segundo de secundaria, me convertí en recaudador de deudas astuto y en definitiva con éxito. A mí no se me podía despedir con una manzana o unos caramelos. Se me ocurrían palabras para ablandar el corazón de los deudores. Hasta sus excusas piadosas y untadas con vaselina me resbalaban por los oídos. Aguantaba las amenazas. Cuando alguien quería cerrar de golpe la puerta desu casa, se encontraba con mi pie interpuesto. Los viernes, aludiendo al salario semanal abonado, me mostraba especialmente exigente. Ni siquiera los domingos eran para mí sagrados. Y durante las vacaciones, cortas o largas, trabajaba el día entero.
Pronto liquidé sumas que, por razones pedagógicas, indujeron a la madre a reducir las desmesuradas ganancias de su hijo, del cinco al tres por ciento. Yo lo acepté refunfuñando. Sin embargo me dijo: «Para que no te crezcas demasiado».
En fin de cuentas, sin embargo, disponía de más fondos que muchos de mis compañeros de colegio que vivían en el Uphagenweg o el Steffensweg, en villas de doble tejado con portal de columnas, terraza abalconada y entrada de servicio, y cuyos padres eran abogados, médicos, comerciantes en cereales o, incluso, fabricantes o navieros. Mis ingresos netos se acumulaban en una caja de tabaco vacía, escondida en el nicho de la ventana. Me compraba blocs de dibujo en grandes cantidades y libros: varios volúmenes de La vida de los animales de A. E. Brehm. Al apasionado espectador le resultaba ahora asequible ir a los «palacios del cine» más alejados del barrio viejo, incluso el Roxi, cerca del parque del palacio de Oliva, incluida la ida y vuelta en tranvía. No se le escapaba ningún programa.
Entonces, en la época del Estado Libre, pasaban todavía el noticiario Fox Tönende Wochenschau, antes del documental y el largometraje. A mí me fascinaba Harry Piel. Me reía con el Gordo y el Flaco. A Charlot buscador de oro lo vi comerse un zapato, incluidos los cordones. A Shirley Temple la encontraba tonta y sólo moderadamente monilla. Me llegó el dinero para ver varias veces una película muda de Buster Keaton, cuya comicidad me entristecía y cuya tristeza me hacía reír.
Günter Grass, Pelando la cebolla, Madrid, Santillana, Ediciones generales, páginas 36-38.
Seleccionado por Clara Fuentes Gómez, Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.
lunes, 14 de diciembre de 2015
Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift
Capítulo X de Viaje a Laputa, Balnibarbi, Glubbdubdrib, Luggnagg y Japón
Elogio a los luggnuggianos. Descripción detallada de los struldbruggs, con numerosas conversaciones entre el autor y algunas personas eminentes acerca de este asunto.
Los luggnuggianos son gente amable y generosa, y aunque no carecen en alguna medida de aquel orgullo que es peculiar a todos los países orientales, se muestran no obstante corteses con los extranjeros, especialmente con aquellos a quienes la corte da trato de favor. Hice amistad con muchas personas y de la mayor distinción, y siempre acompañado de mi intérprete, mantuvimos conversaciones nada desagradables.
Hallándome un día entre muy selecta concurrencia, me preguntó una persona distinguida si había visto a algunos de sus struldbruggs o inmortales. Le dije que no y le rogué que me explicara qué quería decir tal denominación aplicada a una criatura mortal. Me contó que algunas veces, aunque muy de tarde en tarde, acontecía que en una familia nacía un niño con un lunar redondo rojo en la frente, exactamente encima de la ceja izquierda, lo que era una señal infalible de que nunca moriría. El lunar, según su descripción, era aproximadamente como el círculo de una moneda de tres peniques de plata, pero con el paso del tiempo se agrandaba y cambiaba de color. Porque a los doce años se hacía verde, y así continuaba hasta los veinticinco, cuando se volvía azul oscuro; a los cuarenta y cinco tornábase negro carbón y del tamaño de un chelín inglés, pero ya no sufría ninguna nueva mutación. Dijo que eran tan raros estos nacimientos, que creía que no habría más de mil cien struldbruggs de ambos sexos en todo el reino, de los cuales calculaba que unos cincuenta en la metrópolis, y que entre los demás se encontraba una niña nacida hacía unos tres años. Y que tales criaturas no eran privativas de familia alguna, sino un puro efecto del azar; y los mismos hijos de los struldbruggs eran tan mortales como el resto de la gente.
Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver, Madrid, Millenium, ed.72, Las 100 joyas del milenio, página 190.
Seleccionado por Delia Marinela Bulau, Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.
Robinson Crusoe, Daniel Defoe
Tras adaptar el mástil y la vela y probar el bote, descubrí que navegaba muy bien. Entonces construí pequeños armarios o cajas a ambos extremos para guardar provisiones, suministros y munición y mantenerlo todo seco, tanto de la lluvia como de las salpicaduras del mar. Tallé un hueco pequeño y alargado en el interior del bote donde guardar la escopeta, con una tapa para mantenerla también seca.
También fijé la sombrilla en el soporte del mástil a popa, como otro mástil, de modo que se mantuviera sobre mi cabeza y me protegiera del calor del sol como una tienda. Y con esto, de vez en cuando, efectuaba un pequeño viaje por el mar, pero nunca adentrándome a mar abierto ni demasiado lejos del pequeño arroyo. Aunque, finalmente, ansioso por ver el diámetro de mi pequeño reino, me decidí a emprender el viaje y aprovisioné la embarcación en consecuencia, cargando dos docenas de hogazas (mejor las llamaría tortas) de pan de cebada, un pote de barro lleno de arroz seco, alimento que comía en cantidad, una pequeña botella de ron, media cabra, pólvora y balas para matar más, y dos grandes capotes de guardia de los que, como he mencionado antes, había rescatado de los arcones de los marineros, y que tomé, uno para tenderme encima y el otro para cubrirme por la noche.
Era el 6 de noviembre del sexto año de mi reinado, o de mi cautiverio, como quiera decirse, cuando emprendí este viaje, que resultó mucho más largo de lo que había esperado, ya que, pese a que la isla en sí no era muy grande, cuando llegué al lado oriental de ella, encontré un gran arrecife de rocas que se extendía hasta más de dos leguas mar adentro, algunas por encima del agua, otras por debajo; y más allá de él un banco de arena que se prolongaba media legua más, de modo que me vi obligado a penetrar un buen trecho mar adentro para doblar la punta.
Cuando los descubrí estuve a punto de abandonar mi empresa y volver, puesto que no sabía cuánto tendría que adentrarme en el mar; y por encima de todo porque dudaba de cómo podría volver; así que eché el ancla, pues había construido una especie de ancla con una pieza de un arpeo roto que había obtenido del barco.
Una vez asegurado el bote, tomé la escopeta y fui a la orilla, donde subí a una colina que parecía dominar aquella punta, desde donde vi toda su extensión, y decidí aventurarme.
Al observar el mar desde aquella colina divisé una fuerte corriente, muy furiosa, que avanzaba hacia el este, e incluso llegaba cerca de la punta. La observé atentamente porque vi que en ella podría haber algún peligro, puesto que cuando llegara a ella podía verme arrastrado a mar abierto por su misma fuerza y no ser capaz de regresar de nuevo a la isla. Si no hubiera subido primero a aquella colina, creo que así hubiera sido, porque había la misma corriente al otro lado de la isla, sólo que ésta a una mayor distancia, y vi que había un fuerte remolino bajo la orilla, de tal modo que apenas evitara la primera corriente me vería metido en el remolino.
Daniel Defoe, Robinson Crusoe, Madrid, Unidad Editorial, S.A. , Colección Millenium, 1999, pág. 150-151.
Seleccionado por Paula Ginarte Pérez. Primero de Bachillerato, Curso 2015-2016.
Los novios, Alessandro Manzoni
CAPÍTULO XI
Como los perros, después de haber corrido inútilmente una liebre, vuelven al lado de su amo jadeando, con la cola caída y las orejas gachas, del mismo modo en aquella alborotada noche volvieron los bravos al palacio de don Rodrigo. Éste estaba a oscuras, dando paseos en una pieza deshabitada del último piso, que daba a la explanada. Parábase de cuando en cuando a oír y mirar por las rendijas d las toscas ventanas con gran impaciencia y no sin inquietud, no tanto por lo dudoso del éxito, cuanto por las consecuencias que pudieran muy bien tener, porque la empresa era la más grave y arriesgada que hasta entonces había intentado el audaz caballero. Sin embargo, se iba animando con las precauciones que se habían tomado para que no quedase indicio alguno del hecho. "En cuanto a las sospechas- pensaba-, me río de ellas.Quisiera saber quién será el valiente que se atreva a venir aquí, para averiguar si hay o no una muchacha. Que venga cualquiera, que será bien recibido. Que venga el fraile, que venga. ¿La vieja? La vieja, que vaya a Bérgamo. ¿La justicia? ¡Qué la justicia! El podestá no es ni un muchacho, ni un loco. ¿Y en Milán? ¡Milán! ¿quién se cuida en Milán de tales gentes? ¿Quién le dará oídos?Nadie sabe siquiera que existen; son como gentes perdidas sobre la haz de la tierra; ni tienen siquiera un amo que pueda clamar por ellas. ¡Vaya, vaya, fuera miedo! ¡Cómo se quedará por la mañana el conde Attilio! Ahí verá si soy yo hombre de chapa. Y además... si hubiese algún tropiezo...¿Qué sé yo?... Si algún enemigo quisiese aprovechar la ocasión... En ello se interesa el honor de toda la familia."
Alessandro Manzoni, Los Novios, texto seleccionado por Edith González Ramos, primero de bachillerato, curso 2015-2016
Alessandro Manzoni, Los Novios, texto seleccionado por Edith González Ramos, primero de bachillerato, curso 2015-2016
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Los novios (1827),
Manzoni_Alessandro (1785-1873)
viernes, 11 de diciembre de 2015
El hombre que fue en jueves, G.K.Chesterton
Antes de que penetrase en la estancia ninguno de los recién llegados, Gregory se había repuesto de su sorpresa. De un salto, y con un rugido de fiera, se acercó a la mesa, cogió el revólver y apuntó a Syme. Syme, sin conmoverse, levantó su mano pálida y elegante. —No sea usted ridículo, Gregory —dijo con una dignidad afeminada de eclesiástico—. ¿No ve usted que es inútil? ¿No ve usted que nos hemos embarcado juntos y juntos hemos de aguantar el mareo? Nada pudo responderle Gregory, pero tampoco acertó a disparar; sólo interrogaba con los ojos. —¿No ve usted que los dos estamos en jaque? —continuó Syme—. Yo no puedo decir a la policía que usted es anarquista, y usted no puede decir a los anarquistas que yo soy policía. Lo único que puedo hacer, ya conociéndolo, es vigilarlo. Y usted, conociéndome, tampoco puede hacer conmigo otra cosa. Aquí se trata de un duelo intelectual y singular: mi cabeza contra la de usted. Yo soy un policía desprovisto del auxilio de la policía, y usted, pobre amigo mío, un anarquista desprovisto de toda esa complicada organización tan esencial para la buena marcha de la anarquía. Aquí, si alguno lleva ventaja, es usted: a usted no le rodea la mirada inquisitiva de los guardias, y yo voy a estar rodeado de la desconfiada muchedumbre anarquista. No puedo traicionarlo a usted, pero puedo traicionarme a mí mismo al menor descuido. Paciencia, pues: espere usted a ver cómo me traiciono. Ya verá usted qué bien lo hago. Gregory dejó la pistola, y miraba con asombrados ojos a Syme, como si fuera un monstruo marino. —No creo en la inmortalidad —dijo al fin—. Pero si, después de todo esto, falta usted a su palabra, creo que Dios haría un infierno para usted solo, para hacerle aullar eternamente. —¡Oh! —dijo Syme, orgulloso— yo no falto nunca a mi palabra. Haga usted como yo. Aquí están sus amigotes. La multitud de anarquistas entró en el cuarto pesadamente, con aire fatigoso. Un hombrecillo de gafas y barbilla negra, que llevaba unos papeles en la mano —un tipo parecido a Mr. Tim Healy— se desprendió del grupo, y acercándose, dijo: —Camarada Gregory, supongo que este señor es un delegado foráneo. Cogido de repente, Gregory bajó los ojos y balbuceó el nombre de Syme, pero Syme, con un tono casi impertinente, respondió: —Me complazco en reconocer que esta puerta está lo bastante bien custodiada, para que sea imposible a un extraño entrar hasta aquí, si no es delegado foráneo. Pero el hombrecillo arrugaba el entrecejo con cierta desconfianza. —¿Qué sección representa usted? —preguntó—. ¿Qué rama? —¡Hombre! Tanto como rama... —dijo Syme riendo—. Más bien la llamaría yo raíz. —¿Qué quiere usted decir con eso? —Quiero decir —contestó Syme parsimoniosamente— que soy un sabatino, y qué he sido enviado aquí especialmente para ver si se guarda el debido respeto al Domingo. El hombrecillo soltó uno de los papeles que traía. Un estremecimiento de espanto recorrió la asistencia. Por lo visto, el temible Presidente que respondía al nombre de Domingo tenía la costumbre de enviar a estas justas algunos embajadores irregulares. —Muy bien camarada —dijo el de los papeles—. Creo que debemos darle a usted sitio en nuestra sesión. —Si me lo pregunta usted como amigo —dijo Syme con severidad—, creo que eso es lo mejor. Cuando vio terminado el peligrosísimo diálogo con la inesperada salida de su rival, Gregory se puso a pasear la estancia, pensativo. Presa de todas las agonías diplomáticas, se daba cuenta de que Syme saldría airoso
G.K. Cherterton, el cuaderno que fue jueves,https://www13.shu.edu/catholic-mission/upload/El-Hombre-Que-Fue-Jueves.pdf seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerato, curso 2015-2016
El Evangelio según Jesucristo, J.Saramago
La noche tiene aún mucho que durar. El candil de aceite, colgado de un clavo al lado de la puerta, está encendido, pero la llama, como una almendrilla luminosa flotante, apenas consigue, trémula, inestable, sostener la masa oscura que la rodea y llena de arriba abajo la casa, hasta los últimos rincones, allí donde las tinieblas, de tan espesas, parecen haberse vuelto sólidas. José despertó sobresaltado, como si alguien, bruscamente, lo hubiera sacudido por el hombro, pero sería la ilusión de un sueño pronto desvanecido, que en esta casa sólo vive él, y la mujer, que no se ha movido, y duerme. No es su costumbre despertar así, en medio de la noche, en general él no se despierta antes de que la estrecha grieta de la puerta empieza a emerger de la oscuridad cenicienta y fría. Muchas veces pensó que tendría que taparla, nada más fácil para un carpintero, ajustar y clavar un simple listón de madera sobrante de una obra, pero se había acostumbrado hasta tal punto a encontrar ante él, apenas abría los ojos, aquella línea vertical de luz, anunciadora del día, que acabó imaginando, sin reparar en lo absurdo de la idea, que, faltándole ella, podría no ser capaz de salir de las tinieblas del sueño, las de su cuerpo y las del mundo.
J.Saramago, El Evangelio según Jesucristo, http://www.prisaediciones.com/uploads/ficheros/libro/primeras-paginas/201009/primeras-paginas-evangelio-segun-jesucristo.pdf
Seleccionado por Daniel Carrasco Carril. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.
El viejo y el mar, Ernest Hemingway
Cuando estuvo a su nivel y tuvo la cabeza del pez contra la proa no pudo creer que fuera tan grande. Pero soltó de la bita la soga de arpón, la pasó por las agallas del pez y la sacó por sus mandíbulas. Dio una vuelta con ella a la espalda y luego la pasó a través de la otra agalla. Dio otra vuelta al pico y anudó la doble cuerda y la sujetó a la bita de proa. cortó entonces el cabo y se fue a popa a enlazar la cola. El pez se había vuelto plateado (originalmente era violáceo y plateado) y las franjas eran del mismo color violáceo pálido de su cola. Eran más anchas que la mano de un hombre con los dedos abiertos y los ojos del pez parecían tan neutros como los espejos de un periscopio o un santo en una procesión.
-Era la única manera de matarlo- dijo el viejo. Se estaba sintiendo mejor desde que había tomado el buche de agua y sabía que no desfallecería y su cabeza estaba despejada.
Ernest Hemingway, El viejo y el mar, Madrid, Vicens Vives, 2001, Ed. 12, pág. 65
Seleccionado por Marta Pino Blanco. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.
Ensayo sobre la ceguera, Jose Saramago
Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban,
dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el
indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde.
La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas
en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la
cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con
el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión,
avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta
alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la
luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos
segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza,
aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos
existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores
de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o
embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común.
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron
bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían
arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un
problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se
le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el
sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito
eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no
sería la primera vez que esto ocurre.
Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016
Yo, Claudio, Robert Graves
Capítulo I
Yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico Esto-y lo-otro-y-lo- de-más-allá (porque no pienso molestarlos todavía con todos mis títulos), que otrora, no hace mucho, fui conocido de mis parientes, amigos y colaboradores como "Claudio el Idiota", o "Ese Claudio", o "Claudio el Tartamudo" o "Cla-Cla-Claudio", o, cuando mucho, como "El pobre tío Claudio", voy a escribir (AÑO 41 d. De C) ahora esta extraña historia de mi vida. Comenzaré con mi niñez más temprana y seguiré año tras año, hasta llegar al fatídico momento del cambio en que, hace unos ocho años, a la edad de cincuenta y uno, me encontré de pronto en lo que podría denominar "la jaula dorada" de la cual jamás he podido escapar desde entonces.
Este no es en modo alguno mi primer libro; en rigor, la literatura, y en especial la redacción de obras de historia -que de joven estudié aquí en Roma con los mejores maestros contemporáneos-, fue, hasta que
sobrevino el cambio,- mi única profesión e interés durante más de treinta y cinco años. Por lo tanto, mis lectores no han de sorprenderse ante mi consumado estilo: en verdad es el propio Claudio el que escribe este libro, y no un secretario cualquiera, ni tampoco alguno de los cronistas oficiales a quienes los hombres públicos acostumbran a comunicar sus recuerdos, en la esperanza de que una escritura elegante anule la parvedad del tema y la adulación endulce los vicios. En esta obra, lo juro por todos los dioses, soy mi propio secretario y mi propio analista oficial. Escribo por mi propia mano, ¿y qué favor puedo esperar ganar de mí mismo con zalamerías? Permítaseme agregar que ésta no es la primera historia de mi vida que he escrito. En una ocasión escribí otra, en ocho volúmenes, como contribución a los archivos de la ciudad. Fue una cosa bastante anodina, que tuve en muy poco aprecio, y sólo la escribí en respuesta a peticiones públicas. Para ser sincero, durante su composición estuve muy ocupado con otros asuntos -eso fue hace dos años- y la mayor parte de los cuatro primeros volúmenes la dicté a un secretario griego, con la orden de no alterar nada mientras escribía (salvo donde fuese necesario para el equilibrio de las frases, o para eliminar repeticiones o contradicciones). Pero admito que casi toda la segunda mitad de la obra, y por lo menos algunos capítulos de la primera, fueron compuestos por ese mismo individuo, Polibio (a quien yo mismo bauticé, cuando era un joven esclavo, con el nombre del famoso historiador), con materiales que yo le suministré. Y copió con tanta exactitud mi estilo, que en verdad, cuando terminó, nadie habría podido adivinar qué parte había sido escrita por mí y cuál por él.
Era un libro monótono, lo repito. No me encontraba en condiciones de criticar al emperador Augusto, que era mi tío abuelo materno, ni a su tercera y última esposa, Livia Augusta, que era mi abuela, porque ambos habían sido oficialmente deificados y yo estaba vinculado a sus cultos en mi calidad de sacerdote. Y aunque habría podido criticar con acritud a los dos indignos sucesores imperiales de Augusto, no lo hice por respeto a la decencia. Habría sido injusto exculpar a Livia, y al propio Augusto en la medida en que se sometió a la voluntad de esa mujer notable y -quiero decirlo de una vez- abominable, y decir a la vez la verdad sobre los otros dos, cuyos recuerdos no estaban igualmente protegidos por el respeto religioso.
Permití que fuese un libro aburrido, y registré en él sólo hechos tan poco discutibles como, por ejemplo, que Fulano se casó con Zutana, la hija de Mengano, quien tenía a su favor tal y cual cantidad de honores públicos, sin mencionar, sin embargo, los motivos políticos del matrimonio, ni el regateo oculto entre las familias. O si no, escribía que Fulano había muerto de pronto, después de comer un plato de higos africanos, pero no hablaba para nada del veneno, ni de aquellos para quienes la muerte resultaba ventajosa, a menos que los hechos estuviesen respaldados por un veredicto de los tribunales en lo criminal. No decía mentira alguna, pero tampoco decía la verdad en el sentido en que pienso decirla aquí. Hoy, cuando consulté ese libro en la biblioteca de Apolo, en la colina Palatina, para refrescar mi memoria en cuanto a ciertos problemas de fechas, me sentí interesado al tropezar con algunos pasajes de los capítulos públicos que habría podido jurar que fueron escritos o dictados por mí, tan peculiarmente propio parecía el estilo, aunque no recordaba haberlos escrito ni dictado. Si eran obra de Polibio, constituían un trabajo maravillosamente perfecto de imitación (admito que tenía mis otras historias para estudiar), pero si en realidad eran míos, entonces mi memoria es peor aún de lo que afirman mis enemigos. Después de leer lo que acabo de escribir, veo que estoy incitando sospechas, en lugar de desarmarlas, en primer lugar en cuanto a mi paternidad absoluta de lo que sigue, luego en cuanto a mi integridad como historiador y finalmente en relación con mi memoria para los hechos. Pero dejaré las cosas como están; escribo como siento, y a medida que la historia se desarrolle, el lector estará mejor dispuesto a creer que no oculto nada: ése por lo menos es mi mérito.
Robert Graves, Yo, Claudio, www.google.es/url?sa=t&rct=j&q=yo+claudio+robert+graves+pdf&source=web&cd=5&cad=rja&uact=8&ved=0ahUKEwjpiKWYptPJAhVDSBQKHV4QCn8QFghAMAQ&url=http%3A%2F%2Fwww.libroteca.charlottenovus.com%2Fwp-content%2Fplugins%2Fdownload-monitor
Seleccionado por Clara Fuentes Gomez. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.
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Literatura del siglo XX,
Yo Claudio
Siddhartha, Hermann Hesse
-No me guardes rencor, majestuoso -exclamó el joven-. No te he hablado así para buscar un
desacuerdo o la desavenencia con palabras. Desde luego, tienes razón, y poco importan las
opiniones. Pero déjame decir una cosa más: ni un momento he dudado de ti. Ni un momento he
dudado de que tú fueras el buda, de que hubieras llegado a la meta, al máximo, hacia el que tantos
brahmanes e hijos de brahmanes se hallan en camino. Has encontrado la redención de la muerte. La
has hallado con tu misma búsqueda, con tu propio camino, a través de pensamientos,
ensimismaciones, ciencia, reflexión, inspiración. ¡Pero no la has encontrado a través de una
doctrina! Yo pienso, majestuoso, ¡que nadie encuentra la redención a través de la doctrina! ¡A nadie,
venerable, le podrás comunicar con palabras y a través de la doctrina lo que te ha sucedido a ti en
el momento de tu inspiración! Mucho es lo que contiene la doctrina del inspirado buda, a muchos les
enseña a vivir honradamente, a evitar lo malo. Pero esta doctrina tan clara y tan venerable no
contiene un elemento: el secreto de lo que el majestuoso mismo ha vivido, él solo, entre centenares
de miles de personas. Esto es lo que he pensado y comprendido cuando escuchaba tu doctrina. Y
por ello, continúo mi peregrinación. No para buscar otra doctrina mejor, pues sé que no la hay, sino
para dejar todas las doctrinas y a todos los profesores, y para llegar solo a mi meta, o morirme. Sin
embargo, a menudo me acordaré de este día, majestuoso, y de esta hora en que mis ojos vieron a
un santo.
Hermann Hesse, Siddhartha, http://www.opuslibros.org/Siddharta.pdf.Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato.Curso 2015-2016.
Hermann Hesse, Siddhartha, http://www.opuslibros.org/Siddharta.pdf.Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato.Curso 2015-2016.
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Literatura del siglo XX,
Siddhartha (1922)
El cuaderno dorado, Doris Lessing
—Cuando voy a pasar un fin de semana con él, se alegra de verme, de eso estoy segura. Aunque nunca se queja de que no vaya a visitarle con más frecuencia. Pero cuando estoy allí, no parece que le afecte mucho. Se sujeta a una rutina invariable. Una anciana le arregla la casa. Las comidas no son más que eso, comidas. Come lo que siempre ha comido: buey medio cocido, bisté y huevos. Bebe un gin antes de almorzar y dos o tres whiskies después de cenar. Cada mañana, al término del desayuno, da un largo paseo. Por la tarde, cuida el jardín. Por las noches lee hasta muy tarde. Cuando yo estoy allí, hace exactamente lo mismo. Ni me habla. —Hizo una pausa, sonriendo para sus adentros, antes de proseguir—: Es como ha dicho usted antes; no estoy en su onda. Tiene un amigo íntimo, un coronel que se le parece mucho: los dos están delgados y curtidos, tienen ojos vehementes y se hablan con chirridos inaudibles. Hay veces que están sentados uno frente al otro durante horas sin decir nada, bebiendo whisky o, a veces, mencionando brevemente la India. Cuando mi padre está solo, me parece que habla con Dios, Buda o alguien así, pero no conmigo. Normalmente, si yo digo algo, él parece azorarse o se pone a hablar de otra cosa. Ella se calló, pensando que había sido la parrafada más larga proferida en presencia de Paul, y que resultaba extraño que hubiera versado sobre aquel tema, pues casi nunca hablaba de su padre ni pensaba en él. Paul no contestó; de repente preguntó: (...)
Doris Lessing, El cuaderno dorado,
https://ferrusca.files.wordpress.com/2013/11/el-cuaderno-dorado_dorislessing.pdf
seleccionado por Paola Moreno Díaz , curso 2015-2016
La náusea, Jean Paul Sartre
Pero a la fotografía siguiente, es el delirio. Lanza un grito de gozo.
—¡Segovia! ¡Segovia! Yo he leído un libro sobre Segovia.
Agrega, con cierta nobleza:
—Señor, ya no recuerdo el nombre del autor. A veces tengo distracciones.
Na... No... Nod...
—Imposible —le digo vivamente —, está usted en Lavergne.
Lamento en seguida mis palabras; después de todo nunca me habló de este
método de lectura; ha de ser un delirio secreto. En efecto, queda desconcertado, y
se le hinchan los gruesos labios, con aire llorón. Luego baja la cabeza y mira unas
diez postales sin decir palabra.
Pero al cabo de treinta segundos, veo que un poderoso entusiasmo lo colma y
que va a reventar si no habla:
—Cuando termine mi instrucción (todavía calculo seis años más), me uniré, si
me lo permiten, a los estudiantes y profesores que hacen un crucero anual al
Cercano Oriente. Quisiera aclarar ciertos conocimientos —dice con unción— y
además, me gustaría que me sucedieran cosas inesperadas, nuevas, aventuras,
para decirlo de una vez.
Ha bajado la voz; tiene un gesto pícaro.
—¿Qué clase de aventuras?—le pregunto, asombrado.
—De todas clases, señor. Usted se equivoca de tren. Baja en una ciudad
desconocida. Pierde la valija, lo detienen por error, pasa la noche en la cárcel.
Señor, creo que la aventura puede definirse así: un acontecimiento que sale de lo
ordinario sin ser forzosamente extraordinario. Se habla de la magia de las
aventuras. ¿Le parece justa esta expresión? Quisiera hacerle una pregunta, señor.
—¿Qué?
Se ruboriza y sonríe.
—Tal vez sea indiscreta.
—No importa, diga.
Se inclina hacia mí y pregunta, con los ojos entrecerrados:
—¿Ha tenido usted muchas aventuras, señor?
Respondo maquinalmente:
—Algunas—, echándome hacia atrás, para evitar su aliento pestífero.
Sí, lo dije maquinalmente, sin pensarlo. En efecto, por lo general más bien me
enorgullezco de haber tenido tantas aventuras. Pero hoy, en cuanto pronuncio
estas palabras, siento una gran indignación contra mí mismo: me parece que
miento, que en mi vida he tenido la menor aventura, o mejor, ni siquiera sé qué
quiere decir esa palabra. Al mismo tiempo pesa sobre mis hombros el mismo
desaliento que me asaltó en Hanoi, hace cerca de cuatro años, cuando Mercier me
apremiaba para que me uniera a él, y yo, sin contestar, miraba fijo una estatuita
kmer. Y la IDEA, esa gran masa blanca que tanto me desagradó entonces, está ahí;
no había vuelto a verla durante estos cuatro años.
—¿Podría preguntarle...?—dice el Autodidacto.
¡Diantre! Que le cuente una de esas famosas aventuras. Pero ya no quiero
decir una palabra sobre el tema.
—Ahí —digo inclinado sobre sus hombros estrechos, y apoyando el dedo en
una foto—, ahí está Santillana, el pueblo más lindo de España.
—¿Santillana, el pueblo de Gil Blas? No creí que existiera. ¡Ah, señor, qué
provechosa es su conversación! Bien se ve que usted ha viajado.
J.P. Sartre, La náusea, http://www.infojur.ufsc.br/aires/arquivos/Jean%20Paul%20Sartre%20-%20La%20Nausea.pdf
Seleccionado por Daniel Carrasco Carril. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.
El barón rampante, Italo Calvino
Cósimo estaba en la encina. Las ramas se agitaban, altos puentes sobre la tierra. Soplaba un viento ligero; hacía sol. El sol se filtraba entre las hojas, y nosotros, para ver a Cósimo, teníamos que hacer pantalla con la mano. Cósimo miraba el mundo desde el árbol: todo, visto desde allá arriba, era distinto, y eso ya era una diversión. La avenida tenía una perspectiva bien diferente, y los parterres, las hortensias, las camelias, la mesita de hierro para tomar el café en el jardín. Más allá las copas de los árboles se hacían menos espesas y la huerta descendía en pequeños campos escalonados, sostenidos por muros de piedras; detrás estaba oscurecido por los olivares, y, más allá, asomaban los tejados de la población de Ombrosa, de ladrillos descoloridos y pizarra, y se distinguían las vergas de los navíos, allí donde debía de estar el puerto. Al fondo se extendía el mar, con el horizonte alto, y un lento velero lo atravesaba. El barón y la generala, después del café, salían ahora al jardín. Miraban un rosal, simulaban no apercibirse de Cósimo. Iban del brazo, pero en seguida se separaban para discutir y gesticular. Yo, en cambio, llegué hasta la encina, como jugando por mi cuenta, aunque en realidad trataba de llamar la atención de Cósimo; pero él me guardaba rencor y continuaba mirando a lo lejos. Cesé en mi empeño, y me acurruqué detrás de un banco para poder seguir observándolo sin ser visto.
Italo Calvino, El barón rampante http://portalacademico.cch.unam.mx/materiales/al/cont/tall/tlriid/tlriid4/circuloLectores/docs/el-baron-rampante.pdf
Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez curso 2015-2016
La náusea, Jean-Paul Sartre
La mano del muchacho sale de la sombra, planea un instante, blanca,
indolente; luego cae de improviso como un milano y aprieta un naipe contra el
tapete. El gordo colorado salta por el aire:
—¡Mierda! Éste alza.
La silueta del rey de corazones aparece entre dedos crispados después alguien
la vuelve de narices y el juego continúa. Hermoso rey, venido de tan lejos,
preparado por tantas combinaciones, por tantos gestos desaparecidos. Ahora
desaparece a su vez, para que nazcan otras combinaciones y otros gestos,
ataques, réplicas, vueltas de la fortuna, multitud de pequeñas aventuras.
Estoy emocionado, siento mi cuerpo como una máquina de precisión en
reposo. Yo he tenido verdaderas aventuras. No recuerdo ningún detalle, pero
veo el encadenamiento riguroso de las circunstancias. He cruzado mares, he
dejado atrás ciudades y be remontado ríos; me interné en las selvas buscando
siempre nuevas ciudades. He tenido mujeres, he peleado con individuos, y
nunca pude volver atrás, como no puede un disco girar al revés. ¿Y a dónde me
llevaba todo aquello? A este instante, a esta banqueta, a esta burbuja de claridad
rumorosa de música.
Sí, yo que tanto gusté de sentarme en Roma a orillas del Tíber; de bajar y
remontar cien veces las Ramblas de Barcelona, a la noche; yo que cerca de
Angkor, en el islote de Baray de Prah-Kan vi una baniana que anudaba sus raíces
alrededor de la capilla de los nagas, estoy aquí, vivo en el mismo instante que los
jugadores de malilla, escucho a una negra que canta mientras afuera vagabundea
la noche débil.
El disco se ha detenido.
La noche entra dulzona, vacilante. Es invisible, pero está ahí, vela las
lámparas; en el aire se respira algo espeso: es ella. Hace frío. Uno de los
jugadores empuja las cartas en desorden hacia otro que las recoge. Un naipe ha
quedado atrás. ¿No lo ven? Es el nueve de corazones. Por fin alguien lo entrega
al joven de cabeza perruna.
—¡Ah! Es el nueve de corazones.
Está bien. Voy a irme. El viejo violáceo se inclina sobre ana hoja chupando la
punta de un lápiz. Madeleine lo mira con ojos claros y vacíos. El muchacho da
vueltas entre sus dedos al nueve de corazones. ¡Dios mío ...!
Me levanto penosamente; en el espejo, sobre el cráneo del veterinario, veo
deslizarse un rostro inhumano.
Jean-Paul Sartre, La náusea,http://www.infojur.ufsc.br/aires/arquivos/Jean%20Paul%20Sartre%20-%20La%20Nausea.pdf , seleccionado por Paola Moreno Díaz , segundo de bachillerato, curso 2015-2016.
viernes, 4 de diciembre de 2015
La naranja mecánica, Anthony Burgess
-Y- dijo mi papá- estabas como imponente en un charco de sangre y no podías contestar los golpes.
-Eso era realmente lo contrario de lo que ocurría, de modo que otra vez sonreí discretamente para mis adentros, y luego saqué todo el dengo que tenía en los carmanos, y lo hice sonar sobre el mantel de colores chillones.
-Toma, papá, no es gran cosa-le dije-. Es lo que gané anoche. Pero tal vez les alcance para una piteada de whisky que se pueden tomar los dos por ahí.
-Gracias, hijo- replicó pe- Pero ahora no salimos mucho. No nos atrevemos, en vista de que las calles están muy peligrosas. Matones jóvenes, y todo eso. De cualquier modo, gracias. Mañana traeré una botella de algo.- Y pe se metió el dengo mal habido en los carmanos del pantalón, mientras ma chistaba los platos en la cocina. Yo me marché repartiendo sonrisas cariñosas.
Cuando llegué al pie de la escalera me sentí un poco sorprendido. Más todavía. Abrí la boca mostrando verdadero asombro. Habían venido a buscarme. Me esperaban junto a la pared garabateada, como ya expliqué: ve cos y chinas desnudos en una actitud severa exhibiendo la naga dignidad del trabajo, frente a las ruedas de la industria, y toda esa basura que es brotaba de las rotas, obra de los málchicos perversos. El Lerdo tenía en la mano una gruesa barra de color, y estaba dibujando slovos sucios muy grandes sobre todo el cuadro, y estallando en las risotadas del viejo Lerdo, bu ju ju, mientras escribía. Pero se volvió cuando Georgie y Pete me saludaron, mostrándome los subos drugos y brillantes, y trompeteó:
-Ya está aquí, ya ha venido, hurrah- e hizo una torpe pirueta que quería ser un paso de baile.
Anthony Burgess, La naranja mecánica, www.rodriguezalvarez.com/novelas/pdfs/Burgess,%20Anthony%20"A%20Clokwork%20Orange"-Xx-En-Sp.pdf
Seleccionado por Clara Fuentes Gomez. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.
Paris era una fiesta, Ernest Hemingway
Antes de que llegaran los ricos a que me refiero, ya otros ricos nos habían contaminado, usando la más vieja artimaña que el mundo conoce. Consiste en lograr que una joven soltera se convierta por un tiempo en la mejor amiga de otra joven que está casada, que se ponga a convivir con la esposa y con el marido, y que, inconsciente e inocente e implacablemente, inicie una maniobra para casarse con el marido. Cuando el marido es un escritor ocupado en un trabajo arduo que le lleva mucho tiempo, y durante la mayor parte del día no puede hacer compañía ni dar apoyo a su mujer, el plan parece estar lleno de ventajas, hasta que se descubre cómo funciona el mecanismo. Al terminar su jornada de trabajo, el marido se encuentra a su alrededor con dos muchachas atractivas. Una es nueva y desconocida, y con un poco de mala suerte el marido se encuentra enamorado de ambas a la vez.
Entonces, en vez de los dos y su hijo, ahí tenemos a los tres. AI principio es divertido y estimulante, y sigue siéndolo por largo tiempo. Todas las verdaderas maldades nacen en estado de inocencia. Uno vive al día, y goza de lo que tiene y no se apura. Uno empieza a decir mentiras, y no quisiera decirlas, y empieza el desmoronamiento y cada día crece el peligro, pero uno va viviendo al día, como en la guerra. Tuve que dejar Schruns e ir a Nueva York para ponerme de acuerdo con los editores. Una vez listo el asunto en Nueva York, volví a París con el propósito de tomar el primer tren que saliera de la Gare de 1’Est para Austria. Pero la chica de quien me había enamorado estaba entonces en París, y no tomé el primer tren, ni
tampoco el segundo ni el tercero.
Cuando al fin vi a mi mujer de pie junto a las vías, mientras el tren entraba en la estación entre grandes pilas de troncos, antes hubiera querido haberme muerto que haberme enamorado de otra. Ella sonreía, el sol daba en su hermosa cara morena por la nieve y el sol, y su cuerpo era hermoso, y centelleaba el sol en el oro rojizo de su pelo que era hermoso y había crecido cu desorden todo el invierno, y de pie a su lado estaba Mr. Bumby, rubio y corpulento y con sus mejillas rojas por el invierno, con el aspecto de un buen hijo del Vorarlberg.
—Oh Tatie mío —dijo ella entre mis brazos—, qué suerte que estés de vuelta y que le hayan salido tan bien los negocios con los editores. Te quiero tanto y te eché tanto de menos. Yo la quería y no quería a nadie mas, y el tiempo que pasamos solos fue de mágica maravilla. Trabajé a gusto y juntos hicimos grandes excursiones, y me creí de nuevo invulnerable, y el otro asunto no volvió a empezar hasta que, a fines de la primavera, dejamos las sierras y volvimos a París. Aquello fue el final de la primera parte de París. París no volvería nunca a ser igual, aunque seguía siendo París, y uno cambiaba a medida que cambiaba la ciudad.
Nunca volvimos al Vorarlberg, ni tampoco volvieron los ricos. París no se acaba nunca, y el recuerdo de cada persona que ha vivido allí es distinto del recuerdo de cualquier otra. Siempre hemos vuelto, estuviéramos donde estuviéramos, y sin importarnos lo trabajoso o lo fácil que fuera llegar allí. París siempre valía la pena, y uno recibía siempre algo a trueque de lo que allí dejaba. Yo he hablado de París según era en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices.
Ernest Hemingway, Paris era una fiesta, www.infotematica.com
Seleccionado por Maria Alegre Trujillo Segundo de bachillerato, Curso 2015 -2016
El cuaderno dorado, Doris Lessing
«Estáis siendo indoctrinados. Todavía no hemos encontrado un sistema
educativo que no sea de indoctrinación. Lo sentimos mucho, pero es lo mejor que
podemos hacer. Lo que aquí se os está enseñando es una amalgama de los
prejuicios en curso y las selecciones de esta cultura en particular. La más ligera
ojeada a la historia os hará ver lo transitorios que pueden ser. Os educan personas
que han sido capaces de habituarse a un régimen de pensamiento ya formulado por
sus predecesores. Se trata de un sistema de autoperpetuación. A aquellos de
vosotros que sean más fuertes e individualistas que los otros, les animaremos para
que se vayan y encuentren medios de educación por sí mismos, educando su propio
juicio. Los que se queden deben recordar, siempre y constantemente, que están
siendo modelados y ajustados para encajar en las necesidades particulares y
estrechas de esta sociedad concreta.»
Doris Lessing, El cuaderno dorado, https://ferrusca.files.wordpress.com/2013/11/el-cuaderno-dorado_dorislessing.pdf. Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.
Doris Lessing, El cuaderno dorado, https://ferrusca.files.wordpress.com/2013/11/el-cuaderno-dorado_dorislessing.pdf. Seleccionado por Lidia Rodríguez Suárez. Segundo de bachillerato. Curso 2015-2016.
Muerte en Venecia, Thomas Mann
Capítulo V.
Eso sucedía hacia el mediodía. Después, de comer, Aschenbach se fue por mar a
Venecia, a pesar de la calma y del calor, acosado por la manía de perseguir a los
hermanos polacos, a quienes había visto tomar el camino del embarcadero con su
institutriz. No encontró a su ídolo en San Marcos. Pero, estando sentado a una de las.
mesitas instaladas en la parte sombreada de la playa, ante su taza de té, advirtió de
pronto en el aire un aroma peculiar. Le pareció que aquel aroma venía envolviéndolo
todos los días, sin él haberse dado cuenta; un olor dulzón, oficial, que hacía pensar en
plagas y pestes y en una sospechosa limpieza. Lo examinó y reconoció poniéndose
pensativo; y, terminando su colación, abandonó la plaza por el lado frontal del templo.
Al penetrar en las calles estrechas, el olor se hizo aún más agudo. En las esquinas se
veían pegados bandos de alarma, en los cuales se advertía a la población que debía
privarse de ostras y mariscos, así como del agua de canales, a consecuencia de
ciertos desarreglos gástricos que el calor hacía muy frecuentes. El carácter de tales
admoniciones era patente. En los puentes y plazas había silenciosos grupos de gente
del pueblo mientras el forastero se paraba junto a ellos inquisitivo y caviloso.
Thomas Mann, Muerte en Venecia, https://ia601701.us.archive.org/23/items/LaMuerteEnVeneciaThomasMann/La%20Muerte%20en%20Venecia%20-%20Thomas%20Mann.pdf
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo, Segundo de bachillerato, curso 2015-2016.
Eso sucedía hacia el mediodía. Después, de comer, Aschenbach se fue por mar a
Venecia, a pesar de la calma y del calor, acosado por la manía de perseguir a los
hermanos polacos, a quienes había visto tomar el camino del embarcadero con su
institutriz. No encontró a su ídolo en San Marcos. Pero, estando sentado a una de las.
mesitas instaladas en la parte sombreada de la playa, ante su taza de té, advirtió de
pronto en el aire un aroma peculiar. Le pareció que aquel aroma venía envolviéndolo
todos los días, sin él haberse dado cuenta; un olor dulzón, oficial, que hacía pensar en
plagas y pestes y en una sospechosa limpieza. Lo examinó y reconoció poniéndose
pensativo; y, terminando su colación, abandonó la plaza por el lado frontal del templo.
Al penetrar en las calles estrechas, el olor se hizo aún más agudo. En las esquinas se
veían pegados bandos de alarma, en los cuales se advertía a la población que debía
privarse de ostras y mariscos, así como del agua de canales, a consecuencia de
ciertos desarreglos gástricos que el calor hacía muy frecuentes. El carácter de tales
admoniciones era patente. En los puentes y plazas había silenciosos grupos de gente
del pueblo mientras el forastero se paraba junto a ellos inquisitivo y caviloso.
Thomas Mann, Muerte en Venecia, https://ia601701.us.archive.org/23/items/LaMuerteEnVeneciaThomasMann/La%20Muerte%20en%20Venecia%20-%20Thomas%20Mann.pdf
Seleccionado por Laura Agustín Críspulo, Segundo de bachillerato, curso 2015-2016.
El señor de las moscas, William Golding
La gran marea del Pacífico se disponía ya a subir y a cada pocos segundos las aguas de la laguna, relativamente tranquilas, se alzaban y avanzaban un par de centímetros. Ciertas criaturas habitaban en aquella última proyección del mar, seres diminutos y transparentes que subían con el agua a husmear en la cálida y seca arena. Con impalpables órganos sensorios examinaban este nuevo territorio. Quizás hallasen ahora alimentos que no habían encontrado en su última incursión; excrementos de pájaros, incluso insectos o cualquier detrito de la vida terrestre. Extendidos como una miríada de diminutos dientes de sierra llegaban los seres transparentes a la playa en busca de desperdicios. Aquello fascinaba a Henry. Hurgó con un palito, también vagabundo y desgastado y blanqueado por las olas, tratando de dominar con él los movimientos de aquellos carroñeros. Hizo unos surcos, que la marea cubrió, e intentó llenarlos con esos seres. Encontró tanto placer en verse capaz de ejercer dominio sobre unos seres vivos, que su curiosidad se convirtió en algo más fuerte que la mera alegría. Les hablaba, dándoles ánimos y órdenes. Impulsados hacia atrás por la marea, caían atrapados en las huellas que los pies de Henry dejaban sobre la arena. Todo eso le proporcionaba la ilusión de poder. Se sentó en cuclillas al borde del agua, con el pelo caído sobre la frente y formándole pantalla ante los ojos, mientras el sol de la tarde vaciaba sobre la playa sus flechas invisibles. También Roger esperaba.
William Golding, El señor de las moscas, https://cidetac.files.wordpress.com/2015/08/golding-william-el-senor-de-las-moscas.pdf
Seleccionado por Julia Mateos Gutiérrez, segundo de bachillerato curso 2015-2016
El corazón de las tinieblas J.Conrad
Todo aquello era grandioso,
esperanzador, mudo, mientras aquel hombre charlaba banalmente
sobre sí mismo. Me pregunté si la quietud del rostro de aquella
inmensidad que nos contemplaba a ambos significaba un buen presagio
o una amenaza. ¿Qué éramos nosotros, extraviados en aquel lugar?
¿Podíamos dominar aquella cosa muda, o sería ella la que nos manejaría
a nosotros? Percibí cuán grande, cuán inmensamente grande era aquella
cosa que no podía hablar, y que tal vez también fuera sorda. ¿Qué había
allí? Sabía que parte del marfil llegaba de allí y había oído decir que el
señor Kurtz estaba allí. Había oído ya bastante. ¡Dios es testigo! Pero sin
embargo aquello no producía en mí ninguna imagen; igual que si me
hubiesen dicho que un ángel o un demonio vivían allí. Creía en aquello
de la misma manera en que cualquiera de vosotros podría creer que
existen habitantes en el planeta Marte.
Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, http://mural.uv.es/deladel/El%20corazon%20de%20las%20tinieblas.pdf,
Seleccionado por Daniel Carrasco Carril, segundo de bachillerato,curso 2015/2016
El mito de Sísifo, Albert Camus
No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación. Se trata de juegos; primeramente hay que responder. Y si es cierto, como pretende Nietzsche, que un filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo, se advierte la importancia de esa respuesta, puesto que va a preceder al gesto definitivo. Se trata de evidencias perceptibles para el corazón, pero que se debe profundizar a fin de hacerlas claras para el espíritu. Si me pregunto en qué puedo basarme para juzgar si tal cuestión es más apremiante que tal otra, respondo que en los actos a los que obligue. Nunca vi morir a nadie por el argumento ontológico. Galileo, que defendía una verdad científica importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del mundo, cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido, hizo bien. Aquella verdad no valía la hoguera. Es profundamente indiferente saber cuál gira alrededor del otro, si la tierra o el sol. Para decirlo todo, es una cuestión baladí.
Albert Camus, el mito de sísifo,http://www.correocpc.cl/sitio/doc/el_mito_de_sisifo.pdf,
seleccionado por Paola Moreno Díaz, segundo de bachillerato,curso 2015-2016
Últimos poemas W.B.Yeats
Los hombres mejoran con los años.
Estoy cansado de sueños;
Un tritón de mármol, gastado por el clima
en los riachuelos;
Y durante todo el día observo
la belleza de esta dama
como si hubiese hallado en un libro
una belleza imaginada,
satisfecho de tener repletos mis ojos
o mis oídos que perciben,
encantado de no ser más que sabio,
pues los hombres mejoran con los años;
Pero aún así, aún así,
¿Es ese mi sueño, o la verdad?
Oh, ¡cómo quisiera que nos hubiésemos conocido
cuando yo tenía mi ardiente juventud!
Pero envejezco entre sueños,
un tritón de mármol, gastado por el clima
en los riachuelos.
Últimos poema,shttp://www.dim.uchile.cl/~anmoreir/escritos/yeats.html#menimprove,Seleccionado por Daniel Carrasco Carril, segundo de bachillerato,curso 2015/2016
Estoy cansado de sueños;
Un tritón de mármol, gastado por el clima
en los riachuelos;
Y durante todo el día observo
la belleza de esta dama
como si hubiese hallado en un libro
una belleza imaginada,
satisfecho de tener repletos mis ojos
o mis oídos que perciben,
encantado de no ser más que sabio,
pues los hombres mejoran con los años;
Pero aún así, aún así,
¿Es ese mi sueño, o la verdad?
Oh, ¡cómo quisiera que nos hubiésemos conocido
cuando yo tenía mi ardiente juventud!
Pero envejezco entre sueños,
un tritón de mármol, gastado por el clima
en los riachuelos.
Últimos poema,shttp://www.dim.uchile.cl/~anmoreir/escritos/yeats.html#menimprove,Seleccionado por Daniel Carrasco Carril, segundo de bachillerato,curso 2015/2016
El señor de las moscas, William Golding
Al otro lado de la pantalla de hojas, el sol vertía sus rayos y en el centro del espacio libre las mariposas seguían su interminable danza. Se arrodilló y le alcanzaron las flechas del sol. La vez anterior el aire parecía simplemente vibrar de calor; pero ahora le amenazaba. No tardó en caerle el sudor por su larga melena lacia. Se movió de un lado a otro, pero no había manera de evitar el sol. Al rato sintió sed; después una sed enorme.
Permaneció sentado.
En la playa, en una parte alejada, Jack se encontraba frente a un pequeño grupo de muchachos. Parecía radiante de felicidad.
- A cazar - dijo. Examinó a todos detenidamente. Portaban los restos andrajosos de una gorra negra, y, en tiempo lejanísimo, aquellos muchachos habían formado en dos filas ceremoniosas para entonar con sus voces el canto de los ángeles.
- Nos dedicaremos a cazar y yo seré el jefe. Asintieron, y la crisis pasó imperceptiblemente.
- Y ahora... en cuanto a esa fiera... Se agitaron; todas las miradas se volvieron hacia el bosque.
- Os voy a decir una cosa. No vamos a hacer caso de esa fiera.
Les dirigió un ademán afirmativo con la cabeza:
- Nos vamos a olvidar de la fiera.
- ¡Eso es!
- ¡Eso!
- ¡Vamos a olvidarla!
Si Jack sintió asombro ante aquel fervor, no lo demostró.
- Y otra cosa. Aquí ya no tendremos tantas pesadillas. Estamos casi al final de la isla.
Desde lo más profundo de sus atormentados espíritus, asintieron apasionadamente.
- Y ahora, escuchad. Podemos acercarnos luego al peñón del castillo, pero ahora voy a apartar de la caracola y de todas esas historias a otro de los mayores. Luego mataremos un cerdo y podremos darnos una comilona.
Hizo un silencio y después continuó con voz más pausada:
- Y en cuanto a la fiera, cuando matemos algo le dejaremos un trozo a ella. Así a lo mejor no nos molesta. Bruscamente se puso en pie.
- Ahora, al bosque, a cazar.
William Golding, El señor de las moscas, Madrid, Alianza editorial (versión digital), https://cidetac.files.wordpress.com/2015/08/golding-william-el-senor-de-las-moscas.pdf.
Seleccionado por Clara Fuentes Gomez. Segundo de Bachillerato. Curso 2015-2016.
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